Carlos Magro
“Si el dentro es el espacio de la estructura, el afuera lo es del acontecimiento”, dice Manuel Delgado en Elogio del afuera (Sociedades movedizas. p. 29. Anagrama, 2007). Frente al dentro, entendido como el espacio de la seguridad y la estabilidad (entrar es ponerse a salvo) y donde casi siempre tenemos claro nuestro rol (madre-hija, profesor-alumno, ciudadano-estado), Delgado nos invita a abrir las puertas y activar la posibilidades del cambio, a devenir otra cosa y establecer otras relaciones. “Si el adentro constituye la regla (lo que somos); el afuera es lo excepcional (lo que podemos ser). Expandirnos hacia el afuera es negociar el conflicto entre lo que somos y lo que podemos ser.” (Rubén Díaz. Zemos98). Frente al espacio concreto, previsible y acotado que encarna el interior, el exterior se extiende en todas direcciones y representa la incertidumbre, la ambivalencia y la extrañeza. Es el territorio de lo excluido, de lo que se ha dejado fuera, de lo que ha sido rechazado o no ha sido considerado como algo relevante. De todo aquello que ha sido expulsado de la seguridad del recinto cerrado.
Pero el afuera representa también la promesa de la desorganización. Es el reino de las sensaciones y las experiencias. De lo desconocido. De los encuentros fortuitos y la serendipia. Es “el imperio infinito de las escapatorias y las deserciones, de los encuentros casuales y de las posibilidades de emancipación” (Manuel Delgado. Sociedades movedizas. p. 29. Anagrama. 2007). Es el territorio de la automotivación, del interés personal, de la curiosidad y la experimentación. De los aprendizajes no planeados y autodirigidos (Cristóbal Cobo. La innovación pendiente). Es el espacio sin normas y sin forma. Es el terreno de lo informal.
Uno de los grandes retos de la educación escolar siempre ha sido la necesidad de incorporar el contexto, lo que queda fuera de las aulas, lo que sucede más allá del reciento escolar, lo que no está ordenado ni entra en el curriculum, lo informal. A la escuela siempre la hemos reclamado más relación con la vida y la hemos criticado por ser demasiado abstracta y superficial en relación con la educación extraescolar mucho más vital, profunda y real. Mucho más vinculada con los intereses de los alumnos.
Abrir la escuela y salir al barrio, al museo, al campo, expandir, en definitiva, la educación ha sido una constante de todos los movimientos reformistas del siglo XX. Para Dewey, la escuela no debía ser una preparación para la vida sino un espacio de vida. “Exageramos el valor de la instrucción escolar, comparada con la que se gana en el curso ordinario de la vida. Debemos, sin embargo, rectificar esta exageración, no despreciando la instrucción escolar, sino examinando aquella extensa y más eficiente educación provista por el curso ordinario de los sucesos, para iluminar los mejores procedimientos de enseñanza dentro de las paredes de la escuela”. “Todos hemos aprendido la mayor parte de lo que sabemos fuera de la escuela,” decía Ivan Illich. Freinet, por su parte, criticó insistentemente la separación entre escuela y vida y pidió recuperar los “métodos naturales”, el aprendizaje por “ensayo y error”, el “tanteo experimental”.
La disparidad entre los sistemas educativos y la sociedad, la separación entre la escuela y la vida alcanzó un punto crítico a finales de la década de los 60, precisamente cuando se acuñaron varios términos hoy muy populares (Sociedad del aprendizaje, Sociedad de la información, Sociedad del conocimiento) que hacían referencia a un nuevo tipo de sociedad caracterizada por la información y el conocimiento y en la que la adquisición de éste ya no estaría confinada al interior de las instituciones educativas, donde el aprendizaje no estaría limitado a un espacio concreto, ni limitado en el tiempo. Una sociedad en la que el aprendizaje debería ocurrir en cualquier lugar y en cualquier momento y donde el conocimiento sería ubicuo y abundante (The received wisdom).
En 1968, P. H. Coombs conceptualizó esta separación entre el aprendizaje que sucedía dentro de las aulas y el que tenía lugar fuera recurriendo a los términos de educación formal, no-formal e informal. Una conceptualización que a pesar de cariz negativo -lo formal, lo que no es formal y lo que directamente no tiene forma (informal)- tuvo tanto éxito que, aún hoy, seguimos utilizando.
Para Coombs, la educación no-formal y la informal nos permitían dar cuenta del amplísimo y heterogéneo abanico de procesos educativos no escolares o situados al margen del sistema de enseñanza reglada que ese momento, con la expansión de los medios de comunicación, se estaban generalizando. Es de sobra conocido aquello que escribió McLuhan en 1960: “Hoy en nuestras ciudades, la mayor parte de la enseñanza tiene lugar fuera de la escuela. La cantidad de información comunicada por la prensa, las revistas, las películas, la televisión y la radio, exceden en gran medida a la cantidad de información comunicada por la instrucción y los textos en la escuela”.
Desde entonces, casi paradójicamente, hemos vivido un proceso imparable de expansión de la institución escolar (también de las llamadas educación no formal e informal). En las últimas décadas, la escuela no ha hecho más que expandirse. Hemos creído que responder a las demandas de la sociedad consistía en introducir más contenidos, prolongar las jornadas escolares, alargar los tiempos de escolarización. Hemos visto como un conjunto significativo de asuntos relacionados tradicionalmente con la acción de Estado (el desempleo, la salud,…) o con otras estructuras sociales como la familia han sido considerados como problemas de aprendizaje y por tanto incorporados a la escuela, normalmente en forma de asignaturas y contenidos. Hemos creído que aprender era progresar dentro de un currículum determinado, durante un periodo de tiempo establecido y un solo lugar, equiparando así, casi sin cuestionamiento, aprendizaje con educación y educación con escolarización. Y hemos creído que la calidad de este sistema pasaba por aumentar el control sobre las escuelas y los maestros, homogeneizar los curriculums y estandarizar los aprendizajes. El resultado ha sido una escuela hiperregulada, presionada, sobrecargada, sobrerresponsabilizada y altamente desmotivada.
Al mismo tiempo, hemos experimentado un proceso de escolarización de todos los ámbitos de la vida. O como algunos han denominado un proceso de pedagogización de la sociedad (Beillerot. La sociedad pedagógica. 1982) o de educacionalización de la vida, situando la educación como solución de los principales problemas referentes a la justicia social, la convivencia cultural y el orden político (Jon Igelmo sobre Marc Depaepe).
El resultado es que no solo no hemos resuelto la tradicional desvinculación entre escuela y vida sino que, en cierta manera, la hemos agravado al escolarizar ámbitos del aprendizaje y de la vida como el juego, los hobbies, el ocio, la familia, el trabajo o los deportes, que tradicionalmente habían estado separados de la escuela. Lejos de explorar y experimentar nuevas formas de hacer, la educación informal y en mayor medida aún la no-formal han replicado e imitado, en gran parte, las formas de hacer y de organización de la “escuela tradicional”. Hemos estandarizado y burocratizado también lo que sucede fuera de la escuela. Hemos tratado de dar forma a lo informal y disciplinar la vida.
Pero la vida no está organizada por disciplinas. La vida encaja difícilmente dentro de un curriculum, más aún si éste es rígido y está muy compartimentado. No parece que la solución pase por disciplinar lo que sucede más allá de la Escuela para incorporarlo al aula. Si realmente creemos que es necesario tener un curriculum trabajemos entonces para que éste sea más flexible y multidisciplinar, reconozca la multiplicidad de los saberes y promueva la mezcla.
Podemos tratar de disminuir la presión sobre la escuela (y, por tanto, sobre la educación) aumentando su volumen pero a la larga se volverá a llenar y aumentará de nuevo la presión. Parece mejor idea, sin duda, abrir ventanas y puertas y sustituir las rígidas paredes que delimitan las aulas o los centros escolares por membranas móviles y porosas (muy en la línea de las Open Schools de los años 60).
No se trata, como sostiene César Coll, “de cargar la educación formal con una nueva responsabilidad, sino de ubicar su acción en el marco más amplio de las trayectorias individuales de aprendizaje de los alumnos, es decir, de tomar estas trayectorias como punto de partida y como objeto de la acción educativa.” Necesitamos ampliar el sistema educativo, hacerlo más poroso, más sensible. No podemos seguir asumiendo que lo que ocurre dentro y fuera del aula sean dos entornos diferentes, separados y aislados entre sí. Necesitamos más educación, pero una educación expandida y abierta.
Necesitamos una escuela sin tabiques. Una educación que “no fabrique fronteras estrictas entre el dentro y el afuera, entre lo formal y lo informal o entre los expertos acreditados y los expertos en experiencia” (Antonio Lafuente y Tíscar Lara). Necesitamos asumir “la ubicuidad del aprendizaje y la falta de demarcación nítida entre los diferentes espacios físicos e institucionales en los que tiene lugar el aprendizaje” (César Coll). Aceptar que el aprendizaje no tiene costuras (seamless learning), que las personas experimentamos una continuidad en nuestro aprendizaje al margen de los lugares, situaciones, tiempos y contextos institucionales en los que aprendemos. Necesitamos aceptar que el aprendizaje se produce, y se producirá cada vez más, a lo largo y a lo ancho de la vida.
No nos sobra educación y no nos sobran escuelas. Necesitamos más educación y más escuela pero desde la comprensión de que no es lo mismo educación que escolarización, como no es lo mismo aprendizaje que educación. Reconociendo que hay mucho aprendizaje y educación fuera de la escuela. Como también hay mucha vida dentro de la escuela. Necesitamos nuevos “espacios donde abrir preguntas que realmente importen y compartir saberes que verdaderamente nos afecten” (Marina Garcés). Tampoco nos sobran maestros (al contrario) sino que nos faltan muchos actores (Lafuente y Lara). Necesitamos una educación expandida.
La educación expandida “es expectorante y está conformada por todas esas actividades que tratan de aprovechar los recursos del entorno para hacer la educación más divertida, más artesanal, más abierta, más informal y más participativa” (Antonio Lafuente y Tíscar Lara). “Educación expandida, es, por tanto, educación abierta y educación colaborativa.” (Marina Garcés)
Expandir la educación no es lo mismo que educacionalizar la vida. Expandimos la educación cada vez que salimos fuera del centro escolar pero también cuando dejamos entrar a otros actores. Expandimos la educación cuando el alumno es el centro y motor del aprendizaje. Expandimos la educación cada vez que trabajamos por proyectos, atravesando y mezclando las disciplinas, las aulas, los niveles, los alumnos. Más aún sin esos proyectos sirven a la comunidad (aprendizaje servicio) y resuelven problemas o necesidades reales de nuestra comunidad. Expandimos la educación cuando conseguimos que responda al interés personal, la curiosidad, la experimentación y el deseo de actualización permanente. También, porque no, cuando aprovechamos las oportunidades, recursos e instrumentos que nos ofrecen las tecnologías para aprender. Ya hay muchos maestros/as y profesores/as expandiendo la educación.
Una educación expandida es una educación abierta pero con raíces, vinculada al territorio y vinculante. Ocupada y preocupada no solo por lo que pasa sino también por lo que nos pasa. En una educación expandida aprendemos que “vivir es aprender a vivir colectivamente” (Marina Garcés). En una educación expandida aprendemos no solo cómo vivir mejor sino también de la misma manera que vivimos. En una educación expandida aprendemos como vivimos.
Fuente del articulo: https://carlosmagro.wordpress.com/2017/01/30/la-vida-no-esta-organizada-en-disciplinas/
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