Por: El diarios de la educación/Daniel Sánchez Caballero/28-07-2017
Carme Fernández y Juan Rodríguez son dos de las personas erigidas en punta de lanza en favor de la inclusión de personas con diversidad funcional. «La capacidad de un chico no puede condicionar los derechos humanos nunca».
Ha sido la última, pero no la única. La reciente sentencia del Tribunal Superior de Justicia de La Rioja que daba la razón a una familia para que hijo, con diversidad funcional, sea matriculado en un centro ordinario y no en uno específico, ha vuelto a poner en primer plano la batalla por la que muchas familias luchan -contra la Administración- con el fin de que sus hijos no sean derivados a centros de educación especial y puedan relacionarse con sus iguales en colegios ordinarios.
Porque en España, la ley -no contundentemente desarrollada, pero sí lo bastante clara en favor de la inclusión como principio de actuación- y los hechos no van por el mismo camino en esta materia. “La ley no se cumple”, asegura Carme Fernández, quien desde la Fundació Gerard, que fundó y dirige, se ha volcado en apoyar a las familias que deben enfrentarse a estas situaciones.
Lo corrobora Juan Rodríguez Zapatero, abogado especializado en derecho administrativo, y colaborador de Fernández y de las familias cuando los casos de estos estudiantes acaban en los juzgados como única alternativa para la resolución del conflicto. Este hecho sucede, lamentan, más a menudo de lo que sería deseable, ante la falta de alternativas para los padres.
El caso de Adrián
Sirva el caso de Adrián, el pequeño de 11 años de La Rioja al que la Consejería de Educación quería enviar a un centro de educación especial, como paradigma de lo que sucede con los menores con necesidades educativas especiales que acuden a la justicia para reivindicar un modelo inclusivo. Resumiendo mucho, Adrián empezó en un colegio ordinario, luego Educación lo pasó a una modalidad combinada irregular (que la ley no contempla) en la que alternaba este centro con uno especial. Finalmente, acabó con un diagnóstico en el que se recomendaba que pasase todo su tiempo en este último colegio, porque en uno ordinario no podría ser correctamente atendido según sus necesidades.
Sus padres, que en un principio desconocían sus derechos, recogidos en la Convención de la ONU sobre personas con discapacidad y a la que España está adherida, veían que a Adrián le iba mejor cuando se mezclaba con sus compañeros del centro ordinario. Pero chocaron con la pared burocrática de la Administración y acabaron en los tribunales, donde un juez les dio la razón: Adrián tiene derecho a acudir a un colegio no segregado. Además, la Administración no había acreditado que el pequeño solo pudiera recibir ese apoyo que requiere en un centro especial.
El caso de Adrián es el de tantos, recuerda Rodríguez. Él ha trabajado en más de una veintena de casos, casi siempre con el mismo perfil: la Consejería de Educación de turno ignora la ley, las familias pelean y acaban ganando. Ya hay al menos cinco casos, dos en Cataluña, otro en Castilla La Mancha y dos en La Rioja.
El primer problema es que el Estado no ha hecho sus deberes. “Tenía que haber acomodado la legislación nacional y autonómicas a la convención de la ONU y no lo ha hecho en diez años, más allá de pinceladas”, lamenta Fernández. “A nivel normativo, la mayoría de las leyes, estatales y autonómicas, sí hablan de la educación inclusiva, equidad, apoyo a la diversidad”, tercia Rodríguez. “Hay un reconocimiento formal a la necesidad de los ‘ajustes razonables’ que necesitan los niños en los centros ordinarios. Pero la realidad práctica no es esta. Nos encontramos una falta de atención, de sensibilidad, tanto para enviar a centros especiales como a centros ordinarios, con tratamientos discriminatorios”.
De los centros especiales a las aulas especiales
La ley establece que la inclusión debe ser la norma habitual, pero la realidad es la contraria. “Hace diez años existía un compromiso para que los centros de educación especial desaparecieran o, al menos, se transformaran”, explica Fernández. Pero no solo no ha ocurrido, sino que “se ha creado un nuevo modelo segregador: las aulas específicas dentro de los centros ordinarios”, continúa. Esto es, los alumnos están matriculados en colegios inclusivos, pero acuden a aulas específicas con otros niños con diversidad funcional, con lo que acaban igualmente segregados.
Las administraciones, cuentan Fernández y Rodríguez, creen que esto es inclusión también. “Desde nuestro punto de vista y el de la Convención, esto no es así. A la inclusión no se llega desde la segregación. Son caminos paralelos que no pueden confluir en ningún punto. Esto es una forma de perpetuar la segregación. Las aulas específicas en el fondo tiene sus raíces en los prejuicios que nos acompañan desde hace un siglo con la diversidad funcional”, argumenta Fernández, en alusión a cuando se matriculaba a los pequeños con diversidad funcional “como gesto humanitario y para tenerlos controlados”.
“Todos estos prejuicios se han instalado en el sistema de creencias de la sociedad y están en la base del modelo de segregación”, explica la activista. “La inclusión implica romper con el modelo de educación especial, es la única forma de avanzar. Esto se logra a partir de unos mínimos estándares que necesariamente implican la presencia del alumno en el entorno y, a partir de ahí, incluir. La inclusión se hace incluyendo”.
Básicamente, para la Administración es más fácil, cómodo y barato juntar a los chicos con diversidad funcional, bien en centros especiales o en aulas específicas en centros ordinarios, que proporcionar los apoyos que requerirían (un especialista Pedagogo Terapeuta, uno de Audición y Lenguaje) y meterlos en el aula normal. Pero, salvo casos muy extremos, los juzgados les vienen diciendo a las consejerías que esto tienen que demostrarlo fehacientemente y que, en la mayoría de los casos, no es así.
De centros específicos y diagnósticos clínicos
Por qué las administraciones eligen la vía del centro específico contra la ley y los precedentes legales no está claro, pero Fernández y Rodríguez se atreven con alguna opinión.
“El modelo especial genera mucho dinero para muchas personas”, lanza Fernández. “Los centros de educación especial son privados o concertados en su mayoría. Y no acaba aquí. ¿Dónde van luego? No se incorporan a la sociedad, este modelo no prepara a nadie, es mentira. Todos estos alumnos siguen en el ‘circuito de lo especial’: residencias, centros ocupaciones que funcionan como empresas donde solo trabajan personas con discapacidad con sueldos bajísimos (pero empleados, a fin de cuentas). Todo esto genera mucho dinero”, relata.
Rodríguez apoya el argumento y añade que cree que la inclusión realmente “no ha penetrado en la Administración. También falta formación del profesorado y una estrategia clara de apoyo”, afirma.
Y, por último, las familias. No las de los menores con diversidad: las otras. En ocasiones, son las primeras que presionan para que estos alumnos salgan de las clases de sus hijos. Hace no demasiado, los padres de dos colegios de Galicia y Andalucía rechazaron llevar a sus hijos a clase hasta que el colegio no expulsara a dos pequeños con diversidad funcional que, decían, ponían en riesgo la integridad física de sus pequeños.
Rodríguez ha llevado casos similares a estos. Fernández también conoce algún ejemplo y se pregunta “dónde está el papel de la escuela. En la mayoría de los casos, promueve que las familias realicen esas quejas. Muchas veces, la misma escuela filtra información que no debe y eso crea alarma social por prejuicios”, lamenta.
Rodríguez y Fernández explican que parte del problema es que la (no) inclusión se da porque se aborda el fenómeno como un problema clínico-sanitario, en función de lo que le ocurra al pequeño de turno, y no como un asunto educativo.
El caso más extremo de esto se da con un fenómeno cada vez más habitual: el diagnóstico de trastornos mentales a niños que no los tienen para justificar su ingreso en centros especiales. “Existen determinados alumnos que incomodan mucho. Son alumnos que sin tener dificultades intelectuales, sí las tienen de comportamiento y actitud. Como tienen capacidades (y vivimos en un sistema capacitista), no estaría bien visto llevarlos a un centro de educación especial. La solución entonces es abogar por que tienen trastornos mentales y encerrarlos en unidades terapéuticas”, lamenta Fernández.
La guerra por la inclusión lleva años peleándose. En los últimos tiempos, sus defensores van sumando pequeñas pero significativas victorias. “Estamos en un momento histórico en el que hay que abrir camino para que en los próximos años esto sea mucho más fácil”, opina Fernández. “La capacidad de un chico no puede condicionar los derechos humanos nunca. Estos son independientes de la capacidad: se tienen y ya”. Junto a Rodríguez, promete no parar.