Por: Yasel Toledo Garnache
La madre voceaba a la hija, la agarraba por un brazo y amenazaba con darle unas palmadas. Otra progenitora golpeaba a una niña, de unos cinco años. Y varias personas observaban, decían algo en voz baja, pero nada más.
Para educar no existen manuales exactos ni verdades absolutas, aunque algunos hayan escrito consideraciones personales, incluidas varias a partir de investigaciones. Cada infante y circunstancia son diferentes, por eso la comprensión, amor e inteligencia de los adultos resultan fundamentales.
Nadie tiene una especie de guía exacta para hacerlo bien y favorecer la formación de quienes crecerán. En ocasiones, los impulsos e incertidumbres conducen a equivocaciones.
Un amigo me narró escenas de agresiones a pequeños y expresó su dolor por lo observado. «Hasta en mi familia ocurren sucesos como esos, con una sobrina, y yo intervengo para evitar los golpes, pero luego se repite todo», manifestó con tristeza.
Según especialistas, quienes asumen actitudes como las referidas, lo hacen porque no son capaces de asumir otras formas de enseñar y educar. Alertan que eso puede provocar malestar constante, estrés, problemas de concentración, desmotivación, rabia, baja autoestima y frustración en los pequeños.
Resaltan la importancia del diálogo, explicar con serenidad y escuchar las versiones de los niños, sin provocar temores, para lo cual es importante pasar tiempo cerca de ellos, jugar, ser sus amigos y tener siempre presente la importancia de constituir buenos ejemplos en la manera de comportarnos.
Verdad que la intranquilidad de algunos y ciertas acciones molestan muchísimo, pero debemos estar conscientes de que las agresiones no generan respeto ni autoridad, aunque ellos obedezcan por miedo, lo cual puede desaparecer cuando llegan a la adolescencia y a etapas superiores.
Tampoco se trata de sobreprotegerlos ni acostumbrarlos a merecerlo todo, pues deben aprender a valerse por ellos mismos y compartir con los demás. Se puede lograr autoridad y disciplina sin necesidad de vocear, amenazar ni golpear.
Es posible ser firmes, castigar y exigir sin emplear los métodos anteriores.
Otros estudiosos sugieren tener en cuenta el tipo de temperamento de los pequeños y las características, para educarlos mejor. Según añaden, deben ser castigados en la justa medida, como una forma de mostrarles los límites y que las malas conductas tienen consecuencias, aunque lo primero será siempre explicar las razones, por qué la acción fue incorrecta.
Esa reprimenda debe ser inmediata, proporcional y en correspondencia con la edad y el tipo de falta cometida, para evitar efectos negativos como dañar la autoestima. Si intentan abrazar, dar un beso… para «reparar» el error, no sería favorable rechazarlos, pues pueden sentirse dolidos.
Los adultos también nos equivocamos, y quién nos da una «pela», aunque a veces nos merecemos algunas muy grandes, me dijo alguien hace poco, y tiene mucha razón. Cada niño es una parte de sus progenitores, por eso el deseo de formarlos bien y que sean casi perfectos.
Tal vez lo mejor es jamás olvidar que también fuimos infantes, aprovechamos cada oportunidad para jugar, en ocasiones deseábamos bañarnos más tarde o seguir con los demás del barrio sin importar la hora, y los castigos nos dolían mucho, por eso a veces corríamos para evitarlos. Ellos deben percibir que todo cuanto hacen los padres es para su bienestar.
Lo más favorable es la conjunción exacta de amor, cariño y exigencia, conscientes de la importancia del ejemplo. Yo, quien todavía no tengo hijos, ya sueño con enseñar, educar, reír, jugar y construir, junto a un pequeño, motivo para más esfuerzo y ser mejor.
Fuente: http://www.granma.cu/opinion/2017-04-20/ninos-pelas-y-gritos-20-04-2017-20-04-00