Sin humanidades solo queda el sometimiento

La actual y estupidizante exigencia de preparar al estudiante para el mercado laboral supone declarar la bancarrota de la enseñanza: solo servirá para crear sujetos absolutamente serviles.

Carlos Javier González Serrano

Entre 1793 y 1795, el escritor y pensador Friedrich Schiller redactó sus Cartas sobre la educación estética de la humanidad, un texto tan bello como comprometido y sugerente que, redactado hace más de 200 años, lleva a cabo un atinado y profético análisis de nuestra situación actual. Schiller estaba convencido de que no podemos llegar a alcanzar la felicidad si no es a través de la belleza y la libertad, y para alcanzarlas es necesario, antes que nada, aprender a desencadenarnos de los impulsos sensibles, de la impresión y la tiranía del momento, que cataloga como «la más terrible esclavitud».

En sus primeras páginas, Schiller se mostraba contundente y certero, en palabras que bien podrían haberse escrito hoy mismo: «En la actualidad impera la necesidad y su yugo tiránico somete a la humanidad postrada. La utilidad es el gran ídolo de nuestra época, y a él deben complacer todos los poderes y rendir homenaje todos los talentos». Schiller, en cambio, estaba convencido de que es a través de la belleza y de las potencias espirituales del ser humano (geistige Kräfte) como nos encaminamos hacia la libertad.

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Esta libertad, a su juicio, no se había conquistado aún en términos reales, fácticos. A pesar del revuelo causado por la Revolución francesa, acontecida en 1789, el autor alemán consideraba que no puede existir una libertad externa si antes no se ha conquistado interiormente, si no nos hemos hecho conscientes de nuestro propia libertad. Si no logramos dominarnos a nosotros mismos, si dependemos del influjo de nuestros ruidosos deseos (que nos espolean en todo momento), no podremos llegar a ser libres más que de palabra, y no realmente. En la época de la Ilustración, en la que en apariencia se había alcanzado el punto más álgido de la ciencia y el pensamiento, gran parte del pueblo seguía sumida en un rudo y violento «estado de naturaleza», atado a la arbitrariedad de los estímulos sensibles.

Schiller aseguraba que la libertad no solo estriba en el poder de elegir entre varias posibilidades de acción, sino en la posibilidad y convencimiento de crear nuestra propia libertad. Como explica el ensayista Rüdiger Safranski en Schiller o la invención del idealismo alemán, «la libertad creadora trae al mundo algo que sin ella no se daría; la libertad también es siempre una creatio ex nihilo», lo que acerca mucho al maestro alemán a la Hannah Arendt de La condición humana y Los orígenes del totalitarismo y sus tesis sobre la libertad: «Sólo cuando es destruida la más elemental forma de creatividad humana, que es la capacidad de añadir algo propio al mundo, el aislamiento se torna inmediatamente insoportable». Frente a autores anteriores, la originalidad y actualidad de Schiller reside en su convencimiento de que podemos llegar a dominar las cosas en vez de ser dominados por ellas; un punto que, sin duda, lo hermana con el existencialista Jean-Paul Sartre, quien defendía: «El cobarde se hace cobarde, el héroe se hace héroe; hay siempre para el cobarde una posibilidad de no ser más cobarde y para el héroe la de dejar de ser héroe. Lo que tiene importancia es el compromiso total». Y es que, tal como apunta Safranski en la obra citada, Schiller quiso demostrar «que no solo hay un destino que sufrimos, sino también un destino que somos nosotros mismos».

Vivimos tiempos en los que es fácil escuchar justificaciones por el modo de vivir que aceptamos y transitamos, atados a aparatos electrónicos que pautan nuestro devenir existencial: notificaciones molestas y persistentes, publicidad invasiva y omnipresente, redes sociales a las que alimentar a cada instante, mensajes a los que debemos dar respuesta inmediata. Schiller lo habría visto, sin duda, como un callejón sin salida para nuestra libertad, anclada así a un sinfín de estímulos que, decimos, no nos permiten ser más que lo que podemos ser. Pero ¿y si quisiéramos ser más?

Es indudable que se han producido avances en la técnica y la tecnología, la medicina o la ciencia, pero según apuntaba Schiller, «a medida que la sociedad en su conjunto se hace más rica y compleja, el individuo se empobrece en lo que se refiere al desarrollo de sus disposiciones y fuerzas». También trazaría el mismo análisis años más tarde otro poeta, en este caso romántico, Friedrich Hölderlin, en su Hiperión: «Ves artesanos, pero no hombres». Diagnóstico del que, por supuesto, Karl Marx y toda la tradición marxista darían buena cuenta muchas décadas después. El sujeto se ha hecho fragmento intercambiable e indiscernible de un todo, se ha atomizado y desterritorializado: no encuentra su lugar porque su lugar es cualquiera; todo funciona de la misma manera y todos los espacios y todas las circunstancias se parecen. Somos fragmentos de una totalidad que simula ir mejor pero que, paradójicamente y a fuerza de progresar, provoca el malestar del individuo. Así lo exponía Schiller en la sexta de sus Cartas: «Eternamente encadenado a un pequeño fragmento aislado del todo, el hombre mismo se convierte en un fragmento: ya solo oye el monótono ruido del engranaje que hace girar, jamás desarrollará la armonía de su ser […]. Se convierte en un mero reflejo de su oficio y de sus conocimientos». ¿Cómo no escuchar aquí, de fondo, La colonia penitenciaria de Kafka, las Memorias del subsuelo de Dostoyevski o El dolor de Marguerite Duras?

Si Schiller, profético en todo, pudiera informarse sobre nuestras últimas reformas educativas, en las que la utilidad, las competencias y las habilidades son los únicos elementos que parecen importar, más allá de los conocimientos y del desarrollo global y personal de niños y adolescentes, se rebelaría con furia frente a ellas, pues ya denunció que, a causa de restar importancia a las humanidades, «así va quedando abolida poco a poco la vida concreta de los individuos para asegurar que la totalidad abstracta persiste en su indigente existencia». La actual –y, si me permiten, estupidizante– exigencia de «preparar para el mercado laboral» al estudiantado supone declarar la bancarrota de la enseñanza como periodo en el que un joven descubre libremente hacia dónde quiere encauzar sus futuros esfuerzos. El colegio o el instituto no pueden ser una fábrica de trabajadores, pero tampoco lo puede ser la universidad, cada vez más rebosante de aquellas competencias y habilidades destinadas en exclusiva a satisfacer un sistema productivo depredador y excluyente. La enseñanza debe ser un potenciador de las propias capacidades, no un elemento limitador de posibilidades.

En el mismo sentido se manifestó otra autoridad literaria ya clásica, en este caso del siglo XX, Hermann Hesse: «Nuestra educación se ha esforzado por arrebatarnos la libertad y la personalidad y por introducirnos desde la más tierna infancia en una situación de forzoso trajín y sin una pausa de respiro. Se ha producido una decadencia y una falta de ejercicio de la ociosidad». Al igual que Schiller, Hesse creía en la libertad como creación, y así lo dejó patente en uno de sus ensayos más conocidos, Obstinación: «El héroe no es el ciudadano obediente, apacible, cumplidor. Heroico sólo puede ser el individuo que ha erigido su propio sentido, su noble y natural obstinación, en su destino».

Resulta curioso comprobar cómo, en las últimas décadas, con la pérdida de peso de las humanidades en colegios e institutos, se ha dado una peligrosa y creciente merma de la atención y la concentración. Una educación sin humanidades nos entrega al vasallaje intelectual, afectivo y emocional. Si la educación se convierte en esclava de la productividad, la rentabilidad y la utilidad, educaremos para crear sujetos serviles. El conocimiento no puede estar al servicio exclusivo del mercado laboral; ha de fomentar la crítica y la autonomía. Una educación que solo enseña lo útil solo sirve para servir. Ya lo vaticinó Concepción Arenal: «¿Qué remedio puede emplearse contra los males que nos afligen o nos amenazan? Ninguna dolencia social puede combatirse con un solo remedio, pero diré uno: la educación».

Es profundamente llamativo que cuanto más se intenta expulsar de la educación a las artes, la filosofía, la música y, en general, a las humanidades, más las necesitamos. Su falta siempre crea su inevitable y urgente necesidad. Y esa es su fuerza, su ineludible vigencia. Una educación sin humanidades solo prepara para servir. Porque son en y por ellas, a través de las humanidades, como sostuvo Schiller, mediante las que pasamos de ser esclavos a legisladores de nuestra propia libertad.

Este artículo fue originalmente publicado en ethic.es.

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