Rah Pahtib es más bajito que otros niños de su edad. Tiene 11 años, una mirada inteligente y una lengua rápida. Es más bajito, pero tiene ya el aplomo suficiente para explicar de carrerilla, sin trabarse, cómo ha creado su primer videojuego. Le ha ayudado un compañero, pero la idea es toda suya, insiste. Solo ha necesitado una pantalla, un cable USB, unas pinzas de contacto, un controlador y dos plátanos. Eso y que lleva más de cuatro años aprendiendo a programar. El juego, que ha bautizado como Pump , consiste en impedir que una bolita toque el suelo moviendo una plataforma que se desplaza hacia los lados cuando el jugador aprieta alguna de las frutas. ¿Por qué ha utilizado plátanos como controladores? «Porque es mucho más divertido», responde con un mohín que muestra la obviedad de la pregunta.
Un alumno probando Pump, el videojuego creado por su compañero en un colegio público de Singapur. B. G.
No es el alumno aventajado de la clase. Todos sus compañeros de curso, 340 en total en esta escuela pública del país, han desarrollado un proyecto tecnológico este año. Lo hicieron el anterior y lo harán al siguiente. La programación es una materia troncal en la educación de Singapur . Los niños aprenden desde que tienen tres años, y entran en las escuelas preescolares, a desarrollar el «computational thinking «. A los seis, cuando llegan a los colegios de primaria, están listos para empezar con Scratch, una plataforma desarrollada por el MIT (Instituto Tecnológico de Massachussets) para empezar a aprender a programar. Primero, la versión Junior y a los 10, la versión adulta. El resultado es que un aula del colegio de primaria Fuhua Primary School parece una clase de bienvenida a esta prestigiosa universidad estadounidense. Drones volando, pianos tecnológicos en el suelo, circuitos con 40 ratones de ordenador que se mueven solos… y todo manejado, creado y controlado por niños de 10 y 12 años.
Esta escuela, situada en una zona residencial al oeste de Singapur, es un colegio normal. Ni siquiera le hace destacar el deslucido título de Smart School que tiene colocado en la puerta. No necesita grandes fuegos artificiales fuera para demostrar algo que se ve nada más entrar dentro. Hay 3.000 niños en este edificio labertíntico, colorido, de paredes de hormigón. Todos usan tabletas, todos programan, todos se han cansado de ver robots, impresoras 3D, drones. Esta formación es parte del programa Code@SG, desarrollado por el Gobierno de Singapur, que llega a 110.000 alumnos de entre seis y 12 años.
Sin recursos naturales, este país de cinco millones de habitantes, que ocupa poco más de 700 kilómetros cuadrados, tiene muy claro cuál es su materia prima: su gente, el talento de sus habitantes. En su proyecto de convertirse en el primer país inteligente del mundo , en el que la tecnología sea el principio y el fin, la educación adquiere un papel esencial. Alguien va a tener que dirigir, que desarrollar esta revolución digital; alguien tiene que heredar el legado tecnológico que está iniciándose. Necesitan jóvenes que sepan programar drones, videojuegos, circuitos, aplicaciones, robots… «Es la diferencia entre un país que consume tecnología y un país que crea tecnología», explican fuentes del Gobierno. La tecnología tiene un valor tan vital, tan estratégico para Singapur —una ciudad-Estado rodeada de países que lo multiplican decenas de veces en tamaño— que el Gobierno se lo está inculcando ya a las nuevas generaciones.
Jugar con robots desde los tres años
Para conseguirlo empiezan desde el principio, desde las escuelas infantiles. El proyecto, llamado Playmaker , empezó hace dos años, está instaurado en 160 escuelas e incluye ya a 10.000 alumnos de entre tres y seis años, según las cifras oficiales. El objetivo del Gobierno es que los niños empiecen a desarrollar desde pequeños el pensamiento computacional, es decir, que comiencen de forma natural a razonar también en clave tecnológica. Para lograrlo no utilizan tabletas, sino juguetes programables y robotizados.
No vale cualquier juguete. «Teníamos una lista de 10 y tuvimos que descartar cuatro porque no les gustaban. Por ejemplo, teníamos unos cubos tecnológicos que los niños no entendían su sentido, así que preferían jugar con los de madera de toda la vida. Entonces, esos cubos, aunque sean más inteligentes, van fuera», explica el exministro de educación y actual director del grupo de innovación educativa, Adrian Lim.
La Yuhua PCF, al oeste de Singapur, fue una de las primeras escuelas piloto que aplicó este programa. Situada en un área de viviendas de protección oficial, los altos bloques de hormigón coloreado custodian esta pequeña escuela infantil. Es obligatorio quitarse los zapatos, desinfectarse las manos y tomarse la temperatura antes de entrar a las aulas. En cada una de ellas, hay una docena de niños emocionados ante la visita de extranjeros. «¡Miradlos, son muchos!», dice una pequeña mientras se lanza a parlotear en inglés. Está jugando con Beebot y tres compañeras. Se saben de memoria el mecanismo: tienes que programar a esta abeja robotizada para que llegue a un punto determinado. Las risas resuenan. No importa que se consiga o no el objetivo. «Es el juguete favorito de cada la clase», explica la profesora de los niños.
Otros juegan con Kibo, un aparato con sensores y lectores que lee las instrucciones de varios cubos de madera: ir hacia delante, girar, bailar, parar… Kon Iha Hons, de cuatro años, es más tímido que su compañera, pero se atreve a contarnos que Kibo es el que más le gusta porque «puede hacer tantas cosas que no se acaba nunca». En una mesa más allá, varios compañeros están creando circuitos con stickers . El negativo va con el positivo y si has puesto bien el orden se encenderá la bombilla del final, explican las dos profesoras que se reparten entre todos los proyectos. «Les encantan estos juguetes. Les enseñan que programar es un juego y no un castigo. Pero solo están media hora con ellos cada día… También tienen que pintar y colorear», explica Marie, una de ellas.
«La tecnología es solo una herramienta para potenciar su creatividad. Queremos que sepan que son capaces de crear y de desarrollar nuevas ideas», apunta Lim a EL PAÍS, diario invitado por su departamento, el IDA (Infocomm Development Authority). Todo forma parte de una cadena de montaje. El exministro de educación lo reconoce: «Necesitamos construir ciudadanos inteligentes, preparar a los niños para nuestra nación inteligente».
«Pruébalo, pruébalo, prueba el juego, a ver si te gusta». Pide emocionado Rah Pahtib, cuya familia de origen indio hace ya muchos años que se instaló en Singapur. Después de haber pasado muchas horas eligiendo y colocando los códigos correctos de su videojuego, ahora le sale el orgullo. Después de situar el conector de aluminio en la muñeca, solo una instrucción: «Si mantienes pulsado el plátano, la plataforma no deja de moverse. Pero ten cuidado, la bola va cada vez más deprisa». Con los minutos el juego se vuelve tan complicado que sorprende pensar que el artífice no supere el metro treinta de estatura. «Es que lo hemos creado para que sea cada vez más difícil y también… más divertido», dice con una sonrisa en la que todavía está saliendo algún diente. Rah Pahtib es más bajito que los niños de su edad, tiene 11 años y es la prueba de que programar sí es cosa de niños.