Por. Luis Montero Cabrera
La necesidad de conocer lo nuevo es uno de los ingredientes más notables de la conciencia humana. La propia supervivencia de una especie como la nuestra ha basado su progreso en este mundo sobre la base de adaptarlo a sus necesidades. Los que no se interesaban por conocer lo nuevo que les permitiera vivir, o vivían peor o no vivían para reproducirse.
Lo que llamamos ciencia en la contemporaneidad es precisamente la forma sistémica de conocer lo nuevo a nivel tanto individual como social. La ciencia moderna ha ido creando y sigue perfeccionando métodos para que las verdades encontradas sean verificables por todos y por lo tanto sean patrimonio de todos.
Sin embargo, aunque el conocimiento humano no tiene límites intrínsecos pues nadie puede impedir que algo cognoscible se conozca, la utilización de esos conocimientos tiene que tenerlos, sobre todo a nivel social. Las sociedades modernas se basan en leyes que impiden el daño a otros. Las culturas occidentales tienen códigos de ética compartidos: honrarás a tus padres, respetarás tu pareja, no matarás, no robarás, no calumniarás ni mentirás, no codiciarás lo de otros, son parte de los mandamientos bíblicos de Moisés, adoptados de facto por casi toda la humanidad, creyente o no. Significan una base esencial de convivencia civil. Por ello nadie debe usar algo que conoce para dañar a otro o a la sociedad. Y esa pudiera ser una base simple de la ética científica. Pero esta ética tiene peculiaridades. El robo de saberes, la envidia de la sabiduría de otros, datos inciertos reportados como comprobados, al daño a otros basado en competencias, le son problemas más atinentes.
La historia tiene pasajes ilustrativos. Se cuenta que un monje italiano que se hizo llamar Giordano Bruno expuso ideas acerca del cosmos basadas en los postulados de Copérnico y que eso le costó la vida por la intolerancia de sus coetáneos a lo nuevo. Muchos lo consideran como un mártir de la libertad de las ideas científicas y por ello tiene un monumento en la Plaza Nabona de Roma, donde mismo fue quemado vivo en el año 1600 DC.
Un episodio interesante ocurrió en nuestra Patria. Carlos J. Finlay publicó en Anales de la Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de la Habana, 18 : 147-169 un artículo aparecido en 1882 titulado “El mosquito hipotéticamente considerado como agente trasmisor de la fiebre amarilla”. Este artículo fue traducido en colaboración con el propio Finlay y apareció en ingles en New Orleans Medical and Surgical Journal, 9 : 601-616, en el propio año. El asunto fue incluso planteado por Finlay en la Conferencia Sanitaria Internacional que tuvo lugar en Washington, DC, en 1881. Sin embargo, en el año 1929 se emite una “Medalla de Oro del Congreso” de los EEUU para un grupo nominal de personas “en especial reconocimiento al alto servicio público rendido y por las afecciones contraídas en el interés de la humanidad y la ciencia como sujetos voluntarios para las experimentaciones durante investigaciones de la fiebre amarilla en Cuba”. En 1956 y 1958 se adicionaron sendos nuevos nombres a esa lista. Pero en la lista sigue sin aparecer el de Finlay, el protagonista principal comprobado de uno de los descubrimientos biológicos de mayor trascendencia del siglo XIX. Por cierto, este hecho tiene muchos aspectos interesantes que bien podrían motivar nuevos comentarios ulteriores, aunque lo tomemos aquí solo para ejemplificar un caso lamentable de afrenta a la ética científica.
Más recientemente en el siglo XX, un oportunista de la ciencia llamado Trofim Lisenko, en la antigua URSS, llegó a ser nombrado en un cargo burocrático tan extraño hoy en día en la ciencia como “director de genética” de la Academia de Ciencias de la URSS. ¡Como si alguien pudiera decidir lo que es bueno y malo en la genética aparte de los conocimientos que puede aportar la ciencia y la investigación de todos! Su influencia en la ciencia soviética fue enorme y la imposición de sus puntos de vista personales hizo que ese inmenso país, lleno de brillantes inteligencias, en general ignorara o calificara como idealistas o antidoctrinarios algunos descubrimientos universales tan importantes como el del ADN en 1953. Sus polémicas acerca del conocimiento científico, desde el poder, llevaron a que un colega tan serio y prestigioso como Nikolai Vavilov fuera arrestado en 1940 y condenado a muerte en 1941. Su pena fue conmutada por la de prisión, pero murió en ella en 1943, en difíciles condiciones. Más tarde la memoria de Vavilov fue rescatada en la propia Unión Soviética y su nombre lo ostenta hoy un importante centro de investigaciones ruso. El irrespeto por la ética y la ignorancia de los propios principios filosóficos que decían promover algunos hicieron que un experimento social formidable, como pudo ser la URSS, se manchara irremediablemente en el campo del saber donde debió ser campeona y ejemplo.
Tomemos el caso de la ciencia más contemporánea. La ingeniería genética ha logrado intervenir con toda conciencia en la información que trasmite una célula reproductiva para la generación de un nuevo ser vivo. Esto le permite potencialmente al ser humano crear individuos, animales o vegetales, cuyos genes no son todos producto de sus progenitores ni de sus propias mutaciones casuales. Es la ilusión de la novela de Frankenstein hecha realidad pero sobre bases absolutamente posibles y conscientes. Se está usando para muchos propósitos en beneficio de la humanidad. Por supuesto que también puede usarse en perjuicio, como casi cualquier conocimiento nuevo y su aplicación. Lo que impide que nos dañemos es la ética científica, nuestras leyes escritas o no que proscriben el uso del saber para afectarnos negativamente de cualquier forma. Lo incorrecto es ignorar o perseguir el saber, y menos por sospechas de que pueda ser perjudicial.
Existen hoy prácticas agrícolas para promover la producción más conveniente que se basan en la biotecnología. Ya hemos comentado como más de un centenar de personas cuyo aval científico es el de haber obtenido un premio Nobel emitieron un documento apoyando cultivos transgénicos no comerciales frente a posiciones contrarias de algunas organizaciones que argumentan la defensa a ultranza del medio ambiente. Se trata de defender el nuevo saber, con ética, frente a posiciones irreflexivas que se edifican sobre ideas conservadoras e intransigentes. Es de toda justicia rechazar el uso del conocimiento para mentir, engañar, y robar al ignorante inocente, en lugar de instruirlo y ayudarlo a que las nuevas tecnologías formen parte de su cultura y también de sus tradiciones. Pero escontra natura de la condición humana rechazar el conocimiento, por nuevo y riesgoso que sea. Lo racional es apropiarse de él lo más profundamente posible para evitar fallos éticos irreparables. La historia así lo enseña.
Fuente: http://www.cubadebate.cu/opinion/2016/09/04/la-ciencia-y-la-etica/#.V80ATlvhDIU
Imagen: www.observatoriobioetica.org/wp-content/uploads/2013/12/Some-lights-and-shadows-in-assisted-reproduction..jpg