Por: Rodolfo Bueno
Este genial poeta, cantante, compositor y actor de cine y teatro, tal vez el intelectual de mayor relieve e influencia en la cultura de la moderna Rusia, hubiera cumplido 80 años el pasado 25 de enero. Oír y cantar sus canciones fue, y tal vez lo sea hasta ahora para los habitantes de ese gigantesco país, una de las principales actividades culturales. A pesar de que sólo, y muy de vez en cuando, se vendía un pequeño disco con pocas de sus tonadas, Vissotsky fue el evangelio sonoro de un pueblo enardecido que defendía sus derechos a expresarse. Jamás poeta alguno tuvo el privilegio de emitir un mensaje que fuese aceptado y comprendido en tal magnitud; él encarnaba lo incomprensible del alma rusa para un occidental.
En la década de los sesenta, el Estado no boicoteaba pero tampoco promovía la producción artística de este cantautor; sin embargo, la gente tenía una gran variedad de cintas con su ronca, sonora y agradable, aunque no melodiosa voz. El país se deleitaba y se embebía de sus canciones, en las que se relataba sobre la verídica vida que bullía en los subsuelos del socialismo, lo que la sociedad conocía al dedillo y el arte oficial se empecinaba en negar. Su crítica, directa e indirecta, era clara para una persona de mediana inteligencia, y a pesar de que no gozaba de la aprobación oficial, con el tiempo se volvió un ser intocable.
Vissotsky actuaba en el Teatro Taganka, tan apreciado que era más fácil conseguir entradas al Teatro Bolshoy que a sus espectáculos. Allí protagonizó a Hamlet, considerada la mejor interpretación de este personaje de Shakespeare, y a Galileo en la obra homónima de Bertolt Brecht. Previo a sus presentaciones, aparecía fuera del escenario ante sus admiradores y, al son de la guitarra, interpretaba sus últimas creaciones; el público las grababa, y al día siguiente todo el país las reproducía y su popularidad crecía como la espuma.
En 1967 se enamoró de Marina Vlady, afamada actriz francesa de ascendencia rusa, con la que contrajo matrimonio en 1969; este amor apasionado inspiró muchas de sus mejores creaciones. Luego de su prematura muerte, a los 42 años de edad, por un infarto, Marina se dedicó a la publicación de sus obras completas, que fueron recogidas en una veintena de discos de larga duración.
Su cuerpo fue velado en el Teatro Taganka y enterrado en Moscú en el cementerio Vagánkovskoye. Más de un millón de moscovitas asistieron a su funeral y hasta años después era imposible acercarse a su sepultura porque miles de sus admiradores formaban una abigarrada barrera que lo dificultaba. El ramo de flores que uno pretendía depositar en su tumba debía ser pasado de persona a persona para cumplir con este deseo. Vissotsky recibió el reconocimiento póstumo de Artista Meritorio de la Unión Soviética y hasta ahora es muy popular.
El cantautor se expresaba con fino humor, profundidad y belleza, tocaba las más sensibles fibras del sentir de los soviéticos, que lo bailaban en sus reuniones sociales, se reían de su irónico mensaje y hasta lloraban en ocasiones. Los intelectuales lo captaban con sagacidad, creían entender más allá de sus palabras, y aun los altos burócratas del Estado lo oían como un gran esparcimiento. Sus canciones eran el alma viva de un pueblo soñador, que cuenta con cientos de magníficos e incógnitos trovadores, y en ese entonces, como hasta ahora, amaba la poesía y se embelesaba recitándola. Sin duda, Vissotsky representó de manera veraz a su pueblo, y este es el porqué después de su muerte sigue siendo el poeta más apreciado y su aguerrida voz continúa aún sonando. Fueron las baladas de este trovador las que, a la postre, derrumbaron las taras de esa sociedad y eliminaron las arcaicas estructuras del socialismo soviético. El fenómeno artístico que lo caracterizó no fue el único, pero sí el más notable y estuvo enmarcado en el ocaso de una época conocida con el nombre de zastoi, que los rusos resumieron en las siguientes palabras: Queda prohibido lo que está permitido.
Durante el zastoi, algunas obras literarias, canciones, espectáculos, películas y obras plásticas fueron eliminadas de la luz pública. Por primera vez en la historia, el desarrollo cultural de toda una nación ocurrió de una manera, por decir lo menos, estrambótica. Esto significó, entre otras cosas, que el gran público no leyera Zhivago, de Pasternak, publicado sólo en el extranjero, y que a Tarkovsky, el director de cine preferido por Bergman, no le proyectaran sus películas. Las fotocopiadoras eran utilizadas con especial vigilancia y las obras no autorizadas llegaban al púbico gracias a los Samizdat, reproducciones “heroicas” hechas en máquinas de escribir por incógnitos mecanógrafos.
Los soviéticos eran un espécimen raro, el producto semielaborado de una fábrica que, cual cadena sin fin, arrojaba ininterrumpidamente intelectuales forjados al margen de lo oficial; además, se expandió la cultura Blatnaya, expresión artística de los bajos fondos, algo sin parangón en la historia del arte.
En aquella época a Brezhnev se le otorgó el premio Lenin, el más importante galardón literario de la Unión Soviética. Sus creaciones repletaban los estantes de todas las librerías, al mismo tiempo que era difícil encontrar a autores clásicos, y le hacían los más grandes elogios. Los miembros de la Academia de Ciencias se reunían para discutir acerca del “valioso aporte” que había efectuado este incógnito bardo de la literatura universal. Después de su muerte, pensé que alguna vez sus obras serían una rara reliquia, visité ‘Dom Knigi’, la principal librería de Moscú, y pregunté por ellas. “No las tenemos”, escuché por respuesta. “¿Dónde las podría encontrar?” “¡No lo sé, tal vez en el basurero!”, me respondió una simpática vendedora.
Durante el zastoi, la vida en la Unión Soviética tomó el aspecto de un armatoste congelado, parecía que ponían en práctica las palabras de Salomón: Nada nuevo hay bajo el sol. Las canciones trasmitidas por la radio, los espectáculos teatrales y, aunque parezca mentira, las noticias en todos los medios de comunicación eran las mismas que las de la década de los sesenta.
En aquel período se terminaron las ilusiones, nadie creía en nada ni veía la mínima posibilidad de reformas. La prensa se llenaba de discursos que no se leía, la televisión transmitía programas que no se veía, las librerías rebosaban de libros que no se compraba. Para mitigar sus desdichas, la gente se alegraba con buen humor y chistes semejantes al siguiente: interviene un norteamericano en un congreso de filología en Moscú y dice que toda su vida ha sido un estudioso del ruso y, a pesar de sus esfuerzos, no ha logrado entender la diferencia entre las palabras tragedia y desgracia. Un académico le explica: es muy simple. Imagínese que en los jardines del Kremlin pasea nuestro bien amado Leonid Ilich, me refiero a Brezhnev. Supongamos que él se resbala, se cae y se muere. Esa sería una verdadera tragedia nacional, pero, por desgracia, esto nunca sucede.
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=237160