Conocimiento rentable

Por: El País

La rentabilidad de la educación, entendiendo el término rentabilidad en su sentido más amplio, tiene aproximaciones que se entrecruzan y se oponen entre sí. La rentabilidad máxima y prioritaria de la educación está en que forma (o debe formar) personas con capacidad crítica, dispuestas a tener un criterio propio y preparadas para defenderlo. Desde esta aproximación, las enseñanzas en filosofía, historia, matemáticas y literatura son imprescindibles. Para la producción nacional, la educación es esencial porque contribuye a mejorar (en connivencia con el aparato productivo) el valor añadido y, a la postre, la riqueza del Estado. Cada euro invertido en educación puede transformarse en excedente y en PIB. Para el empresario, la educación debería mejorar los procesos de producción y para el asalariado tendría que elevar su situación económica y social. Pero todo lo anterior, que es cierto en mundos ordenados según criterios de mérito y de valor añadido transparente, se desmorona bruscamente en universos económicos y sociales que cristalizan de forma diferente. Como el actual.

Hoy, la educación ya no es el factor decisivo en el ascenso social. Durante buena parte del siglo XX lo fue en Europa. Las familias con rentas más bajas centraban sus esfuerzos, a veces sobrehumanos, en la educación de uno de sus hijos, con el objetivo manifiesto de que, Universidad mediante, llegara a brillar en profesiones de gran prestigio comunitario: médicos, arquitectos, ingenieros… Hoy la escala del ascenso mediante la educación ha sido total o parcialmente retirada. Los más escépticos suponen que la acumulación de riqueza y de posición se puede conseguir, incluso a pesar de un eventual analfabetismo, a través de la especulación financiera o el acceso a las ramas más pragmáticas de la política. No es necesario dar nombres. La formación educativa desemboca fatalmente (en especial desde 2007) en el paro, en el subempleo o en la emigración. Las consecuencias son devastadoras. En primer lugar, porque inhiben el interés en la formación superior; y después porque se destruye la esperanza en la equiparación. Cuando se disparan las lamentaciones sobre el aumento de la desigualdad se suele olvidar que uno de los factores de inequidad social es precisamente el bloqueo de la educación superior como factor de aumento de rentas y de posición.

El pronóstico sobre la educación es grave, aunque reversible. El crecimiento potencial es heterogéneo

—muchas regiones del planeta todavía tienen una gran capacidad de crecimiento, porque desgraciadamente están atrasadas en la alfabetización— y el negocio adyacente a la educación (sobre todo el que se refiere a la digitalización) también tiene capacidad de progresión. Sin embargo, el problema de fondo que tiene que resolver el sistema educativo (un servicio público, un bien esencial del Estado conectado a un mercado laboral) es el de mantener la identidad prioritaria (formar personas con capacidad crítica y de relación social) al mismo tiempo que recupera el impulso de promoción laboral.

En el caso de España, es difícil (quizá imposible, visto desde la perspectiva de hoy) instar ese debate, llegar a un diagnóstico y favorecer un acuerdo político que mantenga las políticas educativas necesarias para afrontar los próximos 25 años. Y es difícil porque los agentes políticos implicados no son capaces de abandonar las posiciones maniqueas (formación humanista-formación tecnológica), o la pelea en las cumbres del pensamiento entre humanismo y pragmatismo educativo. No es por ahí. En términos puestos a ras de tierra, resulta que existen sociedades avanzadas donde las presidencias de los consejos de administración están ocupadas por ingenieros o personas cuyo acceso al mercado de trabajo vino a través de la formación profesional. Y esas personas son capaces de identificar la batalla de Hastings o tener una posición sobre el debate entre Schmitt y Kelsen en torno a los guardianes de la Constitución.

Fuente: http://economia.elpais.com/economia/2017/02/10/actualidad/1486746007_563467.html

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