Ciudadanías mermadas, mercado laboral y discriminación

Por: Arturo Borra

Demasiado a menudo los «discursos de la integración» en torno a inmigrados y refugiados pasan de puntillas por los obstáculos estructurales que se les plantean en el mercado laboral español a estos colectivos. Aunque existe una minoría de empresas (especialmente cooperativas y, de forma menos usual, Pymes) que están desarrollando políticas laborales inclusivas con respecto a estos grupos, resulta imprescindible identificar problemas persistentes al momento de lograr este objetivo. Categorías como «integración», «gestión de la diversidad», «buenas prácticas laborales», entre otras, resultan categorías problemáticas en tanto no seamos capaces de situarlas en un contexto sistémico que obstruye de forma sistemática su consecución.

Se trata, pues, de partir del contexto socioeconómico actual, marcado por regularidades empíricas que de forma tendencial marginan (cuando no excluyen) a una parte significativa de la población activa extranjera. A pesar de las declaraciones en sentido contrario, las prácticas empresariales dominantes ni siquiera contemplan dentro de la «gestión de la diversidad» la inclusión laboral de estos colectivos, como si lo “diverso” se restringiera a una cuestión de género o edad y, en el mejor de los casos, a una cuestión de discapacidad u orientación e identidad sexual. Por el contrario, cabe constatar que tanto las instituciones públicas como privadas se han desentendido ante esta otra ciudadanía mermada en derechos.

Si bien algunas de esas regularidades también afectan a personas trabajadoras autóctonas, hay información suficiente para saber que ciertas dinámicas discriminatorias afectan con especial intensidad a los colectivos inmigrados y refugiados. De ahí las siguientes constataciones, sin pretensiones exhaustivas.

1) Lo primero que hay que señalar es la existencia continuada de una economía sumergida que, además de los perjuicios económicos que supone para las arcas públicas, priva a más de 4.000.000 de personas trabajadoras de buena parte de sus derechos laborales, condenándolas a una precariedad que, de manera habitual, se transforma en una práctica de sobreexplotación laboral (o explotación severa). El empleo irregular implica millones de puestos de trabajo precarizados, de los cuales cientos de miles (que oscilan entre medio y un millón) están ocupados por personas inmigradas, no necesariamente en situación irregular, afectadas también por la «especialización por género» según la cual ciertos trabajos sólo podrían ser ejercidos por mujeres u hombres de forma excluyente.

Basta pensar solamente en muchas empleadas de hogar para dimensionar la magnitud de este problema. Según los escasos datos disponibles, esta es la situación de muchísimas trabajadoras inmigradas: empleo sumergido a cambio de salarios y condiciones laborales paupérrimas, en jornadas laborales que superan con creces las 9 horas estipuladas. Es evidente que este tipo de empleo –que con cierta frecuencia plantea un régimen de semi-esclavitud- forma parte del funcionamiento económico actual. Además de ejercer una presión salarial a la baja, impide que muchas personas trabajadoras extranjeras puedan mantener su situación regular en España y, en general, acceder a los diferentes servicios públicos en igualdad de condicionesi. Por si fuera poco, las personas inmigradas y desplazadas que se emplean en la economía sumergida ni siquiera pueden acceder a una pensión jubilatoria, pensar en la conciliación laboral o disponer de derechos laborales básicos, como vacaciones, pagas extra, horas de descanso, etc. Eso hace que este colectivo esté especialmente desprotegido ante situaciones abusivas. Apenas hace falta señalar que una situación semejante no favorece la «integración» en lo más mínimo, máxime cuando el desarrollo de una actividad laboral semejante supone a menudo conflictos con los trabajadores locales por considerarse “competencia desleal”. Para mayor escarnio, aquellas trabajadoras que logran acceder a un contrato de trabajo en el sector, son discriminadas institucionalmente, estando privadas del derecho a ser beneficiarias de las prestaciones por desempleo.

2) La segunda regularidad está ligada a la segregación ocupacional que afecta de manera inequívoca a la mayoría de las personas inmigradas o refugiadas. No es ninguna novedad señalar que aproximadamente el 80 % de estos colectivos trabaja en sectores de baja cualificación, con tasas de temporalidad y precariedad comparativamente más altas que las de la población local: 8 de cada 10 inmigrantes sigue trabajando en hostelería, industria, comercio minorista, servicio a personas, agricultura y pesca y construcción. Confinados en sectores económicos intensivos y con empleo de carácter estacional, la inestabilidad laboral se transforma en períodos de alternancia entre empleo y paro dificultando seriamente la consolidación de un proyecto migratorio satisfactorio. No es azar que la tasa de pobreza también afecte más a esta categoría de trabajadores. Si hace unas décadas la idea de “trabajador pobre” parecía un oxímoron, dada esta situación de empleo precario y salarios bajos, hoy día se conjugan de forma creciente, afectando a uno de cada tres trabajadores inmigrados, en un proceso social de etnificación de la pobreza que afecta, según la EAPN, al 63,9 % del total de la población extracomunitaria, a diferencia de la tasa AROPE de la población española que es del 25,5 en el mismo añoii. No hay “integración” sociolaboral satisfactoria si se trata desigualmente a los otros, si sólo se les reservan puestos laborales considerados indeseables o si se los emplea como mano de obra barata y precaria, acorde a una visión puramente instrumentalista de las migraciones. No es superfluo preguntar qué presencia tienen estos colectivos en nuestros espacios de trabajo (incluyendo el ámbito educativo) y qué posiciones laborales ocupan. Es fácil advertir que el lugar que socialmente se les asigna a estos otros es un lugar tendencialmente subalterno o subordinado, más allá de sus capacidades o competencias técnicas y sociales. Ante esta desigualdad de trato, es previsible que las barreras que dividen población local y población inmigrada no cesen de acentuarse.

3) De forma complementaria a esta segregación, en el contexto del mercado laboral se produce un fuerte desconocimiento de la formación y educación de origen (de forma similar a la experiencia laboral de origen, que tampoco suele reconocerse por falta de acreditación o por no reconocerse las acreditaciones de los países de origen). Siguiendo a Euroestat, los niveles educativos y formativos de la población inmigrada, contrariamente a los prejuicios dominantes, es porcentualmente semejante a la de la población local. Aunque a menudo suelen plantearse las desigualdades laborales como diferencias en las cualificaciones profesionales, un análisis comparativo de cualificación desmonta esta falacia. Si la sobrecualificación profesional en España es de por sí elevada, el fenómeno de la sobrecualificación se acentúa de forma notable entre los colectivos inmigrantes. A pesar de ello, a efectos laborales, una parte significativa de trabajadores inmigrados son considerados como mano de obra no cualificada, cuando no directamente analfabeta (incluso en los servicios públicos de empleo, cuando no han logrado homologar o convalidar sus estudios o acreditar sus competencias). Si bien una parte de la población inmigrada se embarca en el “laberinto burocrático” que suponen los procesos de homologación o convalidación de títulos (dados los tiempos prolongados para gestionarlos, las tasas que implican y las dificultades operativas que suponen), es previsible que una amplia mayoría de inmigrados sin estudios superiores desista de convalidar sus estudios en España, entre otras cuestiones, por no poder reunir toda la documentación requerida, incluyendo traducciones juradas, programas de estudios con especificación de horas, contenidos desarrollados en cada materia y promedio de estudios, todos debidamente apostillados por organismos internacionales. La consecuencia más manifiesta es que una parte muy significativa de la población o bien termina re-cualificándose en el país de destino según sus previsiones de inserción (sin garantías de éxito) o bien terminan accediendo a puestos de baja cualificación, reforzando la segregación ocupacional.

4) De forma complementaria a este confinamiento, la «tasa de desempleo» de inmigrantes supera en más del 7 % la tasa de paro de trabajadores nacionales, situándose en el primer trimestre de 2017 en el 25,46%, a diferencia de la tasa de paro de nacionales que es de 17,85%iii. A pesar de que la tasa de actividad en estos colectivos es porcentualmente mayor al de la población local, el desempleo se ensaña especialmente con estos grupos. Cabe preguntarse si, además de cuestiones idiomáticas, de convalidación de títulos o de acreditación profesional, no hay aquí un claro factor discriminatorio que opera bajo la forma de una desigualdad manifiesta en el acceso y permanencia en el mercado laboral. Hay indicios suficientes para responder afirmativamente: ¿por qué hay más parados extranjeros que nacionales si los niveles formativos son similares, aunque no siempre estén acreditados de forma oficial? ¿Se sigue considerando que los trabajadores nacionales deben tener preferencia en el acceso al empleo, contrariamente a la presunta igualdad de oportunidades? Y, finalmente, ¿qué políticas de empleo específicas se están desarrollando para corregir esta situación desigual?

5) De forma similar a lo que ocurre con otros grupos, el análisis sistemático y comparativo de las condiciones laborales de los inmigrantes extracomunitarios que logran acceder a un empleo arroja resultados de mínima preocupantes: tanto en términos salariales como en acceso a puestos jerárquicos dentro de empresas y otras organizaciones (incluyendo la administración pública, ONG y asociaciones), la desigualdad es notoria y relevante. Si por una parte la calidad desigual de los empleos a los que acceden respectivamente inmigrantes y locales es clara, por otra se repiten los fenómenos que ya conocemos con respecto a los colectivos de mujeres: techo de cristal, brechas salariales, falta de promoción interna o de movilidad ascendente y serias dificultades para la conciliación (especialmente, en el caso de mujeres inmigradas monoparentales). En cualquier sentido relevante, la “integración” supone no sólo la obtención de un empleo, sino garantizar su calidad y dignidad, en igualdad de condiciones. Basándonos en diferentes informes de “Inmigración y mercado de trabajo” elaborados por el SEPE, cabe constatar que las diferencias salariales entre españoles y extranjeros se mantiene. Ya en el informe de 2011 se señalaba la “discriminación” como uno de los factores de esta desigualdad. El informe es contundente: “La participación laboral de los extranjeros nacidos fuera de España sufre de sesgos terciarios y sesgos femeninos, concentraciones en puestos de trabajo de baja cualificación y mayor especialización en ramas y categorías laborales concretas”iv.

A estas regularidades socioeconómicas hay que introducir un elemento heterogéneo pero no menos importante: la permanente producción de estereotipos y prejuicios en torno a estos colectivos, comenzando por los discursos dominantes en los medios masivos de comunicación. Sería un error suponer que esos discursos que estigmatizan a los otros no incide en la discriminación laboral. Hay que seguir recordando que la xenofobia y el racismo aparecen como refugio no sólo de grupos de ultraderecha, sino también de una parte importante de la población, expuesta a situaciones de exclusión social y a la caída de su calidad de vida. Ello crea las condiciones ideológicas propicias para que los discursos xenófobos y racistas tengan mayor calado, incluso dentro del mercado laboral. No por azar escuchamos de forma frecuente que la inmigración es una “amenaza laboral”, cuando no una amenaza para la seguridad e incluso para la “identidad europea”. La extensión del racismo y la xenofobia exige un debate público pendiente, que constituye una deuda estructural de cualquier sociedad democrática. Nada señala que esta ofensiva discriminatoria (que incluye la islamofobia, el antisemitismo o el antigitanismo) que recorre Europa vaya a detenerse en los próximos años, como no sea con un giro no sólo de las políticas públicas predominantes sino también de los discursos mediáticos hegemónicos.

La resultante de estas regularidades es una fuerte segmentación al interior de las poblaciones inmigradas y refugiadas dentro del mercado laboral. Eso significa que incluso dentro de estos colectivos se construye una jerarquía entre diferentes categorías socio-económicas. Por un lado, se favorece la movilidad geográfica de inmigrantes con tarjeta azul (ejecutivos, universitarios, profesionales con alta cualificación) y, de manera más reciente, además de los inversores, a un tipo de inmigrante de una franja de ingresos elevada (como es el caso de los compradores de viviendas de 500000 € que adquieren permiso de residencia y trabajo de larga duración o de pensionistas europeos que se instalan en España como segunda residencia). Por otro lado, se multiplican las dificultades para el paso a flujos migratorios marcados no sólo por sus carencias económicas sino también por sufrir un importante rechazo cultural.

En síntesis, el mercado laboral se caracteriza por una fuerte selectividad de inmigrantes según su posición socioeconómica (o, si se prefiere, según su poder adquisitivo) y su identidad cultural, instaurando un patrón selectivo que plantea una relación de apertura ante elites profesionales y económicas en simultáneo a la restricción de derechos que padecen especialmente trabajadores manuales y personas en situación precaria procedentes del sur.

La discriminación laboral por razones de origen o etnia, en definitiva, se hace manifiesta de diversas formas: bajo la forma de una mayor precariedad y pobreza, segregación ocupacional y especialización por género, desigualdad salarial y contractual, tasa de paro más elevada, mayor temporalidad de los contratos, falta de promoción interna y asimetría en las oportunidades laborales, entre otras cuestiones. Es evidente que semejante trato desfavorable hacia los inmigrantes extracomunitarios obstruye seriamente cualquier «integración» que se diferencie realmente de la mera asimilación. Volviendo al Informe antes citado se señala: “Apenas existen estudios que hayan determinado con rigor la discriminación que sufren los trabajadores extranjeros en el mercado laboral, pero hay indicios claros de que tal discriminación existe. Por el momento, la discriminación no ha merecido una atención especial en el proceso de inserción laboral de la población inmigrada, porque la simple legalización de tal inserción ha sido prioritaria. Ahora, sin embargo, combatir la discriminación es ya asunto inaplazable y ello demanda, en primer lugar, cierto aprendizaje para detectarla y calibrarla. La lucha contra la discriminación requiere una vigilancia específica que comienza por el acceso al trabajo, asegurando que se cumple el principio de igualdad de oportunidades y sigue con las condiciones laborales y los procesos de promoción interna en las empresas. La discriminación en algunos casos puede ser burda, pero en otros es muy sutil, y es por ello por lo que no puede ser detectada ni corregida sin mecanismos específicos establecidos a tal efecto”v. Cito este informe de 2011 porque lamentablemente esta advertencia fundamental no ha sido retomada en los informes sucesivos y, lo que es peor, ni siquiera ha dado lugar a decisiones que corrijan estas graves falencias no sólo económicas sino también sociales. Varios años después, todavía estamos esperando que deje de aplazarse este “asunto inaplazable” en el que se juega la vida de millones de personas.

En cualquier caso, sigue siendo pertinente preguntar qué políticas y medidas se están implementando a nivel público para garantizar la inclusión institucional igualitaria de estos sujetos diversos, en función de sus perfiles competenciales y no de su procedencia étnica o cultural. Queda todavía por saber si en la próxima década España afrontará de forma más efectiva esta auténtica fractura en términos de derechos o si se limitará a disimularla bajo la alfombra del empleo precario y la marginación social.

Notas

i El empleo sumergido, además de privar del acceso a las prestaciones contributivas, conlleva a menudo la pérdida de los permisos de trabajo y residencia de miles de personas inmigradas, que necesitan trabajar al menos 6 meses por año para poder renovar su documentación según la actual Ley de Extranjería. La imposibilidad de cumplir con este requisito supone el tránsito hacia una situación irregular, así como la exclusión del sistema sanitario gratuito y, con ello, el deterioro de sus condiciones materiales de vida, la dificultad para asumir sus deudas y la urgencia de trabajar en cualquier condición laboral, lo que significa seguir trabajando en la economía sumergida en condiciones penosas.

ii Según el informe de la EAPN, la mayoría de la población inmigrante extracomunitaria en 2015 ya estaba afectado por al menos uno de los tres factores que integran el AROPE: desempleo, pobreza y privación material. Semejantes informaciones, en este sentido, reafirman que la crisis económica no ha afectado de forma similar a los diferentes colectivos sino que se ha ensañado con la población inmigrada. http://www.eapn.es/estadodepobreza/ARCHIVO/documentos/Informe_AROPE_2016_Resumen_Ejecutivo.pdf

iiiVer “Nota de prensa: Encuesta de población activa. Primer trimestre de 2017”, en http://www.ine.es/daco/daco42/daco4211/epa0117.pdf, p.5.

iv Carrasco Concepción y García Carlos (2011): “Inmigración y mercado de trabajo”, p. 158, versión electrónica enhttp://extranjeros.empleo.gob.es/es/ObservatorioPermanenteInmigracion/Publicaciones/fichas/archivos/OPI_28_Inmigracion_y_Mercado_de_trabajo-Informe2011.pdf.

v Carrasco Concepción y García Carlos, op. cit., pág. 160.

 

Fuente:http://www.rebelion.org/noticia.php?id=227776&titular=ciudadan%EDas-mermadas-mercado-laboral-y-discriminaci%F3n-

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