Pablo Stefanoni: “no alcanza con deconstruir todo”

Por: Federico Fuentes

Pablo Stefanoni es jefe de redacción de la revista latinoamericana Nueva Sociedad e investigador asociado en la Fundación Carolina de España. Es autor de ¿La rebeldía se volvió de derecha?, un libro sobre mutaciones de las extremas derechas y los obstáculos a los que se enfrentan las izquierdas. En esta entrevista, habló con Federico Fuentes sobre la situación en América del Sur tras las elecciones brasileñas, los desafíos que plantean las nuevas derechas, el impacto de la guerra de Ucrania y las perspectivas para las izquierdas regionales.

Las recientes elecciones en Brasil se pueden analizar desde dos lecturas diferentes. De un lado, se puede hablar de la confirmación de una nueva ola de gobiernos progresistas -o Pink Tide- ya que el regreso de Luiz Inácio Lula da Silva al gobierno sigue los pasos de los triunfos progresistas en Chile, Perú, Colombia, Honduras y Bolivia. Del otro lado, se puede ver la consolidación de la nueva derecha –o mejor dicho nuevas derechas, dado las diferencias que existen entre ellas– que en varios países viene desplazando a la derecha tradicional y mejorando su performance electoral. ¿Cuál es tu análisis del resultado en Brasil y cuánto énfasis pondrías en estas dos visiones al analizar la actual dinámica política en el subcontinente?

En mi opinión, ambas lecturas son correctas, y ambas requieren de matices. Por un lado, en Brasil vimos el triunfo de una alianza electoral muy amplia en torno de la figura de Lula da Silva, que abarcó desde la izquierda socialista hasta sectores de centroderecha y de la elite económica, mediática y judicial, distanciada de Bolsonaro. Eso fue en parte el resultado de la imposibilidad del centro de armar una oferta electoral atractiva. El de Lula fue un proceso de resurrección política muy impresionante, pero su victoria estuvo lejos ser resultado de un clivaje pueblo/oligarquía o izquierda/derecha. Lo que ganó fue una suerte de frente democrático, liderado por Lula, contra el enorme deterioro de la vida cívica, social e institucional que constituyó el bolsonarismo y la derecha lúmpen y pandillera que encarnaba. Y si bien Lula “resucitó”, el PT sigue siendo muy cuestionado. Hay sectores dinámicos a su izquierda como el Partido Socialismo y Libertad (Psol), pero son partidos aun relativamente pequeños. Con esta victoria, los principales países de la región son gobernados por el progresismo.

Pero es cierto que Bolsonaro mostró que es la expresión de un sustrato de derecha radicalizado en estos años, de amplio alcance, y que lo trasciende. Un movimiento que rechaza los avances de género y raciales de los últimos tiempos y representa posiciones negacionistas en el ámbito climático. Además vimos un voto muy regionalizado, con el PT muy dependiente de los sectores más pobres del Nordeste. Detrás del bolsonarismo hay intereses concretos: agroindustriales, milicias y sectores de las fuerzas de seguridad, evangélicos conservadores… lo que se llama en Brasil las tres B: Buey, Bala y Biblia. Bolsonaro es la cuarta B que federó a todos esos sectores desde 2018. Veremos si puede sostener su liderazgo en el futuro -ni siquiera pudo crear un partido en estos años- o surgen otros liderazgos de derecha en competencia con él; pero en el Parlamento y las gobernaciones quedó claro que estos sectores mantienen una fuerte presencia institucional.

 El de Lula fue un proceso de resurrección política muy impresionante, pero su victoria estuvo lejos ser resultado de un clivaje pueblo/oligarquía o izquierda/derecha. Lo que ganó fue una suerte de frente democrático, liderado por Lula

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Hay varias razones para explicar por qué la nueva derecha ha logrado estos resultados. Las explicaciones más corrientes se enfocan en el papel de los medios de comunicación (tradicionales y alternativos, como las redes sociales), la circulación de fake news o el crecimiento de las iglesias evangélicas. ¿Cuánto peso das a estos factores? ¿Habría que sumar además el impacto del neoliberalismo sobre la sociedad, que ha venido creando un sujeto social receptivo de las ideas y visiones de estas nuevas derechas? ¿Cómo explicas la cosecha electoral que ha logrado la nueva derecha? ¿Llegaron para quedarse estas derechas radicalizadas?

En el caso de Brasil, muchos de los grandes medios apoyaron a Lula. Hay videos de periodistas de grandes diarios festejando la derrota de Bolsonaro. Al mismo tiempo, el bolsonarismo se mostró eficiente como fábrica de fake news, en redes, en WhatsApp, que en Brasil es muy importante, y mucha de esa guerra sucia virtual tiene como terreno fértil de cambios en la sociedad como el crecimiento del evangelismo. Había infinidad de fakes news que decían que Lula iba a cerrar iglesias e incluso que tenía un pacto con el diablo, y la campaña del PT debió salir a “desmentirlo”. También los discursos anticorrupción siguen siendo importantes para desacreditar al PT. Bolsonaro se refiere siempre a Lula como “ex reo”, por su paso por la prisión.

Pero en efecto, hay cambios societales sobre los que hay que profundizar. Transformaciones en el mundo religioso, movilizad social truncada, mejoras bajo los gobiernos del PT sostenidas en el consumo más que en los servicios públicos, los bienes comunes y el Estado de bienestar… todo eso generó a menudo frustraciones en sectores de las llamadas “nuevas clases medias” y reacciones en otros, contra la “invasión” plebeya de universidades, aeropuertos, centros comerciales. Aunque el PT promovió una distribución sin lucha de clases -darle a los pobres sin quitarle a los ricos-, en el plano simbólico sí hubo, según varios estudios, reacciones clasistas contra las transformaciones en curso. Adicionalmente, como recuerda en un artículo el académico Roberto Andrés, el período lulista también supuso un salto en la importancia de la agroindustria en el país. La desindustrialización en el sureste fue acompañada por el crecimiento de la producción de commodities y la consolidación de un fuerte sector agrícola en el centro-oeste. En esa zona, Bolsonaro obtuvo sus mejores resultados. La regionalización del voto fue muy importante en la elección, y en la resistencia electoral de Bolsonaro.

Finalmente, a escala más regional, no hay que olvidar que casi la mitad de la población latinoamericana trabaja de manera no registrada. Dentro de esa economía existe un capitalismo popular que es permeable a los discursos meritocráticos, contrario a la asistencia social, e incluso anti-Estado. Hay un discurso contra los “vagos” pero también de gente que no quiere ser tratada como “asistida”. En América Latina, muchos se consideran pequeños empresarios, incluso en el marco de economías de la precariedad, que hace que los discursos de estas nuevas derechas, mezcla de libertarianismo y conservadurismo, tengan una base más grande de lo que a veces la izquierda imagina (el apoyo de los libertarios de Javier Milei entre la clase media baja e incluso en los sectores populares de Argentina es un buen ejemplo de ello). Todo esto no se resuelve diciendo que votan contra sí mismos o que tienen “falsa conciencia”. La propia izquierda en la región, y en Brasil en particular, ha hecho del consumo la base de su política, sin fortalecer al mismo tiempo los bienes comunes y los servicios públicos. No es casual que las protestas contra Dilma Rousseff en 2013 comenzaran con el transporte y pidieran “servicios públicos calidad FIFA”, en referencia a los gastos por el mundial de fútbol y los Juegos Olímpicos.

 Creo que hoy hay un agotamiento significativo de los discursos “populistas” -sobre todo, los de matriz bolivariana- del primer ciclo. Y el horizonte de cambio se ha reducido. Dicho eso, el triunfo de la izquierda en Chile y Colombia, con sus problemas, ha redefinido la geopolítica regional

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Mientras el establishment apoyó a Bolsonaro cuatro años atrás para evitar una victoria del PT, hoy en gran parte apoyó a Lula. A esto se puede añadir el hecho que los nuevos presidentes progresistas fueron elegidos con un programa más moderado comparados con los candidatos de la primera ola (Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa, etc.). Hasta el mismo Lula de 2022 no es el mismo que fue electo por primera vez en 2002. ¿Qué nos dice esto del estado de la izquierda hoy? ?Y que quisiste decir en tu libro cuando escribiste que las izquierdas podrán seguir ganando elecciones, pero sienten que pueden muy poco cuando ganan?

Con Bolsonaro pasó algo parecido a lo ocurrido Trump, terminó siendo una suerte de derecha vulgar y violenta que además acabó con la reputación internacional de Brasil y obstaculizó el desarrollo del propio sistema (ni siquiera las derechas regionales miraron con demasiada simpatía a Bolsonaro, salvo pequeños grupos). Hay una dimensión en estas derechas “alternativas” que termina siendo antisistema dentro del sistema, cuestionando las instituciones y a parte de las elites, y generando incertidumbre por arriba. Solo eso explica que sectores que odiaban a Lula lo “amnistiaran” ahora.

Pasando a la segunda parte de la pregunta, es cierto que hoy la izquierda parece tener menos energía ideológica, digamos, que en la primera pink tide o marea rosa de los años 2005-2015. De todos modos, creo que es importante volver sobre la supuesta radicalidad de ese momentum. Es cierto que en varios países hubo transformaciones importantes, sobre todo cambios de elite que habilitaron la llegada al poder de sectores tradicionalmente excluidos, y eso fue muy importante. Al mismo tiempo, creo que el clivaje reforma/radicalidad para analizar ese periodo debe ser relativizado. El país más “radical”, el único nuevo que se definió socialista después de la caída del Muro de Berlín, que fue Venezuela, acabó con una mezcla de ineficiencia, corrupción y autoritarismo, con servicios públicos derrumbados, particularmente el sistema de salud, y una economía dolarizada, una desigualdad muy alta y en crecimiento y una enorme ola migratoria. En el caso de Bolivia, aunque el gobierno de Evo Morales fue muy eficiente en el ámbito de la economía, combinando nacionalización del gas con prudencia macroeconómica, en términos de Estado social los avances fueron mucho más modestos, y el propio Morales reconoció hacia el final de su tercer mandato que la deuda del “proceso de cambio” respecto al sistema de salud (algo central para la vida de los sectores populares, que hace la diferencia entre la vida y la muerte).

De manera más general, los discursos más radicales que vimos en la primera ola a menudo no tuvieron capacidad para plasmar los cambios en nuevas instituciones, y hubo muchas políticas ad hoc del Estado, como las “misiones” en Venezuela, y, al mismo tiempo, parte del discurso “revolucionario” se tradujo en formas de autoritarismo o visiones antipluralistas de la política. Hay que recordar que Evo Morales desconoció el resultado del referéndum de 2016 por su reelección, lo que le entregó la bandera democrática a la derecha, que al final logró derrocarlo por una vía antidemocrática, o que el presidente boliviano le entregó la máxima condecoración del Estado al dictador de Guinea Ecuatorial Teodoro Obiang (que está en el cargo desde 1979) y dijo que quería aprender del “hermano Teodoro” cómo ganar con 90% de los votos (todos sabemos cómo se logra eso). Venezuela entró en formas de autoritarismo mucho más graves -que hoy denuncia incluso el Partido Comunista venezolano- y Nicaragua directamente se transformó en una dictadura.

A diferencia del primer ciclo, hoy hay un sector de la izquierda que denuncia estas derivas, sobre todo Gabriel Boric en Chile, pero también Gustavo Petro en Colombia, y sectores de las izquierdas radicales que vienen de tradiciones disidentes del comunismo oficial. También vemos una izquierda que ha tomado la bandera ambiental, ausente en los populismos de izquierda. Esas transiciones no son fáciles pero es necesario comenzar a discutirlas. En resumen: sí creo que hoy hay un agotamiento significativo de los discursos “populistas” -sobre todo, los de matriz bolivariana- del primer ciclo. Y el horizonte de cambio se ha reducido. Dicho eso, el triunfo de la izquierda en Chile y Colombia, con sus problemas, ha redefinido la geopolítica regional. Ya no existe la Alianza del Pacífico como espacio liberal conservador que se postulaba como alternativa a la izquierda, y las extremas derechas fueron frenadas en Brasil y Chile. Es cierto que el horizonte “utópico” de los cambios, y los discursos refundacionales se han debilitado, pero creo que hay que evitar contraponer estas dificultades a una supuesta edad de oro de la izquierda en los primeros años 2000.

 Parte de las dificultades que tiene la izquierda para cambiar el mundo las tienen también las derechas radicales. No estamos en los años 30 aunque encontremos algún aire de familia con algunos aspectos de aquellos años

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Al hablar en mi libro de lo “poco” que pueden las izquierdas cuando ganan me refería a un clima más global, a las decepciones en Grecia, en parte en España, con las fuerzas a la izquierda de la socialdemocracia que llegaron al gobierno. Hay, en mi opinión, una discusión pendiente sobre cómo repensar la economía política del cambio social más allá del discurso contra los mega ricos; el discurso de Oxfam es atractivo pero en mi opinión limita la discusión. La escritora argentina Mariana Heredia escribió sobre eso en un libro reciente.

Has escrito que las nuevas derechas se han construido sobre las bases de un antiprogresismo o suerte de Frente Único Antiprogresista. También se podría decir que sectores de la izquierda han intentado movilizar a sus bases sobre una suerte de antifascismo, intentando etiquetar todas las nuevas derechas como una amenaza fascista. ¿Creés que esto ha tenido logros hasta ahora? ¿O ves debilidades en esa estrategia?  

Creo que el antiprogresismo (ahora anti-wokeísmo) es el pegamento de extremas derechas muy diversas entre sí pero que funcionan -no sin tensiones- en un terreno común (el libro de Steven Forti explica de manera pedagógica esas diferencias). La idea de que hay una dictadura woke (término usado por la extrema derecha contra la izquierda que se expandió desde Estados Unidos a otros países), que las elites son de izquierda, que el marxismo cultural ha capturado los cerebros y los espíritus, circula entre el Norte y el Sur, entre las derechas partidarias y derechas virtuales. El problema de hablar de fascismo es que no permite captar las diferencias entre estas derechas y el fascismo clásico. Hoy, como recuerda Forti, no hay milicias, estos movimientos no son palingenésicos (no se busca el “hombre nuevo”) y juegan de una manera compleja y ambivalente en la democracia.

Dicho eso, los frentes democráticos han logrado frenar a las extremas derechas en muchas partes, en particular en Francia, Brasil, Chile… Lo que ocurre es que el “todos contra el fascismo” puede confirmar las denuncias de las derechas de que esos “todos” son parte del mismo bloque, y a menudo coloca a la izquierda a remolque de fuerzas neoliberales. De todos modos, las extremas derechas han logrado avanzar en su desdemonización: en Francia, el lepenismo rompió los cordones republicanos en las legislativas y pasó de 8 a 89 diputados; Giorgia Meloni llegó a la primera magistratura de Italia aliada al centroderecha; Vox se alió al Partido Popular en varias regiones; José Antonio Kast en Chile consiguió el voto se vastos sectores de las derechas “moderadas”.

Entonces, al no verse a los camisas negras marchando por las calles, muchos se preguntan: ¿dónde está el fascismo del que habla la izquierda? Hay en esto algo paradójico: es cierto que la normalización de la extrema derecha corre los límites de lo pensable, rompe acuerdos tácitos de la posguerra, pero al mismo tiempo pone a estas derechas ante el riesgo de ser demasiado “normales”, parte del sistema, de la elite o la “casta” política. Parte de las dificultades que tiene la izquierda para cambiar el mundo las tienen también las derechas radicales. No estamos en los años 30 aunque encontremos algún aire de familia con algunos aspectos de aquellos años. En el caso europeo, esto ocurre por la propia Unión que pone muchísimos límites, para mal y para bien. Todos tienen menos poder hoy frente al “sistema” si tomamos por sistema el capitalismo globalizado que vivimos en la actualidad. Y todos parecen decepcionar a quienes esperan cambios profundos, no solo la izquierda.

Analizando la respuesta de la izquierda a la guerra en Ucrania en abril, el traductor y editor Marc Saint-Upéry escribió que “como ideología movilizadora de masas y brújula unilateral para proyectos de desarrollo nacional creíbles, el antiimperialismo antiestadounidense está muerto y enterrado en América Latina”. ¿Cómo definirías las posiciones de la izquierda -y de las nuevas derechas- en América Latina frente a la guerra? ¿Crees que es tal como dice Saint-Upéry en cuanto al antiimperialismo? ¿O más bien prevalece, como dicen otros autores, una visión de no alineación donde la región se niega a ser parte de la cruzada de OTAN contra Rusia?    

El antiimperialismo antiestadounidense tiene sin duda una rica tradición en la región, que por razones obvias debió resistir la injerencia de Estados Unidos, que consideraba a América Latina, y sobre todo México y América Central, su patio trasero. El problema es que el antiimperialismo, como sabemos, puede tener muchas declinaciones. Por ejemplo, la dictadura militar argentina de Videla también denunció la injerencia de Estados Unidos, a la OEA, a la CIDH que investigaron las desapariciones e incluso se acercó a la URSS. El problema no es el antiimperialismo sino usarlo para contrabandear cualquier cosa. En el caso de la izquierda, a menudo más que antiimperialismo hay “campismo”: pensar la política como dos campos en el que hay que tomar partido, en piloto automático, por quien se opone a Estados Unidos.

Se trata de una versión degradada del viejo campismo, que dividía el mundo entre el campo capitalista y el campo socialista. Si la URSS proyectaba, a su manera, desnaturalizando viejas utopías, la perspectiva de un mundo alternativo al capitalismo, el campismo post-1989 sirve solo para justificar a tiranos puros y duros, como Bachar el Asad, Gadafi, o sistemas como el iraní. Varios referentes de las izquierdas latinoamericanas llenan de flores a estos “antiimperialistas”. Así, Evo Morales pudo felicitar a Vladímir Putin para su cumpleaños, con un tuit que vale la pena citar completo: “Muchas felicidades al hermano presidente de Rusia, Vladímir Putin en el día de sus cumpleaños. Los pueblos dignos, libres y antiimperialistas acompañan su lucha contra el intervensionismo armado de EEUU y la OTAN. El mundo encontrará paz cuando EEUU deje de atentar contra la vida”. Que Putin financie a la extrema derecha europea, que plantee la guerra de Ucrania como una guerra santa contra el Occidente satánico, no tiene importancia para estas izquierdas que compraron el discurso de la “desnazificación” o la idea de que todo esto es producto de la “expansión de la OTAN”, sin analizar las propias dinámicas imperialistas de Rusia ni el hecho de que para muchos vecinos entrar en la OTAN sea bastante racional si Rusia opera como el matón grandote del barrio. Es una izquierda que tampoco dice nada sobre Nicaragua, donde cada vez más disidentes están presos, incluso reconocidas figuras de izquierda. El caso nicaragüense es interesante porque Daniel Ortega desarrolló buena relaciones con el Comando Sur, el FMI y otras instituciones “imperiales”.

 Todos tienen menos poder hoy frente al “sistema” si tomamos por sistema el capitalismo globalizado que vivimos en la actualidad. Y todos parecen decepcionar a quienes esperan cambios profundos, no solo la izquierda

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Por otro lado, como mostró el mismo Saint-Upéry, y mostramos también en otro artículo, en última instancia y a la hora de fijar el sentido del voto en Naciones Unidas y otros organismos, las posiciones de los gobiernos de la región han respondido mayoritariamente a la tradicional visión normativa de las relaciones internacionales que ha caracterizado a la cultura política y su visión del mundo latinoamericanas, y en particular a la tradición de política exterior de las cancillerías y la diplomacia. De manera sumaria, las políticas exteriores latinoamericanas están enraizadas, en primer lugar, en los principios de respeto de igualdad soberana de los Estados y no intervención.

Pero no es solo la izquierda la que se muestra ambivalente con esta cuestión. Como señalaba un artículo de la BBC en portugués, “el ala más radicalizada de la derecha brasileña está dividida en este conflicto, ya que una parte coquetea con la derecha ucraniana, mientras que otra admira a Putin”. Al viajar a Moscú, Bolsonaro declaró que “Putin es conservador, gente como nosotros”. De hecho, la segunda parada ideológica de la gira fue una visita a Viktor Orbán donde señaló que “los gobiernos de Brasil y Hungría comparten ideas que pueden resumirse en cuatro palabras: dios, patria, familia y libertad”.

Por último, las izquierdas radicales en general suelen decir que la respuesta a las nuevas derechas está en las calles y en los movimientos sociales. ¿Creés que en la situación actual eso es suficiente? ¿Qué le falta a la izquierda de hoy? O, dicho de otra manera, ¿cuál es el desafío más grande que enfrenta la izquierda que verdaderamente quiere implementar cambios?

En mi opinión, el desafío es rearticular de otro modo la dupla reforma/revolución. Sin la revolución como horizonte disponible (para mal y para bien, dados los resultados de las experiencias que conocemos), es necesario dar nueva vida a la reforma social, abandonada por los reformistas. Hay una serie enorme de problemáticas para abordar: cambio climático, nuevas formas de alienación -¿cómo pensar las nuevas tecnologías?- y precariedad, necesidad de reconstruir de alguna forma los Estados de bienestar. En Madrid se movilizó medio millón de personas hace unos días por la sanidad pública: para conseguir una cita con un especialista se puede esperar meses, y hasta un año. Eso posiblemente no se pueda hacer bajo parámetros de hipercorrección política ni sedimentando identidades de nicho, sino combinando perspectivas emancipatorias en temas como el feminismo y las diversidades sexuales con capacidad para atraer sectores populares más amplios con sensibilidades diversas y contradictorias sobre una multiplicidad de problemas societales. En un mundo precarizado y con un futuro amenazante no alcanza con deconstruir todo, es necesario construir imágenes de cómo puede ser una vida mejor.

Es necesario, creo, cierta des-hipsterización del progresismo, reconectar con los de abajo, volver sobre cuestiones económicas “duras” -hoy se habla de pos capitalismo casi sin hablar de economía, salvo en círculos muy especializados-. El catastrofismo puede ser pedagógico pero no creo que nos ayude a refundar proyectos emancipatorios. No sé cómo se hace todo esto, dependerá de experiencias concretas que permitan cierta universalización, formas de reconstruir comunidad, espacios de deliberación… El ecosocialismo, en este contexto, podría proporcionar algunas imágenes para reconstruir imaginarios positivas y deseables del futuro que trascienda el mero colapsismo.

A pesar de haber escrito un libro que parece pesimista yo no creo que la derecha esté ganando todo, incluso creo que su radicalidad es menudo es porque está perdiendo. Pero quien “gana” es un capitalismo desigualitario y al mismo tiempo “progresista” en sus discursos sobre género, raza, minorías sexuales… por eso hay una gran confusión. El problema, en todo caso, es que parte de la izquierda se ha centrado en discursos que ha abandonado en gran medida una perspectiva más universalista/de clase. Si bien se habla todo el tiempo de interseccionalidad, la dimensión de clase de esa ecuación de las desigualdades es la menos abordada. Sin recuperar algún tipo de identidad de clase —que no será como las del pasado ni se resuelve asumiendo posiciones conservadoras o anti-woke— no parece fácil enfrentar los combates que nos esperan.

(Una versión en inglés de esta entrevista fue publicada en la revista LINKS International Journal of Socialist Renewal).

Fuente de la información e imagen: https://panamarevista.com

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