Defender la educación superior pública no es sólo un derecho: es un deber y una necesidad social

Por:  Eduardo Díaz de Guijarro

Este artículo, y el dossier de Huella del Sur en el que está incluido, se publicará en un momento de crisis como pocas veces se ha vivido en la Argentina, y también en el conjunto del mundo. Las desigualdades generadas por la injusticia y la irracionalidad del sistema capitalista alcanzan límites intolerables para el mantenimiento de la convivencia de la humanidad. Los gobiernos de ultraderecha se multiplican, las guerras afectan regiones enteras del mundo y el planeta se deteriora paulatinamente. Entre los trabajadores y el conjunto de los explotados y marginados predomina el desconcierto y no surgen hasta ahora luchas suficientemente fuertes como para revertir las aberraciones, las mentiras y la crueldad de una minoría privilegiada que acumula monstruosas fortunas a costa de la miseria y de la muerte de millones de seres humanos.

En ese marco, dedicar estos textos al tema de la educación superior puede parecer un lujo, meramente especulativo e intelectual, incompatible con las urgencias del momento. Pero no es así.

El educidio, componente dramático de la crisis del capitalismo

Contrariamente a lo que podría pensarse en un análisis superficial, lo que está ocurriendo con la educación superior en nuestro país y en varias otros es un fenómeno más complejo y más grave que la mera restricción de un derecho. No se trata solamente de una política coyuntural, en la que se pretende restringir el acceso a la educación a los sectores sociales de menores recursos, ni es la continuación de la ya tradicional tendencia promovida por los organismos internacionales de favorecer la enseñanza privada en detrimento de la pública. Veremos que su alcance y su significado son novedosos y graves, y expresan la crisis global del sistema capitalista.

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, critica sistemáticamente a las universidades, incluso las más prestigiosas, porque sus estudiantes se han manifestado en contra de la masacre provocada por el ejército israelí en la franja de Gaza. Pero este multimillonario enardecido no sólo detesta ver en un campus la bandera palestina, tampoco acepta que estudiantes extranjeros estudien en ellos. Lo que molesta a Trump son las instituciones de estudio y de investigación donde exista un pensamiento independiente y crítico. Él pretende gobernar su país y el mundo entero según sus propias e inapelables decisiones, privilegiando las ganancias del minoritario grupo de poseedores del dinero, de los medios de comunicación y de las armas.

Mientras tanto, el estado sionista de Israel destruye las ciudades gazatíes, provocando en lo que va de la guerra alrededor de cincuenta y cinco mil muertos. Según un informe de las Naciones Unidas, “la ofensiva de Israel en Gaza es consistente con las características de un genocidio”(Naciones Unidas, 2024). Pero, además, entre los blancos privilegiados de sus bombardeos están las escuelas y las universidades. Se intenta así destruir las tradiciones culturales palestinas y todo aquello que pueda preservarlas, incluyendo las bibliotecas y los museos. Uno de los ejemplos más dramáticos y evidentes ocurrió poco después de comenzada la guerra, el 17 de enero de 2024, cuando el ejército israelí dinamitó en forma programada el edificio de la Universidad Al-Israa.  El Relator Especial de las Naciones Unidas sobre el Derecho a una Vivienda Adecuada, Balakrishnan Rajabopal, difundió el video de la explosión y sostuvo que:

“en Gaza, un nuevo crimen internacional, el educidio o la muerte del conocimiento, debe ser agregado a la lista de crímenes bajo la ley internacional, cuando las escuelas y las universidades son sistemáticamente destruidas, con el resultado de un daño generacional de las sociedades” (citado en O´Malley y Sawahel, 2024).

La extrema derecha mundial intenta destruir la enseñanza superior no sólo en las zonas de guerra. La política del presidente argentino Javier Milei de desfinanciar las universidades públicas, asfixiar presupuestariamente todos los organismos vinculados a la investigación, disolver varios de ellos y reducir paulatinamente el poder adquisitivo de los salarios docentes hasta niveles de hambre también puede calificarse como educidio. No sólo los misiles o la dinamita destruyen las instituciones de enseñanza. La crítica sistemática, la desvalorización del trabajo científico y la asfixia económica apuntan al mismo objetivo que señaló el funcionario de las Naciones Unidas para el caso de Gaza. Lo que persiguen los gobiernos de ultraderecha es provocar “un daño generacional a las sociedades”, anular las conciencias de la mayoría de la población al eliminar o minimizar las instituciones donde es posible el desarrollo de la ciencia y del pensamiento independiente, y anestesiarlas con la catarata de mentiras, falsedades y agresiones que inundan las llamadas “redes sociales”.

Por todos estos motivos, podemos afirmar que atacar la educación superior es una de las formas más graves de poner en peligro la subsistencia misma de las sociedades humanas y del planeta en que vivimos.

Surge entonces una pregunta clave. ¿Cómo resistir esa ofensiva?

Para responderla, es necesario definir con claridad el alcance de los diversos aspectos que están en juego.

¿Para qué sirven las universidades?

Desde su aparición en occidente, hace ya ochocientos años, las universidades cumplieron un papel dual y conflictivo. Estuvieron inmersas, como todas las instituciones humanas, en la permanente lucha entre las clases sociales. Por un lado, los sectores dominantes trataron de utilizarlas para mantener su propio bienestar y su dominio sobre el resto de la población, para formular normas y leyes acordes con su conveniencia y para difundir su ideología. Pero también, por otro lado, fueron el ámbito que permitió preservar los conocimientos acumulados por las generaciones anteriores, generar nuevas ideas y desarrollar el pensamiento crítico y la creatividad. Los adelantos científicos desarrollados en las universidades, o por los universitarios en sus diversos ámbitos de actuación, permitieron conocer mejor el mundo en que vivimos, el funcionamiento del organismo humano y las características de las sociedades. Esos conocimientos pudieron aplicarse a cuestiones tan necesarias para la vida como la medicina, la construcción de viviendas, la producción de alimentos, los medios de comunicación y de transporte, y para alentar el arte y la cultura en general.

Esta característica dual estuvo presente durante toda su historia, incluso durante algunos períodos que suelen describirse enfatizando sus aspectos negativos. Durante sus primeros siglos de existencia, las universidades estuvieron controladas por la Iglesia Católica, pero, sin embargo, en los siglos XVI y XVII:

“la inmensa mayoría de los hombres que lograron destacar en la Revolución Científica […] adquirieron toda su educación superior o parte de ella en la universidad […] Las universidades y sus tradiciones intelectuales suministraron al menos una matriz para la Revolución Científica (Porter, 1999: 583 y 595).

Esto ocurrió en prácticamente todas las ramas de la ciencia de aquella época. El propio Galileo Galilei estudió y luego fue profesor en las universidades de Pisa y de Padua.

En el siglo XIX, cuando las universidades se habían estructurado alrededor de nuevos modelos pedagógicos y organizativos, adecuados al capitalismo en ascenso, ocurrió lo mismo. Mientras que, por una parte, servían para formar funcionarios para el aparato del Estado, también surgieron de sus aulas grandes avances de las ciencias básicas, de la medicina y de diversas ramas de la tecnología. Por otra parte, intelectuales que jugaron un papel fundamental en el desarrollo de las nuevas ideas económicas, filosóficas y políticas se formaron inicialmente en las universidades de los estados burgueses. La Universidad de Berlín fue uno de los centros intelectuales de Europa durante el siglo XIX. Allí fue profesor Georg Hegel y allí se formó Carlos Marx en leyes y filosofía y obtuvo su doctorado en la Universidad de Jena.

El carácter dual de las universidades y de las instituciones culturales y científicas es una constante de la historia. Baste agregar que Marx escribió “El capital” basándose en sus exhaustivos estudios en la Biblioteca Británica de Londres, ubicada nada menos que en el país donde se había iniciado la Revolución Industrial y que era, en ese momento, la principal potencia capitalista del mundo.

Es innegable que, en las sociedades donde, bajo diferentes formas, existieron clases sociales en conflicto, los beneficios del conocimiento generado en las universidades y por los universitarios estuvieron y están mal distribuidos. Tanto en el feudalismo como en el capitalismo, sólo una minoría goza de enormes privilegios, a los que la mayoría no puede acceder. En el presente de nuestro país y en el conjunto del mundo esto es desgraciadamente así. Pero la experiencia histórica muestra que los conocimientos y las tecnologías avanzadas existen, que son un enorme tesoro acumulado durante siglos, en permanente crecimiento y desarrollo, y que pueden ser utilizadas para el beneficio de la humanidad. Constituyen una herramienta fundamental para lograr que, una vez que se logre reemplazar el capitalismo por un sistema que no esté dominado por el dios dinero, los seres humanos podamos no sólo subsistir, sino vivir plenamente, y para que el planeta no sea destruido por el uso irracional de los recursos naturales.

La educación superior como derecho humano universal

y como deber del Estado

Las primeras demandas que suelen aparecer al considerar las políticas sobre la educación superior pública son las posibilidades de acceso y permanencia y el financiamiento estatal.

En el caso argentino, si bien estos aspectos han sido siempre problemáticos, desde que Javier Milei asumió el gobierno, a fines de 2023, se transformaron en extremadamente graves. Las universidades públicas fueron paulatinamente desfinanciadas, poniendo en riesgo su existencia misma. Las grandes movilizaciones de 2024 permitieron obtener un ínfimo refuerzo para los llamados gastos de funcionamiento, pero los sueldos docentes continuaron devaluándose y los investigadores carecieron de fondos para continuar sus trabajos. La intención de la ultraderecha es que sean las universidades privadas las que concentren la actividad de docencia e investigación, mientras las públicas, para subsistir, se ven obligadas a semi privatizarse, buscando apoyos financieros empresariales. Esos apoyos, en forma de convenios o donaciones, invariablemente condicionan los contenidos de la investigación y la orientación de las carreras, privilegian las tecnológicas en detrimento de las sociales y ubican las universidades dentro de las llamadas leyes del mercado. Tanto la orientación empresarial como la estrechez presupuestaria limitan el derecho a la educación superior pública y gratuita a muchos miles de jóvenes de familias trabajadoras, que aspiran a obtener un título universitario.

Sin embargo, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por las Naciones Unidas en 1948 y reiterada posteriormente en innumerables convenciones y pactos internacionales, establece en su artículo 26 que la educación es un derecho humano universal y que el acceso al nivel superior sólo deberá depender de los méritos personales. El artículo 27 afirma que también es un derecho la posibilidad de participar en los beneficios del progreso científico. Nuestro país ha sido firmante de esas declaraciones de principios, hoy violadas.

Además, Argentina ha sido vanguardia en el planteo de que la educación superior no debe ser elitista ni dogmática, que debe desarrollar el pensamiento independiente y volcarse hacia el servicio del conjunto de la sociedad. Estos conceptos forman parte de nuestra tradición desde principios del siglo XX, cuando la Reforma Universitaria de Córdoba planteó en 1918 las bases para una concepción social y democrática de la educación superior.

Los que usualmente son llamados derechos humanos no se reducen al derecho a la libertad individual, a no ser encarcelado, torturado o asesinado por dictaduras. Incluyen también el derecho a una vida digna, a la salud, a la alimentación, a la vivienda y a la educación en todos sus niveles.

No sólo en la Argentina, sino en todos los lugares donde su peso se acrecentó en los últimos años, la ultraderecha sostiene equívocamente que defiende “la libertad”. Pero le da al concepto de libertad el sentido de que cada persona, como individuo, es libre de hacer lo que quiera o lo que pueda La sociedad desaparece como comunidad y queda reducida a un conjunto de individuos que compiten entre sí. El Estado no asume ninguna responsabilidad sobre el bien común. Cínicamente, desde luego, se reserva el poder de asegurar las ganancias de los multimillonarios y de reprimir por la fuerza todo intento de resistencia popular.

Como consecuencia de la anulación de sus responsabilidades sobre el bienestar social, el gobierno limita o elimina totalmente, según los casos, la participación estatal en la educación, en la salud e incluso en las obras públicas.

Esta política lleva a un nivel extremo la tendencia mundial impulsada por el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio, ya existente desde las últimas décadas del siglo XX, de introducir en las universidades un modelo de organización y de financiamiento empresariales. Con una irracionalidad absoluta y una actitud casi demencial, los gobernantes de la extrema derecha y los multimillonarios que acumularon fortunas desmesuradas, que exceden toda dimensión imaginable, no comprenden, o quizá no les importa, que están poniendo en riesgo la existencia misma de la vida sobre la Tierra.

Ya en 1848, en el Manifiesto Comunista, Marx y Engels partieron de describir la enorme potencialidad del sistema capitalista, comparado con el feudal, en cuanto a los desarrollos industriales y los avances científicos que estaba posibilitando. Sin embargo, con un lúcido criterio premonitorio, advirtieron que su avance y globalización descontrolados conducirían a la humanidad a una crisis creciente. Y expresaron esta idea con una frase digna de ser recordada:

“Toda esta sociedad burguesa moderna, que ha hecho surgir como por encanto tan potentes medios de producción y de cambio, se asemeja al mago que ya no es capaz de dominar las potencias infernales que ha desencadenado con sus conjuros” (Marx y Engels, 1848).

Entre los bienes que el capitalismo en ascenso produjo durante los siglos XIX y XX se incluyen las universidades, los institutos de investigación, las bibliotecas y los museos. Esos mismos bienes que ahora, en su delirio apocalíptico, están destruyendo o intentando destruir.

La reacción frente a esta catástrofe existe, aunque es necesario reforzarla.

En 2008, la Conferencia Regional de Educación Superior, en la que se reunieron delegados de universidades de toda Latinoamérica, resolvió pronunciarse en defensa no sólo del derecho individual a la educación, sino también agregando expresamente que ese derecho debe ser garantizado por el Estado. Es su deber hacerlo:

“La Educación Superior es un bien público social, un derecho humano y universal y un deber del Estado. Ésta es la convicción y la base para el papel estratégico que debe jugar en los procesos de desarrollo sustentable de los países de la región” (CRES, 2008).

En 2018, una nueva Conferencia Regional reiteró estos conceptos y los amplió, incluyendo también la gratuidad de la educación superior como deber de los Estados.

La responsabilidad de las universidades y de los universitarios

Las declaraciones y movilizaciones en defensa de la educación pública, muchas veces acompañadas o formando parte de grandes luchas populares, permitieron a lo largo de la historia grandes conquistas democráticas. Gracias a ellas, hoy es posible poner al menos un freno al desaforado avance de la ultraderecha. Sin embargo, cuando las luchas se centran en la defensa del derecho a la educación, a las posibilidades individuales de acceder a ella y al deber del Estado de financiarla, tienen también una limitación.

En nuestro país, suele invocarse que la gratuidad de las universidades públicas facilita el acceso a estudiantes de familias trabajadoras, posibilitando su ascenso social o su acceso a trabajos bien remunerados o de mayor prestigio. Se trata indudablemente de derechos individuales justos, como también lo son el natural anhelo humano de adquirir conocimientos sobre la naturaleza y la sociedad o de acceder a las expresiones artísticas o culturales en general.

Sin embargo, el objetivo de la enseñanza superior no es meramente el beneficio personal de cada individuo para adquirir conocimientos y habilidades en las aulas o en los laboratorios, que lo habiliten como persona a una vida mejor en el futuro. El estudiante recibe durante sus estudios un cúmulo de conocimientos que, al graduarse, le otorgan la posibilidad de investigar en alguna de las ciencias básicas, de conocer cómo funcionan la economía y las relaciones sociales, de cuidar el medio ambiente, de prevenir enfermedades o de curar enfermos, de construir viviendas o de diseñar maquinarias, fábricas o medios de transporte y comunicaciones. Al egresar de la universidad pasa a ocupar puestos de trabajo que, en todos los casos, implican una gran responsabilidad social. No se trata de una cuestión meramente individual. El graduado adquiere una parte de esos valiosos conocimientos que la humanidad ha ido acumulando a lo largo de su historia, pasa a ser un protagonista fundamental del sector que tiene en sus manos la posibilidad de volcar esos conocimientos no para su provecho personal sino para el beneficio de la comunidad.

Los graduados universitarios tienen un compromiso con la sociedad toda, más aún cuando el sistema público de enseñanza ha sido financiado con los impuestos colectivos.

Este concepto es clave para comprender cuál es realmente el papel social de las universidades y cuál es el deber social que tienen frente a la sociedad. Para que las luchas por la educación superior adquieran un sentido pleno y superador, los reclamos al Estado para que financie y sostenga las universidades no deben concebirse con el mezquino objetivo de que quienes accedan a las mismas se incorporen como nuevos miembros de una elite privilegiada. La historia ha demostrado sobradamente que los conocimientos elaborados por las sucesivas generaciones tienen el enorme potencial de mejorar la vida humana en todos sus aspectos. Un objetivo que se logrará únicamente si esas luchas se emparentan con las del conjunto de los trabajadores y explotados, para reemplazar el sistema capitalista por otro que elimine las injusticias y las desigualdades.

Mientras los millones de trabajadores, explotados y postergados, protagonizarán indudablemente las grandes luchas que posibilitarán los futuros cambios sociales, en la actual etapa y en el futuro próximo, los universitarios tendrán un papel irremplazable. Serán quienes encuentren formas más justas de organizar las relaciones económicas y políticas entre las personas y entre las naciones, serán quienes puedan transformar la concepción de la medicina, que hoy está dominada por el negocio de los grandes laboratorios farmacéuticos y de los prestadores de servicios médicos, para transformarla radicalmente, logrando no sólo que existan más y mejores hospitales públicos, sino también que haya menos enfermos, mediante el énfasis que debe ponerse en la prevención y en garantizar mejores condiciones de alimentación, de vivienda y de higiene ambiental. Y habrá arquitectos que diseñan viviendas dignas para millones, en lugar de torres de lujo para los millonarios y los famosos de la farándula. Y habrá abogados que defiendan verdaderamente la justicia e ingenieros que diseñen y hagan funcionar fábricas concebidas racionalmente y no con el objetivo de generar ganancias a sus dueños. Y científicos que investigarán los enigmas básicos de la naturaleza y de la sociedad, base imprescindible para todo desarrollo futuro de una humanidad libre y solidaria.

Esto implica que los universitarios no sólo tenemos derechos. También tenemos deberes.

Los estudiantes reformistas de 1918 incorporaron esta idea del compromiso social a los programas de las centrales estudiantiles a lo largo de décadas, tanto en la Argentina como en otros países de Latinoamérica. También fue un factor clave de los planes educativos de las grandes revoluciones sociales del siglo XX, que pudieron aplicarlo con suerte dispar, pero que sirvió como ejemplo de cómo la educación puede y debe insertarse en un programa global para el desarrollo humano pleno.

Conclusión: la educación superior es una necesidad social

Por todo lo dicho, reiteramos la afirmación contenida en el título de este artículo. La educación superior no es sólo un derecho humano elemental de todos los individuos, que debe ser garantizado por el Estado. También es una necesidad de la sociedad, que requiere de instituciones y de personas capaces de preservar y utilizar el enorme caudal de conocimientos, que fueron desarrollados por la humanidad a lo largo de su historia, enriquecerlos con su pensamiento creador y aplicarlos para el bienestar humano.

Durante este difícil período histórico que atraviesa nuestro país y el resto del mundo, el papel de las universidades y de los universitarios debe ser rescatado como uno de los factores imprescindibles para construir un futuro mejor. Los universitarios no sólo deberán persistir en las luchas defensivas, frenando la destrucción que se siembra desde las altas esferas del poder, sino que deben ser conscientes de su enorme responsabilidad social. No estamos peleando por obtener una beca o unos pesos más para alcanzar un título. Estamos peleando por una sociedad mejor. Estamos peleando, junto con el resto de los trabajadores y de los sectores explotados, para que los seres humanos puedan vivir plenamente, gozando de todo lo que la historia produjo en cuanto a ciencia y tecnologías, cuyos futuros desarrollos y sus futuras aplicaciones dependerán de nosotros, los universitarios de hoy, y de los que sigan nuestros pasos en el futuro, como parte de una sociedad solidaria y verdaderamente humana.

Referencias

CRES (2008): Declaración de la Conferencia Regional de la Educación Superior en América Latina y el Caribe 2008, IESALC, UNESCO.

Marx, Karl, y Engels, Friedrich (1848): Manifiesto Comunista; la cita fue tomada de la edición en castellano de Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2018.

Naciones Unidas (2024): La ofensiva de Israel en Gaza es consistente con un genocidio, dice comité de derechos humanos; Noticias ONU; Mirada global Historias humanas; recuperado el 21/6/2025 de https://news.un.org/es/story/2024/11/1534306

O´Malley, Brendan, y Sawahel, Wagdy (2024): Can higher education in Gaza survive Israel´s war on Hamas, University World News, 28 January.

Porter, Roy (1999): La Revolución Científica y las universidades, en Hilde de Ridder Symoens (Ed.), Historia de la universidad en Europa, Volumen 2, Las universidades en la Europa moderna temprana (1500 – 1800), Bilbao, Universidad del País Vasco.

*Este artículo forma parte del Dossier: “La Universidad Pública en la encrucijada. Mercantilización, resistencias y alternativas”

Defender la educación superior pública no es sólo un derecho: es un deber y una necesidad social

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