Por: Sofía García-Bullé
El problema no es que los libros les enseñen a los niños a tener vergüenza de su raza, identidad o preferencia sexual. Somos los adultos los que fallamos en enseñar que los libros son aprendizaje, no vergüenza.
El tema acerca de la censura de materiales en las bibliotecas y programas escolares no es nuevo, pero con el auge de la teoría crítica de la raza y la pedagogía queer en las aulas, el debate sobre a cuáles libros deberían tener acceso los estudiantes y a cuáles no, llega de nuevo como tema central en materia de educación.
A principios del presente año, el autor Art Spiegelman protestó la decisión del distrito escolar de Tennessee, Estados Unidos, de retirar del currículum su novela gráfica Maus, una obra sobre la relación de Spiegelman con su padre, un sobreviente del holocausto. El libro retrata a los judíos como ratones y a los nazis como gatos. Las razones que se listaron para desafiar la distribución de este libro en las escuelas es que incluye un desnudo femenino y lenguaje profano. Decisiones como esta abren una conversación difícil y necesaria sobre qué tan posible es evitar completamente estos elementos en la narración de la historia real del Holocausto, así como el valor ético, histórico y emocional de no olvidar un episodio así.
Entender tanto las raíces y causas históricas a nivel general, así como el costo personal de quienes vivieron este momento histórico y cómo sigue repercutiendo a través de generaciones de familias afectadas, es el propósito de que existan libros que acerquen estos aprendizajes a niños y jóvenes. Es el mismo caso con los libros que hablan sobre la esclavitud, sobre la experiencia de las personas afroamericanas, inmigrantes, y minorías LGBTQ. ¿Por qué retirar libros que vengan de estas comunidades o que cuenten sus historias? ¿Por qué darle más importancia a una palabra obscena o un contenido, que si bien pudiera ser impropio, podría ser causa de conversación y aprendizaje en vez de censura?
El elefante en la biblioteca
Es importante reconocer y validar la inquietud de que hay temas o contenido que pudiera no ser apropiado para niños de determinadas edades. Pero existe una diferencia entre tener claro este punto de criterio a simplemente retirar libros de todos los programas escolares sin tomar en cuenta la edad de los estudiantes.
Podemos entender que las experiencias que relatan autores como Charles Dickens, Herman Hesse o Albert Camus, no son amigables para niños de primaria; reconociendo también retirarlos completamente del catálogo escolar cortaría el acceso para estudiantes en la pubertad o adolescencia, quienes deberían tener la oportunidad de hacer las preguntas y generar las conversaciones que la obra de estos autores genera. Nunca hemos visto un debate por censurar este perfil o grupo demográfico de autores, ni los temas tan duros que manejan. ¿Pero qué pasa si un autor quiere hablar sobre los cambios en la pubertad? ¿Sobre el racismo? ¿Sobre la vida de las personas fuera de la heteronormatividad?
La Asociación Americana de Bibliotecas sostuvo que del 2018 al 2019 la gran mayoría de los libros censurados incluían elementos o temáticas LGBTQ. Los 10 libros más desafiados en 2020 hablaban de historia afroamericana, diversidad y racismo. Los libros con tramas históricas escritos por personas pertenecientes a estas comunidades son especialmente vulnerables a la censura, porque frecuentemente retratan momentos de la historia difíciles de abordar en un presente en el que tenemos una conciencia social más amplia. Es el mismo caso con las obras de no ficción que hablan del origen e impacto del desequilibrio social sobre las minorías.
Censurar no, acompañar sí.
Hay una conexión directa entre los temas de los libros censurados y las conversaciones que las familias consideran más complicadas de llevar con sus hijos. El hecho de que se vea a la censura como una forma tan concurrida para evitar estas conversaciones es un problema serio.
Si tomamos como ejemplo los desafíos a las obras que hablan de racismo, uno de los argumentos más fuertes dentro de la postura restrictiva, es el propósito de proteger a los niños de contenidos que les provoquen angustia o estrés. Otro es que ser expuesto a conceptos y experiencias ligados a la discriminación racial provoca a los niños vergüenza, culpa por ser blancos, inferioridad si pertenecen a una minoría racial, sentimientos antipatrióticos, o división social desde las aulas. Cuando en los libros o clases se manejan temas sobre educación sexual, el contraargumento es también proteger a los menores de información no adecuada para su edad, así como otorgar a las familias el derecho a decidir sobre cuándo y cómo inicia la educación sexual de sus hijos. En artículos anteriores hemos hablado del dilema moral que esto representa.
Se pueden censurar libros que generen preguntas que como adultos nos pongan incómodos, ya sea de temas de raza o de sexualidad; se pueden también establecer criterios que faciliten que niños muy jóvenes no sean expuestos a material sensible sin supervisión de adultos. Pero lo que no podemos hacer es desaparecer las realidades de las que hablan los libros que prohibimos, ni evitar que niños o adolescentes se topen con estas realidades en algún momento de su vida.
Cuando elegimos restringir en vez de dialogar, suprimimos las conversaciones que los niños necesitan para desarrollar herramientas básicas que los ayuden a entender el mundo a su alrededor, a veces hasta a sí mismos, no podemos comenzar a hablar del impacto que provoca esto no tener estos recursos.
“Lo ignoré durante mucho tiempo. Creo que cuando fui niña, si un libro me hubiera mostrado que esa era una vida que podía ser vivida, habría tenido mucha más paz en el camino a la aceptación de mi bisexualidad”. Para Gabrielle Izu, estudiante de último año de la preparatoria James E. Taylor en Houston Texas, la prohibición en bibliotecas y aulas de temas ligados a identidades raciales, sexuales y de género, es un asunto profundo y personal. Lo es también para muchos estudiantes de su zona que sienten su perspectiva y derecho de visibilidad borrados de su espacio educativo. Así lo comentó para el Texas Tribune, en conjunto con estudiantes decididos a tomar agencia sobre su propio aprendizaje y a intentar las conversaciones difíciles. Una posición que a muchos adultos se nos dificulta tomar.
La forma en que abordamos la educación desde una perspectiva adultocentrista dice mucho sobre qué necesitamos cuestionarnos y evaluar para ser mejores educadores, ya sea en la casa o en la escuela. Si hablamos de educación y raza, el problema no es que a los niños se les esté incluyendo un material de lectura que les provoque vergüenza de ser blancos, o inferioridad por no serlo. El problema es que los adultos estamos fallando en enseñarles que el pasado histórico, y el contexto social que nos explica, son para reconocer y aprender, no para avergonzarse ni deprimirse, porque eso no lo hemos aprendido tampoco nosotros. Y cuando el tema es la educación sexual, quizás la clave sea entender que el acompañamiento, el diálogo, el pensamiento crítico y la empatía siempre serán mejores recursos didácticos que el silencio.
Fuente de la información e imagen: https://observatorio.tec.mx