Por: José María Gómez Vallejo
En el campo de refugiados de Calais, una localidad al norte de Francia, un grupo de voluntarios ha construido varias escuelas para enseñar idiomas a los miles de migrantes que allí residen. «Esta escuela es importante para mí. Si quiero estar en Francia, tengo que aprender francés», dice Faisal, uno de los muchos refugiados que acude a las clases.
Existen miles de personas que, como Faisal, llegan a Calais con la intención de cruzar hasta Reino Unido, quedarse en Francia o buscar asilo en algún otro país que les quiera acoger. Llegan en barcas desde distintos lugares de África y Oriente Próximo. Cada día, el número de migrantes que decide marchar hasta este campamento es mayor y ya supera las 10 mil personas, según distintas organizaciones humanitarias.
La iniciativa surge desde el mismo campamento, cuando Zimako Jones, un migrante nigeriano que llegó en 2014, conoció a Virginie Tiberghien, una logopeda que hacía voluntariado en el lugar y a quien le propuso dar clases para ayudar a los demás refugiados. Ambos inauguraron la primera escuela en 2015. «Comenzamos porque aquí no había escuelas. Queríamos ayudar y unir a la gente», explica Virginie. «Me gusta enseñar interactuando, con juegos, corriendo, riendo, hablando… no sentados en la silla y simplemente mirando y escuchando. La vida aquí es muy dura y creo que reír es algo muy bueno para ellos», dice Michael, director de una compañía de teatro en París, que viaja a la escuela cada dos semanas.
Pero la labor de los voluntarios no se limita a dar clases de idiomas, también ofrecen ayuda psicológica y terapéutica, ofrecen una mano amiga para que se sientan comprendidos. Como Anneliese Coury, que es la coordinadora del proyecto de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Calais: «Atendemos a mucha gente con problemas psíquicos, con síntomas de depresión, relacionados con el hecho de irse de su país, con un gran sentimiento de inseguridad». «Aquí les ofrecemos un espacio seguro».
La situación es trágica para los refugiados, ya que viven en una constante amenaza de desalojo. A veces la tensión deriva en revueltas que son reprimidas por la policía con cañones de agua y gases lacrimógenos. Pero ni los intentos de desmantelamiento del campo ni el aumento de los controles en las fronteras han conseguido disminuir las llegadas, y mucho menos han acabado con la esperanza de cientos de personas que acuden a las escuelas para aprender los idiomas de los países que, esperan, sean su nuevo hogar.