La reforma de la educación básica y media ha sido el tema central del hacer y decir del gobierno. Es normal que haya acaparado el espacio en todos los foros y medios: por su importancia, sin duda, y en relación directamente proporcional a los desatinos de los aprendices que se consideran redentores de la patria escolar.
El nivel superior, entonces, ha pasado inadvertido durante 5 años, aunque no del todo: el 9 de mayo, el maestro Jorge Valls, secretario general ejecutivo de la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior (ANUIES), publicó en estas páginas una reflexión sobre la profesión docente. “El docente —armó— es el pilar fundamental de la formación de los estudiantes, para ‘darles’ la mejor preparación académica y una formación integral que les permita ser mejores ciudadanos, en el entendido que el desarrollo profesional del docente ‘sustenta’ el buen desarrollo del estudiante”.
Además de esta lamentable definición que concibe al profesor como el actor que da, prepara, forma y sustenta a ese otro, el estudiante, pasivo, ignorante, carente, urgido de muletas que lo sostengan, dio a conocer cifras oficiales sobre los académicos en las instituciones de educación superior del país.
En 1960, había 10 mil profesores universitarios. Valls, con datos del ciclo 2015-2016, arma que ya son, casi, 400 mil. Si 56 años después contamos con 390 mil académicos adicionales, una división arroja que han sido necesarias, como promedio anual, 6 mil 840 contrataciones. No es poca cosa: equivale a incorporar a 19 personas cada día, incluyendo sábados, domingos y fiestas de guardar. Cabían antes en el Auditorio Nacional; hoy repletarían cinco veces el Estadio Azteca renovado.
De esa magnitud ha sido la incorporación del personal académico que, de acuerdo a otra noción de docencia, con base en el conocimiento que tienen, han de ser capaces de generar, junto a los estudiantes, relaciones, estrategias y ambientes de aprendizaje que permitan, justo en y por ese vínculo, avanzar en el conocimiento de todos, sin excluir a los propios docentes: el que “enseña”, dice el sabio, aprende dos veces. Sólo 24% tienen tiempo completo (96 mil) y contratados por horas-pizarrón hay 300 mil, que se encargan de 50% de los cursos, sobre todos los iniciales.
Muchos son trabajadores a destajo que, al acumular clases a la semana, se convierten en docentes de tiempo repleto. Otros, profesionistas con empleo en mercados alternos, dan alguna clase sin que lo que perciben sea la base del ingreso familiar.
45% tiene una antigüedad en el ocio de cuatro años o menos. Si se distingue por régimen, público o privado, en el sector de escuelas particulares son 6 de cada 10 los que tienen poca antigüedad, lo que indica una mayor rotación asociada a peores condiciones laborales.
La otra mitad concentra a una buena parte en edades cercanas a la jubilación que, en general, los desbarranca económicamente. Seguirán ahí hasta que el cuerpo aguante. Para ser docentes, lo que se les ha pedido es un certificado de estudios: que conste que sepan. ¿Y saber enseñar, o mejor, ser diestros en la creación de ambientes de aprendizaje? Eso es fácil, cualquiera lo puede hacer.
Craso error: en la educación superior mexicana tenemos, además de la planta académica estratificada, una falla pedagógica común. En pocas palabras: para la docencia, los profesores de la educación superior somos, y hemos sido, improvisados. Nos urge aprender de, y con, los colegas especialistas, ellos sí, en el ocio docente. ¿Una profesora de primaria, normalista, acompañando a un doctor para que aprenda a organizar sus clases? Sería genial, pero hay un problema: implica pensar en lo que viene siendo una reforma educativa en serio, y, lástima, eso sí que no se lo maneja este gobierno.
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