Por: Gabriel Mª Otalora.
Descubrí mi amor por la enseñanza por esas cosas que tiene la vida, cuando el destino profesional de pronto le hace a uno ver y sentir las excelencias de posibilitar experiencias más allá de ofrecer información. Si el objetivo educativo se reduce a comprender y memorizar “lo que hay”, sin cuestionar las mejores alternativas de pensamiento y acción, el hecho de aprender no sería otra cosa que adquirir procedimientos y técnicas para sobrevivir en el medio social. Es la diferencia entre “aprender” como el acto de memorizar, instruirse en algo pasivamente hasta alcanzar nuevos niveles de conocimiento, pero no siempre con éxito; la razón es que el nuevo nivel al que he llegado, no lo he hecho mío, solo lo he incorporado. Y “aprehender”, en el sentido de capturar o hacer mía una realidad como una nueva construcción que tiene sentido para mí y la interiorizo de forma activa logrando que el resultado llegue a ser parte de mí.
Soy consciente de que educación es un mundo complejo y difícil, por eso no quiero decir a otros lo que tiene que hacer al compartir mis reflexiones, que bastante tienen. Por aquél entonces, yo leía al inconformista Henry Giroux, uno de los fundadores de la pedagogía comprometida norteamericana que proponía una combinación de teoría y práctica encaminada a la transformación social en beneficio de los más débiles. Lo interesante de Giroux es la denuncia del modelo de alumno como una “vasija vacía” que hubiese que rellenar con contenidos rentables aunque alejados de la realidad social. Lo que trataba de evitar era que salgan de la escuela “trabajadores sumisos, consumidores expectantes y ciudadanos pasivos”. Este enfoque suyo considerando a la educación con el deber de adquirir un compromiso con la justicia y la equidad me vino muy bien entonces, y también después, porque educar excede con mucho del trabajo clásico en el aula.
Sus aportaciones a la práctica educativa priman lo ético ya desde el lenguaje a utilizar por los profesores. Esto es algo que hicieron pionero los jesuitas hace algunos siglos además de conseguir la primera educación interclasista en las aulas. Es importante una educación comprometida y no neutral que conciba la escuela (o cualquier educación) como Giroux, el lugar de encuentro idóneo y estratégico para tratar asuntos sociales que conciernen a la colectividad de la que forma parte. Las escuelas, a su manera de ver, las entiende como lugares donde avanzar en el fomento de los valores públicos, en contraposición al consumismo, la brutal competitividad y el individualismo americano. Cosas de rojos irredentos, dirán algunos, pero que tienen un sustento clarísimo en trabajar la libertad humana, que es lo contrario a cualquier totalitarismo.
Ante la ofensiva neoliberal al rebufo de la globalización, muchos profesionales desencantados de la educación han interiorizado que poco se puede hacer ante el empuje de la educación al servicio de un nuevo utilitarismo. Sin embargo, Giroux se muestra beligerante con el conformismo, el desencanto, el inmovilismo claudicante del “no se puede hacer nada” y con la desazón pesimista del presente. Está convencido de que se puede (re)establecer la interdependencia entre cultura, educación, ética, democracia y la crítica constructiva. Su propuesta pasa por el desarrollo de un pensamiento crítico que supere el inmovilismo que tanto desazona y frustra, impulsando acciones educativas transformadoras con orientaciones más justas en la práctica, especialmente con los menos favorecidos del multiculturalismo presente en las aulas, también en las nuestras.
Ciertamente lo norteamericano nos queda lejos, y no es precisamente bueno todo lo que exportan, pero eso no quita que personas como Giroux insuflen lucidez y esperanza proponiendo el revolcón en algunas concepciones mentales y valores que son cada vez más urgentes en nuestra sociedad y en la educación en general.
Al calor de estas reflexiones veraniegas, recuerdo lo que me fastidió (pero con jota) la propuesta de la LOMCE que contemplaba la supresión de Ética, materia común de 4º ESO. Además, la Historia de la filosofía dejaba de ser una materia común en 2º de Bachillerato. Todavía no entiendo que la ética se quede como una “asignatura espejo” (tal y como la denominó el ministro Wert). No deben limitarla a ser un mero reflejo para los que no optan por la religión católica, entre otras cosas porque la base religiosa cristiana contiene a la ética. Una ética racional y laica es la esencia de un pensamiento crítico y universalista que da sentido a una sociedad tolerante y plural, porque enseña a convivir a ciudadanos de diferentes creencias integrando sin discriminar la religión o sus ideas políticas. No tiene ningún sentido impartir una ética exclusivamente para ateos, musulmanes o judíos, que segregue a la sociedad entre quienes priorizan las creencias y los que anteponen las ideas. La estrategia de segregación es un semillero de conflictos futuros. En mi opinión, reflexionar en clave educativa sobre ambas es necesario y no resta; ambas son necesarias y compatibles.
A partir de aquí, el objetivo esencial del verdadero aprendizaje pasa porque el educando aprenda a descubrir. En este sentido adquiere una gran importancia el trabajo encaminado a colmar el derecho a una educación que enseñe a reflexionar, crítica y racionalmente, sobre el mundo en el que vive, como se hace en las clases eficaces de ética. Con todo lo anterior quiero señalar que la elección entre religión y ética (“Valores éticos”) responde a una falsa disyuntiva, puramente ideológica, como reconoció en su día el propio ministro Wert, desvirtuando así el sentido de la filosofía moral y demostrando que el meollo humanista del asunto le importaba un pito berenjeno.
La ética, como la realidad religiosa para una persona cristiana como yo, o con cualquier otra sensibilidad, debe ser algo más que una mera percepción subjetiva donde uno busca refugio o confesión. Su pretensión es convertirse en saber dialogado cuya experiencia oriente al aprendizaje de ser libres de verdad; es decir, a ser comprometidos y responsables. Sin la ética como elemento educativo primario, corremos el riesgo de no conocer la esencia del ser humano y de pasar por alto el entorno más próximo, lo que en el tiempo posmoderno se llama indiferencia. En una época de crisis en que la ciudadanía se distancia de la política al percibir que el poder económico le ha arrebatado su soberanía, el lugar educativo de la ética, la filosofía y la religión -y en general de aquellas materias que aportan creatividad y reflexión- resultan esenciales para posicionarse con acierto en la realidad.
Ya que el sujeto educativo, adulto o joven, no puede sentir demasiado interés en lo que no sabe, lo primero en la tarea de enseñar es hacerlo con el corazón; esto ayudará a lograr un “aprehendizaje” fructífero en ambas direcciones: alumno y maestro: en casa, en la escuela, en la universidad o en la empresa. Un trabajo que implica el enfrentamiento de lo nuevo y lo viejo, no para destruirlo sino para hacer de éste algo más potente y constructivo. Una batalla entre lo que uno es capaz de hacer y las limitaciones que le impone el descubrimiento paulatino que no acaba nunca en forma de estímulo hacia la curiosidad por crecer honestamente.
Se puede opinar sin parar de la educación y del aprendizaje. Y todavía más del el rol arduo del educador y su responsabilidad en esta sociedad tan utilitarista. Difícil sería ponerse de acuerdo acerca de cuál sería la mejor manera de hacerlo. Pero resulta esencial el trabajo de la fundamentación espiritual de la educación -incluido el fomento de la llamada inteligencia espiritual-, con la ética como protagonista, que posibilite criterios y conductas solidarias, maduras. Amueblando el corazón, sin duda que hacemos más rentable el resultado de amueblar el cerebro.
Fuente: http://www.noticiasdegipuzkoa.com/2017/08/17/opinion/tribuna-abierta/ensenar-descubrir-amar
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