Educar no es combatir

Por: Héctor Ghiretti

Volvía tarde del fútbol. Partido de hacha y tiza, saldado en empate. Y vi el afiche en la fachada de un conocido y prestigioso colegio secundario, confeccionado previsiblemente por manos adolescentes (¿sabrán qué es educar, qué es combatir?).

Desde que se iniciaron las huelgas docentes la consigna se ha hecho muy conocida, pero recién entonces caí en la cuenta. Lo fotografié y me quedé pensando. Un ejercicio útil para evaluar estos eslóganes es invertirlo: si educar es combatir, ¿combatir es educar? Puesto así, no funciona en absoluto.

Para Platón, que propugnaba una educación que incluía la instrucción militar, estaba claro que eran cosas diferentes. Proponía que los jóvenes asistieran a las batallas a efectos de que aprendieran a través de la observación pero sin intervenir, a prudente distancia y montados en caballos veloces que les permitieran huir en caso de que se produjera un desbande de las propias tropas.

Puede que no sea un argumento suficiente. Quizá sea necesario analizar en qué casos especiales la educación se identifica con la lucha.

¿Qué es combatir?

No parece una noción que haya que explicar. Pero conviene recordar algunos elementos que la constituyen. Primero: debe haber un bien en disputa, de índole material o intangible, algo tan sutil como el honor, el reconocimiento, la gloria. Segundo: deben haber partes enfrentadas por ese bien. Tercero: cuando los oponentes se traban en lucha ponen algo en riesgo, algo que excede el bien en disputa. Luchar es arriesgar: desde un simple reconocimiento hasta la vida misma.
Si no hay un bien en juego, no hay lucha. Si no hay oponentes, la lucha es metafórica. Sin un adversario simétrico, identificable, equivalente, es una pugna de cualquier índole ilustrada por una analogía. Si no hay nada en peligro de perderse, hay reclamo o demanda, pero no lucha.

Los límites de la analogía 

La educación posee múltiples metáforas que la ilustran. Es un lugar común el símil con la lucha, sustentado quizás por el esfuerzo personal que demanda al maestro. Está en la entrañable «Canción de la maestra mendocina» (Alegret – Gómez de Dublanch) hoy olvidada por la referencia confesional y de género:

Adelante, maestras,
a la lucha nos llaman
Con alegres campanas,
con campanas de amor

Es difícil identificar cuál es el enemigo contra el que luchan las maestras, como no sean conceptos abstractos como la ignorancia o la brutalidad. Lo mismo sucede con la enfermedad, los elementos de la naturaleza, el pasado, etc. No hay, estrictamente hablando, enemigo.

Ahora bien: ¿qué hay que entender cuando se afirma que los paros docentes forman parte de la lucha en defensa de la educación pública? Evidentemente estamos en un plano de significación diferente. Aquí sí podemos identificar al enemigo: para los gremios docentes y las agrupaciones estudiantiles es el Gobierno, que con sus políticas de ajuste parece estar desfinanciando el sistema, precipitándolo a una crisis de funcionamiento.

¿Quién es el enemigo?

Toda relación educativa, es decir, la que existe entre maestro y alumno, por muy igualitaria y recíproca que se la conciba, necesita el concurso del principio de autoridad: el reconocimiento público de un saber. Este principio nunca opera aislado. Es un sistema en el que las autoridades se apoyan como tales mutuamente, en una red o sobre un soporte institucional.

Así, la autoridad de los maestros de la escuela primaria deriva de la autoridad de los padres, y la autoridad de los profesores universitarios se funda en los hábitos de respeto que los alumnos han aprendido en los ciclos educativos anteriores. Todo esto posee un respaldo institucional que afirma y formaliza la función educativa. Este complejo tiene en su cabeza al poder político, el Gobierno.

La crisis del sistema educativo tiene su origen en la desarticulación de este sistema solidario de autoridades. En el debilitamiento de la familia se encuentra el origen de la declinación de la autoridad de los docentes, que a su vez padecen una crisis de reconocimiento por causas propias.

Al plantear el reclamo en términos de lucha contra el Gobierno, los docentes erosionan indirectamente su propia autoridad. Los padres aumentarán su descontento con los docentes, al ver que sus hijos pierden irremediablemente días, semanas y hasta meses de clase: ¿hasta donde se puede estirar su comprensión o su solidaridad? La situación pone en un lugar incómodo a las autoridades directas, representantes -de buen grado o no- del Gobierno. Lo más grave: ¿qué impedirá que los alumnos vean en las clases y evaluaciones la imposición de un modelo de pensamiento en continuidad con las políticas de liquidación del Gobierno, porque en definitiva, «nos prefieren ignorantes»? ¿Y cuando esos alumnos, reclutados en defensa de la irreprochable causa de la educación pública, adviertan que en realidad se trata de un reclamo salarial -legítimo, indiscutiblemente justo- que concluirá no bien se llegue a un acuerdo?

Los medios de lucha

En el conflicto docente en general -y el universitario en particular- los docentes no parecen estar arriesgando demasiado. Poseen la garantías de la estabilidad del empleado público y aprovechan la discreta complicidad o anuencia de los directivos, quienes teniendo los instrumentos para dictar la conciliación obligatoria, han preferido no hacerlo.

Si no hay riesgo -decíamos antes- no hay lucha. Pero eso no quiere decir que no haya perjuicio. En toda medida de fuerza existe un perjudicado. En este caso los principales damnificados son los alumnos. Son el colectivo sobre el que se ejerce primariamente la presión de la medida sindical.

Al presentar el reclamo en términos de lucha por la educación pública, los gremios pretenden sumar a quienes perjudican con sus escasamente eficaces recursos de protesta. Rara forma de tratar a los aliados. Saben bien que las voluntariosas estudiantinas son las que engrosarán sus marchas, tomarán edificios y predios universitarios y se radicalizarán, aumentando la presión sobre las autoridades. Los estudiantes tienen un comportamiento diverso de los trabajadores: aquellos son más fáciles de radicalizar y de manipular, porque tienen menos que perder.

Quizá no haya otra herramienta de presión que el paro. Pero en mis tiempos de alumno universitario, los gremios docentes tenían la decencia de dejarnos afuera del reclamo.

Nos decían que no era asunto nuestro.

Educar no es combatir. La pretendida lucha por la educación pública funciona como doble encubrimiento: del reclamo salarial y de una táctica específica de un ataque general al gobierno. Más allá de las mejoras salariales que se puedan obtener, habremos perdido todos.

Fuente: https://losandes.com.ar/article/view?slug=educar-no-es-combatir-por-hector-ghiretti

Comparte este contenido:

Héctor Ghiretti

Doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra