Por Facundo Ferreiros
El jueves pasado fui a dar mi clase de Historia Social y Política de la Educación al profesorado de Inicial muy afectado por la reciente noticia del 2×1. Luego de saludar y “desensillar”, les dije a las estudiantes que estaba muy triste y enojado a la vez. Que supieran comprender si estaba particularmente sensible. Que de todos modos esperaba dar la clase que había planificado.
Una de las estudiantes, no recuerdo cómo, me dice que ella no estaba de acuerdo con lo que hacían “los de los derechos humanos”, porque ellos estaban de acuerdo con los derechos de los presos y con los jueces garantistas que liberaban violadores como el que había asesinado a Micaela.
Como una especie de identificación histérica freudiana, otras estudiantes se sumaron: “que encima de violar cobran sueldo en la cárcel”, “que los mantenemos con nuestra plata”, “que te violan pero después tienen derecho a vivir dignamente”, “que sus familias reciben subsidios y que hasta pueden estudiar en la cárcel”, “que tienen más derechos los que roban que los que son robados”, “que los que cobran planes no quieren laburar”…
En el momento advertí, por un lado, cómo se había conformado una gramática que asociaba significantes como “violador”, “garantismo”, “derechos humanos”. Parecía que la teoría de los dos demonios se había reactualizado, donde ya no eran los guerrilleros, sino los defensores de los derechos humanos “los del otro bando”. Por otro lado, advertí que bajo el influjo de esa gramática era coherente que estuvieran en contra de los organismos de derechos humanos, porque sus subjetividades, como las de muchísimas mujeres que viven en este tiempo y este espacio, están configuradas en el terror: temen por sus vidas en cada momento en el que salen solas por la calle, temen que les roben y temen que las violen. Se sienten frágiles y vulnerables. Y lo están. Y por eso no es casual que algunos medios de comunicación hayan logrado permear tan fuertemente con esta gramática absurda: apelaron a la vulnerabilidad de las mujeres para pegarle abajo a los organismos de derechos humanos.
Traté casi en vano desarmar algunas ideas, planteando que la libertad del femicida de Micaela no era problema del “mal llamado garantismo”, sino de una red de corrupción y complicidad patriarcal de jueces, políticos, policías y delincuentes. Que los que habían estado en las calles exigiendo la aparición con vida de Micaela habían sido los organismos de derechos humanos, y que también peleaban por los derechos de los presos, porque que no gocen del derecho a la libertad (quizás el más importante de los derechos, sepan disculpar mi referencia ácrata), no quiere decir que deban estar recluidos en condiciones inhumanas, y que en las cárceles la mayoría de los presos no son violadores ni asesinos peligrosos, sino jóvenes pobres sin condena. Todos estos esfuerzos eran insustanciales, porque la gramática descripta apela a un terror primario, irracional, casi genético, en donde ya no importan ni los argumentos, ni los datos.
En especial me llamó la atención una estudiante. Ella era la más ferviente defensora de la teoría de los dos demonios. Y si se descuidaba, hasta se le podía escapar alguna que otra loa hacia los genocidas. Le pregunté su nombre y tardó en decirlo. Dudaba. Me contó temía que la tomara de punto. Le dije que no era esa clase de docente, que simplemente quería saber su nombre. Me lo dijo. Y también me dijo que había sufrido por expresar sus ideas en esa institución, que hasta habían hecho una reunión de junta de rectorado para definir su futuro por haberla acusado de violar los valores éticos descriptos en el ideario. Y que sus posturas podrían, una vez egresada, manchar el buen nombre de la institución. Sentía que era perseguida por sus ideas y que no tenía libertad para expresarse, aunque “se hicieran los democráticos”. Que le habían bajado notas en materias y que la tenían de punto muchos docentes. Me dijo que había elegido no hablar más, porque todo esto le había pasado por decir que “había que poner una bomba en las villas”. Y que ella pensaba así.
Yo me preguntaba qué confianza habrá sentido conmigo quien, en tan pocas clases e intuyendo que no avalaría sus dichos, se animó sin embargo a expresar sus ideas y su sensación de “perseguida política”. Le comenté que ella se estaba formando profesionalmente para desempeñar un rol en la sociedad, y que esa sociedad nos pide que eduquemos en los valores de la democracia y que no podemos, aun cuando lo pensemos, ir en contra de eso. Que una docente no puede reivindicar el terrorismo de estado ni justificarlo, y que tampoco puede incitar a la violencia, al racismo y la discriminación social. Y que no estaba bueno criminalizar la pobreza. También le dije que el terrorismo fue un plan sistemático y que nada justificaba el secuestro ilegal, la tortura, las violaciones, la sustracción de bebes y el robo de identidad. Y que todo eso hoy es entendido desde la jurisprudencia como crímenes de lesa humanidad y que constituye un genocidio, figura que es castigada con la pena de reclusión perpetua en cárcel común para sus responsables.
La hora de irnos estaba llegando. El tema de la educación en las colonias no tuvo lugar. Hubo otra prioridad. Planificar es tomar decisiones. Y yo tomé la mía. Ese día no se podía hablar de las colonias, había que hablar de todo esto que había salido. Yo las escuchaba y me sentía cada vez más lejos de creer que venceríamos, que los genocidas seguirían recluidos en cárceles comunes.
Me fui aturdido de esa clase, no sin antes decirles que cada uno enuncia la historia desde un lugar de enunciamiento que es teórico, ético-político, y epistémico. Y que en temas de historia reciente era fundamental reconstruir la memoria histórica, rastrearnos en la historia de nuestros viejos, de nuestros abuelos. Que había seguramente muchas tensiones y contradicciones, que en todas las familias tenemos un peronista y un milico. Les dije que mi viejo había sido montonero. Y que siempre me dice que yo nací de milagro y que mis hermanos no son hijos de desaparecidos de milagro. Y les dije que mi vida, como cada vida, es un condensado de experiencias que están atravesados por esa historia que es de los argentinos, que es familiar, y que está inscripta en mi cuerpo, en los tejidos que componen la memoria.
Me subí al auto y comencé a manejar. Era tarde y estaba muy cansado. Triste y cansado. Casi ya ni estaba enojado. Sentía un cansancio existencial como decía Freire. Como cada vez que vuelvo del profesorado, pasé por un restaurant armenio y recordé que el apellido de la estudiante, la que se sentía perseguida por sus expresiones, terminaba en “ian”. Guardé el secreto hasta la semana siguiente.
Hoy, una semana después, volvimos a vernos. Después de la marcha de ayer. Después de León Gieco cantando “La Memoria” en un estacionamiento como dedicatoria a las madres y abuelas porque no pudo llegar al escenario de la marea de pañuelos blancos que había. Yo sabía que me quedaba una sola bala y que podía fallar. Pero arriesgué y tiré.
Al terminar la clase, llamé a la estudiante con apellido armenio por su nombre y le dije: “Dígame su apellido”. Se rio pensando que le volvía a hacer el juego de la semana pasada en la que le preguntaba su nombre para “tomarla de punto”. Me dijo: “Azarbakian”. “Usted sabe”, le dije sin tutearla para simular una relación distante, con humor, “que ese apellido es armenio”. Asintió. “Imagino que sabrá por qué sus abuelos vinieron a Argentina”. “Si”, expresó mientras comenzaba a imaginar algo de lo que le diría.
“Bien”, le dije, “¿se imagina usted diciéndole a su abuelo que el genocidio armenio fue una guerra entre dos bandos?”
“¡Me mata!”, se ríe nerviosa.
Salimos del aula y seguimos conversando. Hablamos de que en el caso de los armenios había sido el imperio otomano y que en el caso de los nazis, había sido un presidente democráticamente electo quien había cometido un genocidio contra sus propios conciudadanos judíos, afrodescendientes, gitanos. Me contó que antes no le interesaba toda esa historia de su familia, pero que después de ver “El niño con pijama a rayas”, le cambió su manera de verla. Que había llorado por la película.
Entonces le pedí que no respondiera a la pregunta que iba a hacerle, pero que se la llevara para pensarla tranquila y en soledad. La miré con mis ojos desnudos buscando sinceridad en su mirada y le dije: “si te conmovió el niño de la película, ¿no te conmueve acaso aún más ese bebé que nació en cautiverio del vientre de una madre que lo deseó, le cantó y lo arrulló con su andar, y que fue extraído violentamente de esas manos que tanto habían deseado tocarlo, para luego robarle su verdadera identidad?» Abrí la puerta y nos despedimos en silencio.
Todo está guardado en la memoria.
Fuente: articulo enviado por su autor a la redacción de OVE
Imagen tomada de: http://www.telesurtv.net/__export/1494019128169/sites/telesur/img/news/2017/05/05/590a0d3c71c51_750x500.jpg_1718483347.jpg