Por: Diego Del Norte
Crónica sobre la vida cotidiana en el norte de Siria, la región kurda que, desde hace varias semanas, es bombardeada diariamente por Turquía y donde su pueblo resiste los ataques mientras el mundo mira hacia otro lado.
Desde Rojava
Son las 7:45 de la mañana. A esta hora, el clima es fresco, pero si sale el sol, lo cual pasa a menudo, el ambiente se calienta bastante al mediodía. Llevo unas semanas andando a diario este recorrido de 15 minutos, bordeando las afueras de Derik, una pequeña ciudad donde la precariedad salta a veces a la vista mientras se codea con edificios un poco más acomodados. El hormigón es, por desgracia, el rey indiscutible, con esqueletos de los futuros edificios salpicando el paisaje sin preocupación por consideraciones estéticas. En este día luminoso, las montañas del lado turco se asientan majestuosas en el horizonte, como una invitación inaccesible. Zigzagueo entre unos cuantos tractores viejos, cofradías de gallinas y columnas de gansos, en un escenario colorido que serviría para una película de Emir Kusturica. Las fronteras entre la ciudad y el campo se desdibujan en estas zonas urbanas periféricas.
Me dirijo a lo que recientemente se ha convertido en mi “lugar de trabajo”: un gran edificio de color crema, en pésimo estado de conservación, que es una antigua escuela secundaria del régimen sirio y que hoy alberga a la administración escolar bilingüe (árabe/kurdo) de las 87 escuelas de la pequeña localidad y de los numerosos pueblos de los alrededores. En esta mañana, reina una calma digna de un viernes (que aquí tiene carácter de domingo), lo que me hace pensar que, probablemente, encontraré la puerta cerrada. Y es que este lunes no es un lunes como los demás. El luto y la conmemoración están a la orden del día. Hace dos noches, las bombas turcas sembraron la muerte en una región históricamente más bien indemne en comparación con otras.
Imagen: Derik, ciudad de Rojava / Diego del Norte / La tinta
Imagen: Derik, ciudad de Rojava / Diego del Norte / La tinta
En la noche del 20 al 21 de noviembre, hacia la medianoche, un ataque aéreo turco se dirigió contra la aldea de Teqil Beqil, matando a dos personas y destruyendo una central eléctrica. Un grupo de pobladores acudió al lugar de los hechos para ayudar a las víctimas y denunciar el incidente. Un periodista de un medio de comunicación local los acompañaba. A continuación, cayeron otras tres rondas de proyectiles macabros sobre la asamblea, matando a nueve personas. Esta táctica de “ataque en dos tiempos” es una estrategia tan habitual como despreciable por parte de la fuerza aérea de la bandera roja adornada de una luna y una estrella blanca. El objetivo es innegable: matar creando un shock psicológico. Es imposible no ver la sórdida hipocresía del ministro de Defensa turco, Hulusi Akar, que se atreve a hablar de “ataques quirúrgicos contra objetivos militares específicos”. Por supuesto, si el razonamiento es considerar a cualquier civil solidario con las fuerzas de autodefensas populares de Rojava como un terrorista, esto abre el camino a una pseudo-legitimación de muchos crímenes de guerra.
A la mañana, el ambiente entre mis colegas es de gravedad y aprensión. El 20 de noviembre, Día Internacional del Niño, estaba previsto un gran desfile en la ciudad, seguido de una fiesta en varias escuelas. Asistí a un ensayo general en una de las escuelas. Los niños y las niñas se sentían orgullosas de mostrar las canciones y bailes que habían preparado para la ocasión. Este año, no habrá celebración, el ejército turco ha decidido sustituirla por la estupefacción y el dolor.
El tradicional café/té colectivo del comienzo del día se prolonga, cada uno intercambiando noticias sobre los trágicos acontecimientos. Llegan informaciones en el transcurso de la mañana que revelan el número y la identidad de las compañeras y compañeros asesinados durante la noche. Los colegas se enteran de que hay gente cercana entre los muertos. Observo con impotencia su aflicción. No sé dónde colocarme, qué hacer, qué decir. Me conformo con estar allí, testigo discreto, extraño a pesar de todo. Pienso en la magnitud del daño y en el dolor causado por los intereses de una minoría dispuesta a realizar los más sórdidos trapicheos para mantenerse en el poder.
Si Recep Tayyip Erdogan y su banda de asesinos juegan la carta de la escalada bélica, no es por la supuesta defensa de su pueblo amenazado, sino por su desastroso historial y las elecciones que se aproximan en 2023. No deja de sorprenderme que la vieja estrategia de crear un enemigo externo para desviar la responsabilidad de las élites por el triste destino del pueblo siga funcionando; que sea, a pesar de las lecciones de la historia, aún insuficientemente aprendidas, de una temible eficacia. Y por muy burdo que es el maquillaje, los medios de comunicación desempeñan su papel de caja de resonancia, absteniéndose de “tomar partido”, lo que basta para dar crédito a la mentira.
Hace tiempo que no oigo cantar y corear el “sehid namirin” (“los mártires nunca mueren”) con el corazón encogido. El funeral colectivo de las 11 víctimas reúne a una gran multitud, atravesada, de principio a fin, por la emoción y la rabia. Y es que las personas asesinadas eran especialmente apreciadas y reconocidas por su larga implicación en la sociedad civil. Su rápida presencia en el lugar del atentado, en plena noche, es reflejo de su constante dedicación a apoyar la construcción colectiva de esta alternativa democrática revolucionaria en el norte de Siria. Dos de ellos eran, por ejemplo, muy activos en la “Casa de los Mártires”, que proporciona apoyo y asistencia a las familias en duelo. Los conocí. Son las primeras personas muertas que conocí en vida, lo que hace que este desenfreno asesino, que se acelera desde hace varios meses, sea aún más concreto y tangible.
Al día siguiente del funeral, acudo con mis colegas a un nuevo homenaje, al que asisten más de mil personas. Los discursos gritan la rabia y la determinación de continuar la resistencia contra viento y marea. Quienes hablan, proclaman, alto y claro, que el miedo está ausente de sus cuerpos. En varias intervenciones, destacan la dedicación de la guerrilla en el norte de Irak y la lucha de las mujeres en Irán. Un grupo de chicas adolescentes pasa por delante de la asistencia, enarbolando banderas y entonando “Jin, Jiyan, Azadi”, una consigna que es retomada por la multitud. Esta experiencia de Rojava, que quiere ir más allá del modelo de Estado-nación, las heroicas batallas guerrilleras en las montañas de Irak y las movilizaciones salvajemente reprimidas en las calles de Irán se conforman como una sola experiencia: la misma lucha, el mismo deseo de disfrutar una vida digna, el mismo grito de libertad para las mujeres, como también la misma crítica y el rechazo a una modernidad capitalista que destruye inexorablemente la diversidad de la vida.
Imagen: Zona bombardeada por Turquía / Diego del Norte / La tinta
Imagen: Despedida de los mártires / Diego del Norte / La tinta
En el camino de vuelta, decido cambiar un poco mi itinerario. Descubro, en el recodo de la carretera, alineaciones de piedras que delimitan zonas de juego infantil, viejas latas que sirven de mobiliario y vajillas para esas casas en miniatura, sin paredes ni tejados, pero no exentas de una especie de poesía. En la pared contigua, los dibujos de tiza dan testimonio de momentos colectivos de imaginación desplegada. Una creatividad que no deja de conmover al profesor “creyente, pero no practicante” que soy. Mientras inmortalizo la escena, dos mujeres me saludan. Cuando les digo que vengo de Bélgica, una de ellas se alegra: “¡Mi hijo se fue a vivir a Bélgica hace unos meses!”. Ha ido a reunirse con miembros de su familia, que viven allí desde hace mucho tiempo. Me toca hacer preguntas y darme cuenta de que vive en la Ciudad Ardiente, en las alturas del barrio de Pierreuse, al que tengo un especial cariño. Hay momentos en los que el mundo es definitivamente un pañuelo.
Ambos nos alegramos de esta coincidencia y me invita a su casa a tomar el té. Allí conozco a dos jóvenes artistas muralistas en ciernes. Tienen 10 y 12 años, se llaman Rojava y Rojhilat. ¡Vaya símbolo! Hablamos de la guerra y la migración, de nuestras esperanzas y miedos. Salgo con una convicción más fuerte de que, digan lo que digan, el mundo está peor de lo que vale la mayoría de los seres humanos que lo habitan. En definitiva, la humanidad está, en gran medida, menos podrida que el estado actual del planeta. Me voy preguntándome qué será de estas dos jóvenes, dónde y cómo crecerán, qué sinsabores y alegrías vivirán. Seguramente, les tocará encender sus gritos y sus armas para hacer posible, más allá de las fronteras estatales que datan de la colonización, ¡el respeto incondicional a la mujer, a la vida y a la libertad!
Fuente de la información: La Tinta