Puerto Rico como Frontera

Puerto Rico es la menor de las Antillas Mayores y la mayor de las Antillas Menores.” Durante más de un cuarto de siglo que llevo dedicado a la enseñanza e investigación de la historia del Caribe, he descubierto que esta oración es casi lo único que obtienen los puertorriqueños sobre la región durante su formación escolar. Generación tras generación —al menos desde la Segunda Guerra Mundial— e independiente de que provengan del sistema educativo público o el privado, los puertorriqueños recuerdan sobre el Caribe una oración que reitera una preferencia por la identificación antillanista de lo que hoy llamamos el Caribe “insular.”

Al principio la despachaba como una fórmula sencilla que meramente reflejaba una obsesión con el tamaño, por nuestra relativa pequeñez. Al irme adentrando en la experiencia con nuestro entorno caribeño, fui descubriendo que no era casual que dicha oración se hubiese integrado en el imaginario colectivo hasta devenir en una especie de referente obligado, más o menos inconscientemente heredado y reiterado. Esto ocurrió por varias razones. Primero, porque dicha fórmula sintetiza una dimensión crucial de nuestra experiencia histórica. Segundo, porque está preñada de significados sobre las maneras en que nos identificamos con el resto de la región. Y tercero, porque refleja también la actitud con la que tendemos a interactuar con ella.

Esa oración contiene, entonces, aspectos de las tres perspectivas desde las cuales podemos examinar la vinculación de Puerto Rico con el resto del Caribe, tanto insular como continental. En primer lugar, cabe explorar el rol y la autoimagen de Puerto Rico como frontera, desde los tiempos antiguos. Segundo, debemos comparar la experiencia puertorriqueña con la del resto de las sociedades del Caribe. Tercero, podemos examinar las interacciones de la sociedad boricua con el resto de la región. En este texto, voy a concentrar sólo en la primera perspectiva.

I – La frontera aborigen y de la conquista

Puerto Rico es la menor de las Antillas Mayores y la mayor de las Antillas Menores,” sugiere de inmediato un rol de frontera entre las Mayores las Menores. De cierto modo, ese rol lo venimos cumpliendo desde nuestra antigüedad. La evidencia arqueológica sugiere que nuestra isla fue punto de encuentro y mezcla entre los grupos migratorios que sucesivamente poblaron las islas. Incluso, investigaciones recientes sugieren que la interacción no solamente ocurrió en dirección al norte / noroeste sino que se movió en un ir y venir hacia el sur al menos hasta todas las islas de Sotavento, incluyendo Guadalupe, Dominica y Martinica.

La primera traducción de la palabra caribe a un idioma europeo se remonta a 1492. En el diario de su primer viaje a América, el genovés Cristóbal Colón tomó nota de unos “caribes” o “caníbales,” invariablemente localizados al este de los arahuacos antillanos que le daban las noticias. Es decir, se trataba de una mítica frontera que parecía tener su límite en una isla llamada “Baneque” —según algunas fuentes —, lo más seguro “Burenquen” — al decir del gran sabio cubano don José Juan Arrom. En el transcurso de ese y del segundo viaje al año siguiente, Colón identificó a esos caribes como habitantes antropófagos de lo que hoy llamamos las Antillas Menores y otras partes de ese Nuevo Mundo.

Había entonces, por lo menos en algunas de las Antillas Menores, grupos indígenas social y linguísticamente distintos de las tribus y cacicazgos que hoy llamamos taínos. Las diferencias eran las mismas existentes entre los arahuacos y caribes continentales en toda el área al norte del Amazonas, hoy Venezuela, las Guyanas y el extremo norte de Brasil. En las Islas Vírgenes y al este de Borinquén, estos caribes alternaban —al igual que los diversos cacicazgos taínos— entre la cooperación y la hostilidad con sus vecinos. El primer contacto con los presuntos caribes, a la vez primer encuentro armado entre españoles y americanos del cual tenemos testimonio, ocurrió en 1493 en nuestra vecina isla de Ay-Ay, conocida ahora como Santa Cruz.

El conquistador Juan Ponce de León nos muestra la imprecisión al informar, en 1509, que habló “a los caciques de la costa y a los caribes que allí hallé …” Y no se trataba de un novato: Ponce de León había llegado con Fray Nicolás de Ovando en 1502 —si no antes con Colón en el mero siglo XV— y conocía perfectamente a sus interlocutores, pues se ganó la encomienda de conquista después de la “pacificación” de Salvaleón del Higüey, el sureste de La Española.

Efectivamente, taínos y caribes —a ratos hostiles entre sí— se aliaron en los intentos de recuperar las tierras que les habían sido arrebatadas. El propio Ponce de León, despojado en 1511 de la gobernación por los reclamos del hijo de Cristóbal Colón, regresó en 1515 al frente de una “Armada contra caribes,” ya aplicado convenientemente a todo nativo rebelde o esclavizado. Su nieto, Juan Troche, transformado de viejo en homónimo del conquistador, documentó el fracaso del abuelo al consignar en 1582 la desolación de la tercera parte de la Isla al este de los ríos Loíza y Salinas.

Juan Ponce de León III” alegó que esa desocupación se debía a “ataques de caribes” pero aparentemente la resistencia de los “taínos” —algunos cimarroneando en las sierras de Luquillo y de Cayey— evitó el asentamiento estable en esa parte de Burenquen. Mi hipótesis es, entonces, que Puerto Rico continuó durante casi todo el Siglo XVI en un segundo rol, como la frontera de la ocupación española de las Antillas. Mientras los europeos no conquistaron las islas de Sotavento en el Siglo XVII, éstas sirvieron de retaguardia de los antiguos ocupantes de Burenquen.

II – La frontera imperial y contrabandista

Exterminados como grupos los aborígenes de casi todas las islas, la segunda dimensión de frontera aborigen se fue transfigurando durante los siglos XVII y XVIII en el de aquella entre imperios. Con la ocupación de las Menores por las potencias europeas no hispánicas, esta tercera función de frontera quedó simbolizada por las imponentes fortificaciones del Viejo San Juan.  Aunque la función estratégica militar predominó para la isleta y la Isla desde el traslado de la capital en 1521, no fue hasta la toma de la ciudad por los holandeses en 1625 —y su derrota en el campo de marte de El Morro— que se consolidó ese rol.

La “línea defensiva” de El Morro, la “casa” de los Ponce de León y la Fortaleza bastaron para proteger a la ciudad mientras España dominaba Europa y los europeos que la atacaban no tenían asentamientos estables en América, pero ya no eran suficientes. El segundo tercio del Siglo XVII vio dos monumentales obras. La primera fue completar el amurallamiento de la ciudad y la segunda expandir el bastión de San Cristóbal en una de las obras maestras de la arquitectura militar española.

Este tercer rol de frontera, “imperial” en la frase de Juan Bosch, tiene también una segunda dimensión. Más perdurable en la autoimagen y en la actitud puertorriqueña hacia los visitantes, me refiero al contrabando con los territorios de las mismas potencias que le disputaban a España el dominio de América. Los europeos no hispánicos estaban concentrados en las Antillas Menores pero también sostuvimos comercio ilícito con el “Guárico,” el Saint Domingue, o la parte francesa de La Española.

Arturo Morales Carrión, en su obra pionera, y Angel López Cantos después, han dado cuenta de la figura emblemática de Miguel Enriquez. Mulato libre, zapatero remendón hacia 1700, devino en armador de buques corsarios y terminó veinte años más tarde como “Capitán de Mar y Tierra,” condecorado por España, y el hombre más poderoso de la Isla. Enríquez, como muchas autoridades españolas antes y después que él, y como la mayor parte de la población criolla, reconciliaba la defensa del Imperio con el comercio ilegal, o contrabando, con los mismos enemigos de cuyos ataques protegían el territorio.

Ese contrabando no fomentó vivir de espaldas al mar —y menos por el temor de que “nos coge el holandés”— propuesto en el Insularismo imaginado por Antonio S. Pedreira. Esta cuarta frontera, porosa como buena parte de las fronteras, nos permitía temer y a la vez anhelar la llegada del holandés… y el francés y el inglés, y cualquiera que se acercara a ofrecer los productos manufacturados que España era incapaz de hacernos llegar. Sospecho que esta reiteración de la frontera alimentó por siglos nuestra hospitalidad, uno de los rasgos de la sociedad puertorriqueña que más impacta a los visitantes y que más nos enorgullece.

III – La frontera de Estados Unidos: nuevo imperio, resistencia y migraciones

Finalmente, hay un tercer “momento” y una quinta función de frontera, aunque ya no con las Menores, sino casi todo el resto de la región. A partir de la invasión de 1898, nos convertimos en una de las fronteras de Estados Unidos en el Caribe. Como antes con España, se reiteró el rol estratégico-militar de proteger los accesos, antes a los centros de la riqueza del imperio, ahora al Canal de Panamá y las rutas comerciales vitales para la nueva metrópolis.

Esa frontera estratégico-militar amplió sus funciones, pues desde entonces sirvió también de cabeza de playa para la expansión del poder de Estados Unidos sobre la región. Base carbonera al principio, para que los buques estuvieran más cerca de sus objetivos, nos convertimos en centro de aclimatación y entrenamiento de tropas, luego de conscripción y reclutamiento, y punto de lanzamiento para más de una invasión o intervención militar.  Devenimos eventualmente en lo que denominaron el Caribbean Sea Frontier, con sede en Roosevelt Roads, de alcance a todo el Atlántico Sur. Con todo y la desocupación de esta última, los viejos roles se han actualizado con el traslado de Ejército Sur, desde Panamá, y la presunta guerra contra el narcotráfico.

De este quinto rol de frontera, inseparable de y a la vez suplementada por el llamado problema del status, sacamos lo que me luce a ratos como una especie de esquizofrenia colectiva, fluctuando entre ser, como Sor Juana Inés de la Cruz, “la peor de todas,” y los ataques periódicos de ser “lo mejor del mundo.” Pero esta tercera etapa plantea también una sexta dimensiónparecida a la del contrabando: el nacionalismo cultural y el rol de Puerto Rico como frontera de la resistencia a la absorción y el dominio cultural y económico estadounidense. De ella obtenemos también las variadas actitudes de los “vecinos” más o menos distantes que nos miran con una mezcla de pena, envidia y recelo que a menudo se nos pasa desapercibida.

En años más recientes, el último medio siglo, se añadió una séptima dimensión: la frontera de entrada a esa metrópolis. Comenzó con una porción significativa de los primeros exilados de la Revolución Cubana, entre 1959 y 1962. La influencia de éstos en la sociedad puertorriqueña fue sólo uno de los múltiples efectos de un acontecimiento cuyo impacto apenas comenzamos a reconocer. No han dejado de llegar, aunque en menor cantidad, los más recientes aquellos que alcanzan “tierra estadounidense” en la Isla de La Mona.

En esta séptima dimensión le siguieron cientos de miles de inmigrantes indocumentados que tanto nos han reacercado a la República Dominicana. Ha incluido, sin embargo, haitianos y cantidades relativamente imperceptibles de otras etnias, particularmente asiáticas. Paradójicamente, esta dimensión —además de continuar enriqueciendo nuestra ya variada sociedad— refuerza las herencias de todas las anteriores.

Puerto Rico/Autor: Antonio Gaztambide/En 80 Grados Prensa sin Prisa

Nota del autor: Este artículo es una versión revisada de la publicada en Claridad, 1 al 7 de abril de 2010, pp. 18-19.

Fuente: www.80grados.net

Editora: Belén T. Orsini Pic Centro de Saberes Africanos (Venezuela) MSc. en Investigación Educativa y en Integración Regional Diseñadora de los Programas de formación de los Diplomados en Saberes Africanos y Estudios del Caribe Insular. Coordinadora del Diplomado en Estudios del Caribe Insular

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