Por: Andrés García Barrios
A través del abuso del Like/Me gusta, hemos creado una sociedad de personas juntas, pero no unidas. La escuela también ha seguido esta tendencia convirtiendo el diálogo en un monólogo donde todo lo diferente es expulsado.
El esplendor de comunicación que se impuso sobre el mundo entero desde mediados del siglo pasado, pronto se vio ensombrecido por un radical escepticismo. Las críticas iban en dos sentidos. La primera objetaba que, si se daba a todo mundo el derecho a hablar, es decir, si en la casa, la escuela y la comunidad se promovía un diálogo de verdad libre e igualitario, todas las autoridades perderían fuerza y como consecuencia sobrevendrían la anarquía y el libertinaje (eso se decía en los sesenta contra el movimiento hippie y las escuelas llamadas “activas”).
Por otra parte, en cuanto a los medios masivos de comunicación, se denunciaba que con ellos ocurría justo lo opuesto: no eran libres ni plurales, no eran partidarios de una expresión igualitaria ni facilitaban el intercambio democrático de las ideas: estaban supeditados a autoridades económicas y políticas, y manipulaban los contenidos conforme al interés de éstas: la comunicación de masas no era verdadera comunicación sino sólo transmisión de mensajes de forma unilateral: las únicas diferencias reales entre, por ejemplo, una televisora y otra, eran las necesarias para la competencia comercial: el espectador lo único que podía hacer era prender el aparato, cambiar de canal y apagar el aparato, pero no tenía ninguna posibilidad de participar en un verdadero diálogo.
Sin embargo, este tipo de manipulación era más profunda de lo que expresaba la mayoría de esas críticas. El problema iba más allá de sólo darle la palabra a algunos y quitársela a otros. Imponer sobre la gente la manera de pensar de los poderosos no era lo peor. Mucho más dañino (y mucho más fácil) era repetir una y otra vez sólo lo que el público quería escuchar: es decir, afirmar y reafirmar sin cesar lo que la gran mayoría de los espectadores (la masa) pensaban de sí mismos, de sus familias, de la sociedad y de la vida en general.
Las cada vez más abundantes celebridades que aparecían en la televisión, la radio o la prensa, dando consejos y emitiendo opiniones, no hablaban de sí mismas, no presentaban su verdadera forma de pensar y vivir; estaban obligadas a repetir los guiones que se les asignaban y tenían rigurosamente estipulado (en general por contrato) lo que podían decir y lo que no. Estas “personalidades” de ninguna manera se abrían al diálogo y a la confrontación con las ideas, sentimientos y valores de sus “admiradores”. Se hacían partidarias de creencias y tradiciones populares que en realidad muchas veces menospreciaban, y anunciaban con entusiasmo productos comerciales que jamás habían consumido ni consumirían.
Los medios de comunicación no mostraban un mundo distinto al que el público ya conocía: no incluían otras historias, otros dramas, otro tipo humor, otros problemas ni otras formas de entretenerse y divertirse: no les interesaba hablar de otra vida posible. En una palabra, desdeñaban todo papel educativo. Parece que es cierta la frase de un magnate de la televisión mexicana que un día exclamó: “Si la gente quiere mierda, mierda le voy a dar” (así, con esas palabras).
Al sumergirse en la red, el usuario sólo se está viendo a sí mismo.
Obviamente, al “darle por su lado” al espectador, creaban en éste la sensación de que lo estaban tomando en cuenta, y aquel devolvía el favor depositando en los medios su confianza. Así, éstos ―alumbrados por su cauda de “estrellas”― se iban convirtieron en verdaderos representantes populares (“el cuarto poder” llegó a llamárseles). El público sentía que se expresaba a través de ellos, que en ellos circulaban sus propias ideas, que en lo que los medios decían él misma aprobaba o desaprobaba las acciones de otros, y al consumir los productos que ahí publicitaban, les mostraba y reafirmaba su lealtad. En fin, cada espectador estaba convencido de que a través de los medios participaba activamente de la vida social.
Pero no era así. Esa falta de honestidad ―ingrediente sin el cual toda comunicación es una falacia― dejaba al espectador solo con sus propias ideas, creyendo que el mundo entero estaba de acuerdo con él y que su vida tenía importancia hasta para los más famosos y “ejemplares”. Pero en realidad, sólo se estaba comunicando consigo mismo; sin darse cuenta se estaba quedando solo, cada vez más.
Dicen que el peor mal es el falso bien. Para los que creemos (junto con la psicoanalista francesa Francoise Doltó) que la comunicación es la principal misión del ser humano en este planeta, pocas cosas resultan más crueles y discriminadoras que el hecho de sistemáticamente hacer creer a alguien que te importa su punto de vista cuando no es así.
Redes ¿sociales?
En el contexto de esta falsa “comunicación” mundial, la internet fue bien recibida, como si sólo ella y su red electrónica faltaran para completar la esperada unidad del mundo. El colmo del engaño (engaño a un ser que, creyendo comunicarse, sólo escucha sus propias ideas) se alcanzó con las redes sociales. En esa herramienta que supuestamente facilitaría el encuentro entre todos los habitantes del planeta, muchos vieron ―y ven aún― el mayor enemigo de lo humano en el nuevo siglo.
No exagero. En el famoso documental El dilema de las redes sociales, un verdadero ejército de excreadores de este tipo de plataformas se lanzan contra ellas para denunciarlas: se trata, revelan, de una red donde cada ser humano recibe un paquete de verdades, estímulos y satisfactores especialmente diseñados para él por un sistema poderosísimo que tiene acceso a toda su información y a información de todo el mundo (obviamente sin qué nada de esto él lo sepa). Esa red sólo le ofrece lo que le es afín, no le da nada que lo contradiga, al menos no que lo contradiga seriamente: nada que le exija cuestionarse y cambiar, nada que le comunique, nada que lo eduque en un sentido profundo.
La escuela también ha seguido esta tendencia, donde todo lo diferente es expulsado.
Al contrario, el sistema está haciendo que su estrecho mundo individual se le aparezca como la realidad entera. El usuario de redes cree que tiene acceso a una oferta universal de asuntos y que puede elegir de entre ellos, cuando en realidad le están restringiendo el menú sin decírselo. Al sumergirse en la red, sólo se está viendo a sí mismo. Y ―como ocurre siempre ante el espejo― al sentirse en esa plena confianza, se desnuda libremente, mostrándose a sí mismo tal cual (con todo lo que siente, piensa, lee, mira, desayuna o desea), cosa que el sistema agradece y utiliza para conocerlo mejor y seguir reciclando frente a él exclusivamente lo que, como decimos, le es afín. Gracias a las redes, está destinado a hablar más y más sólo consigo mismo y a convertirse en un entusiasta interlocutor de su propio eco.
¿Qué tipo de comunidad podemos crear todos esos individuos que vivimos así? Como nos explica el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, a través del abuso del Like/Me gusta y de las redes, los seres humanos hemos creado una sociedad de personas juntas, pero no unidas; una pluralidad de individuos aislados donde todos somos “yo” pero no “nosotros”.
¿Y en la escuela?
La escuela también se ha visto amenazada por esta tendencia de las redes sociales a crear parcelas personales de realidad y a convertir el diálogo en un monólogo donde todo lo diferente es expulsado. ¿No es cierto que en determinado momento los alumnos de algunas escuelas empezaron a hablar de que los maestros estaban ahí para atender a sus demandas de conocimiento? Ellos ―los estudiantes― podían elegir lo que querían aprender y los maestros debían aportárselos: “Quiero que usted me enseñe esto. Sí, yo voy a decirle lo que va a explicarme”. A partir de entonces, muchos nos seguimos preguntando si la educación escolar podría ser sustituida por una especie de autodidactismo en que cada individuo elija sólo lo que quiera aprender y que pueda hallarlo en los medios electrónicos (en un contexto así, la escuela o bien desaparecería o se convertiría en un simple proveedor de información, organizada en función de lo que cada quien requiera).
Sin embargo, a la luz de las nuevas críticas, también podemos pensar que en un tipo de “escuela” así los alumnos sólo creerían estar construyéndose a sí mismos cuando en realidad simplemente estarían adquiriendo habilidades para ser más y más parecidos a lo que el sistema espera de ellos. Para “autoexplotarse”, como dice Byung-Chul Han.
¿Podremos de verdad prescindir de un tipo ancestral de escuela donde la comunicación es entendida como un “abrirse al otro”; de una comunidad de aprendizaje donde, en el intercambio con otro, uno va más allá de su personalidad, y donde el diálogo es la forma de fortalecer la identidad individual y la unidad social? Seguiré hablando de ello en este artículo sobre la comunicación en el ritual escolar.
(Continuará)
Fuente de la información: https://observatorio.tec.mx