Señor Don Quijote, sito en un lugar de La Mancha del que nadie parece acordarse. Reciba mis parabienes en este, su cuatrocientos cumpleaños. Aunque usted no me conoce, yo a usted le conocí hace ya algunos años, cuando tenía quince. Aprovecho la ocasión para agradecerle tan buenos ratos que usted nos ha brindado. Hablo en nombre propio y de algunos de mis amigos con quienes he tenido el gusto de conversar sobre sus aventuras. La historia de sus hazañas, pese a ocupar dos gruesos volúmenes, es una de las pocas que he podido soportar hasta el final. Tome en cuenta que en estos tiempos de cine, televisión, cable, internet y tantas distracciones, cualquier libro pasado de las ciento cincuenta páginas se hace pesado.
Mi estimación por su persona no se reduce a ratos agradables en los que me ha hecho sonreír, o reír abiertamente, con sus ocurrencias. También he extraído de su experiencia importantes lecciones para mi vida personal. Por ejemplo, su idealismo, su valor para luchar contra tantos monstruos, tantos entuertos y tantos malos caballeros que andan por el mundo. Cuántos no hemos sido acusados de vanos “Quijotes” por luchar contra “todo género de agravios” que asolan nuestros campos y ciudades. Muchas veces, presto a entrar en batalla, he escuchado el reproche, venido de escépticos y conformistas: “¡no son gigantes, son molinos de viento!”.
Don Alonso, aprendí con usted que no se puede caminar por ahí sin imaginación, sin ideales, sin encontrar detrás de lo rutinario y mediocre la grandeza de las aspiraciones humanas, so pena de reducir nuestra existencia al hastío. Sin ese algo de “Quijote” que todos llevamos dentro, sin nuestra capacidad de soñar despiertos, nuestra especie seguiría siendo víctima pasiva de una naturaleza incomprendida. La “quijotada” nos ha hecho distintos al resto de los animales. Porque la esencia de la humanidad consiste en la interminable lucha dialéctica entre realidad e imaginación, capacidad de ver la realidad, tal cual es, e imaginarla diferente, para después trocarla cual la imaginamos.
Hablando de realidad, ¿cómo está su amigo y escudero, Don Sancho? Modelo de hombre éste. Su humilde origen le enseñó las durezas y crueldades de la vida, las cuales resumió en breves pero enjundiosas sentencias que ahora llaman “sabiduría popular”. Fiel amigo, que no le abandonó ni en los peores momentos, ni siquiera cuando, en la agonía, se olvidó usted ser Quijote para volver a ser Alonso Quijano, el bueno. En ese crucial instante, demostró Sancho que el hombre simple también es capaz de grandes aspiraciones. Invitándole a volver a montar su Rocinante, Panza comprendió que sin caballerescos propósitos, sólo quedaba la muerte. ¡Qué humilde campesino o arriero no ha soñado con su ínsula!
¿Qué me cuenta de su bella dama, Dulcinea? Rolliza o flaca, alta o baja, bonita o fea, todos necesitamos una Dulcinea. Perdone la mala rima. Es que no sólo de la búsqueda del bien y la justicia vive el caballero, también el amor es fuente de inspiración y da sentido a la vida. El amor en el pleno sentido de la palabra, y no reducido a sexo. Amor como entrega total, no importa si no es correspondido. ¡Pobre de aquel que no tenga su Dulcinea!
No puedo terminar esta misiva sin saludar a don Miguel de Cervantes, quien rescató su historia. Sin duda, algo de su persona hay en este Miguel, que luchó contra los turcos en Lepanto, a quien, ni años de cárcel, ni la herida del brazo, ni la miseria y el hambre, hizo desfallecer en sus afanes de escritor, para dicha de la lengua hispana. El señor Cervantes demostró al mundo que las gentes del común también pueden ser objeto y sujeto de la literatura. Que la novela no sólo sirve para narrar la vida de los “grandes”, sino que la “vida corriente” suele estar más llena de cosas interesantes que contar.
Miguel, lograste cumplir cabalmente el objetivo propuesto por tu amigo y consejero: “Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla”.
Finalmente, hidalgo de La Mancha, Don Quijote, de tí podría decir muchas más cosas, pero me quedo con el epitafio que te dedicara Sansón Carrasco: “Yace aquí el hidalgo fuerte/ que a tanto extremo llegó/ de valiente, que se advierte/ que la muerte no triunfó/ de su vida con su muerte”.