Redacción: Naiz
La degradación de la vejez se construye desde una mentalidad cargada de estereotipos y creencias, muy arraigadas e interiorizadas en todas las edades.
Los árboles más viejos dan los frutos más dulces (Proverbio alemán)
Una de las maneras más usuales que tenemos de percibir el mundo es a través de la clasificación: palabras y números son las herramientas de las que nos valemos para percibir y construir las formas, los objetos del mundo y sus nombres, sean estos materiales, ideales… Nosotros mismos los humanos entramos en ese listado, y una de las categorías que ordena la vida socioeconómica es la edad.
Esta categorización de la vida humana fragmentándola por edades que hoy conocemos se produce en la época de la sociedad industrial. Dicho encasillamiento se ajusta y complementa con la correspondiente distribución de lugares, de espacios y de funcionalidades que el sistema económico-cultural les atribuye. Escuelas, empresas, factorías… pertenecen al ámbito del aprendizaje, el trabajo y el consumo, mientras los clubs de jubilados o las residencias pertenecen al ámbito asistencial. Todos estos espacios de vida constituyen universos de normas, actividades y relaciones muy complejas y diversas. Universos que tienden a verse como opuestos. Edad laboral frente a jubilación, juventud frente a vejez.
Esta última edad, la senectud, es vista desde una perspectiva economicista y, en cuanto tal improductiva y sin utilidad social, carente de futuro. Un juicio descarnado pero tan realista que ha llevado a pedir públicamente su autoeliminación o la reducción de sus costes. Así, Taro Aso, ministro de Finanzas japonés, en el año 2013 pidió a los ancianos del país que se den prisa en morir para que el Estado no tenga que pagar su atención médica. Una idea también reafirmada por Christine Lagarde, durante su dirección del FMI, cuando describía la longevidad como riesgo: Los ancianos viven demasiado y eso es un riesgo para la economía global, tenemos que hacer algo ya.
Si estas son expresiones crudas de una mentalidad deshumanizada, sabemos, no obstante, que la desvalorización de la vejez es dominante en la actual mentalidad social. Una desvalorización que se manifiesta en la invisibilización, en la desposesión progresiva de los roles, dejándole el de abuelos y poco más, otorgando a la persona de edad muy escasa atribución social o dotándole de un valor poco significativo. Asistimos, además, al modelo en boga del jovenismo frente al viejismo, tomando como referencia las atribuciones del joven –fuerza, vigor, belleza– y prescribiéndolas al mayor. De modo que de acuerdo a este modelo de salud-actividad física, la persona mayor deberá hacer cosas, moverse, producir siquiera de modo limitado. Resultando impensable otro modo de vejez.
Asimismo, la degradación de la vejez se construye desde una mentalidad cargada de estereotipos y creencias, muy arraigadas e interiorizadas en todas las edades, dando lugar a una percepción reduccionista que la vincula fundamentalmente al declive y la enfermedad. Sin tener en cuenta otros aspectos propios de su complejidad como una mayor madurez y complejidad afectiva, o una mayor interrelación entre la emoción y la cognición, entre otros.
Otro asunto a tomar en consideración es el intrincado mundo de las residencias. Universos complejos, espacios en que en numerosas ocasiones el factor económico se sobreimpone a las necesidades de los residentes, tal como se refleja en el coste de las tarifas, en la escasez de personal, o en la pobreza de recursos educativos y culturales. Todo ello favorece la creación de universos en donde se imponen formas de vida sujetas a control mediante la uniformización y seriación: horarios rígidos, sobremedicación, despersonalización, infantilización…, tomando en ocasiones algunas formas más cercanas a una institución total que a un ambiente familiar. Cuando sabemos que es prioritario y saludable tener en cuenta la subjetividad de la persona, sus experiencias vitales y creencias en el proceso de envejecer, así como la autonomía y la toma de decisiones de los propios residentes en su vida cotidiana, es decir, una mayor autogestión coordinada y colaboradora con los profesionales.
Entendemos que este estado de cosas representa una ocasión propicia para una transformación social y de mentalidad, una reflexión que conduzca a nuevas prácticas y más constructivas. Y, siendo el envejecer un proceso biológico y cultural, es prioritario cuestionar los prejuicios y el imaginario social en relación a llegar a viejo. Así como resignificar la vejez, es decir, dar sentidos diferentes a esta a partir de una nueva comprensión sobre ella. De modo que la vejez pueda considerarse, como la vida misma, efímera y frágil, y precisamente por su fugacidad y vulnerabilidad, fuerte, porque se ha llegado a su tiempo.
Por otra parte, esta etapa no es un hecho cerrado que comienza a una edad dictada por la oficialidad de la jubilación, pues el envejecer, por el contrario, es un devenir, un fluir, un complejo proceso vital en donde se incorpora la biografía, los cambios emocionales y cognitivos, es decir, una transformación biológica y subjetiva, en donde hay una mayor presencia y afrontamiento de las pérdidas y la perspectiva de la propia muerte. Todo ello plantea al psiquismo la necesidad de atender este proceso y los avatares del paso del tiempo en las mejores condiciones posibles.
Concluyo con esta cita tan sugerente de Chantal Maillard (La mujer de pie): Pensé en remendar el toldo de la terraza. No porque amenazara con seguir desgarrándose sino porque rompía la armonía, tanta es la inercia en considerar imperfecto aquello que abandona su estado primero. Pero ¿no era perfecta, acaso, esa desgarradura? Mientras el sol iba desapareciendo tras la neblina de las montañas, vi la luz filtrándose por ella. Y me encontré anciana, empeñada neciamente en remendar la vejez de las cosas en vez de atender a la luz a la que la vejez, y solo ella, da paso.