Por: MARIANA ESCOBAR ROLDÁN
El secuestro de 270 niñas que dormían en una escuela de Chibok, estado de Borno, nordeste de Nigeria, consternó al mundo por la magnitud, por la ausencia de una respuesta y porque según reportes del mismo Boko y de las pocas organizaciones humanitarias que llegaron a la zona, las menores fueron esclavizadas, obligadas a tomar las armas, a casarse con uno o varios miembros del grupo y a conformar, a su corta edad, familias que nunca soñaron.
Si bien dos años después del rapto apenas una décima parte han vuelto a casa,Laurent Duvillier, portavoz de Unicef para África Central y del Oeste, le dice a EL COLOMBIANO que el mundo necesita con urgencia ver más allá de Chibok.
Desde comienzos del 2014, cuando el secuestro se volvió la estrategia más efectiva del grupo, al menos 2.000 menores han sido secuestrados, ya no solo en Nigeria, sino en Camerún, Chad y Níger. Más allá de Chibok, 1,3 millones de niños han sufrido desplazamientos en esa zona por cuenta de Boko Haram, que se agravaron en un 60 % en 2015.
En dos años, además, 48 pequeños han sido utilizados como vehículos para perpetrar ataques suicidas en pueblos donde, por ser niños, pasan desapercibidos como un potencial riesgo. “Este es el carácter horrible de la táctica: ¿Quién podría imaginar que una niña de 8 años lleva una carga de explosivos y que va a matar a sus propios familiares, a su propia comunidad? Los niños no saben lo que está pasando, mientras crece un clima de miedo. Las personas que antes veían a un niño por niño, ahora los ven como una potencial amenaza a la seguridad”, cuestiona Duvillier.
A medida que los militares retoman las áreas, muchas de las mujeres y menores han sido liberados. Sin embargo, salir del cautiverio solo perpetúa su pesadilla.
“Muchas mujeres que regresan a sus familias son vistas con recelo, ya sea porque parieron a los hijos de los combatientes de Boko Haram, a quienes llaman niños de sangre mala, o por el temor de que ataquen a su comunidad”, apunta el portavoz de Unicef, a quien le cuesta olvidar la historia de Khadija, una joven de 17 años secuestrada por Boko Haram cuando intentaba cruzar la frontera desde Camerún para visitar su tío en Nigeria.
“Ella fue violada repetidamente en un cuarto oscuro. Todos los días llegaban distintos hombres y la agredían, aunque ella se opusiera. El Ejército la liberó durante una toma del territorio, pero la angustia siguió cuando llegó con un bebé a su comunidad y todos le dieron la espalda, incluso su familia. Las mujeres no le compartían el agua, no querían lavar ropa con ella, le negaron alimento para su bebé y le decían que era una esposa de Boko Haram”, relata el portavoz.
Lo mismo opina Jesús Núñez Villaverde, codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (Iecah). Para él, los titulares desaparecen y resulta que no se ha solucionado el problema, que persiste y que no se han buscado formas de atenderlo. “Más allá de campañas mediáticas, los niños y jóvenes siguen siendo violados, forzados a casarse, usados como bombas humanas o como combatientes, todo eso sin que el gobierno nigeriano ni la comunidad internacional hayan hecho algo”, cuestiona.
De la miseria surgió Boko
En la pobreza y el cambio climático podría estar el origen de Boko Haram, o así lo concluye Saratu Abiola, experta en género y editora política del medio virtual Nigerians Talk, para quien las inequidades de su país, del llamado ‘Gigante africano’ por tener la población y economía más grandes de ese continente, hicieron estallar la violencia en el norte y motivaron que se irradiara a sus vecinos: Níger, Chad y Camerún.
Según le dijo la analista a EL COLOMBIANO, si bien Nigeria exporta 2,2 millones de barriles de petróleo diarios, tiene a unas 79 millones de personas bajo el umbral de la pobreza y sus sequías son causantes de desplazamientos masivos.
El lago Chad, el que hasta el siglo pasado fue el lago más grande del mundo, perdió el 90 % de sus aguas en los últimos 50 años, destruyendo consigo los medios de vida de pescadores y campesinos, obligados a migrar al sur, a Maiduguri, la capital del estado de Borno, donde la población musulmana predomina frente a la mayoría de cristianos que habitan en el sur del país y donde Boko Haram ha perpetrado la mayoría de tragedias en su lista.
Allí, en los años 80 y 90, los desplazados por el líquido vital se instalaron en los barrios periféricos, y Mohammed Yusuf, el primer líder de Boko Haram, se convirtió en una especie de padre de los desahuciados, a quienes premiaba la fidelidad con motocicletas y bodas ostentosas.
Mientras tanto, continuó Abiola, la proliferación de armas pequeñas en la región después de que Muamar el Gadafi fuera abatido en Libia, la expansión del islam radical en África occidental, la persistencia de estructuras gubernamentales débiles y lo que ella misma bautiza como “una corrupción endémica”, fueron caldo de cultivo para el fortalecimiento del grupo terrorista, cuya obsesión se volvió derrocar al gobierno nigeriano y crear un Estado Islámico en el que participar en actividades políticas o recibir educación occidental significan ponerse la soga al cuello.
Sin embargo, la milicia islámica tocó los límites del terrorismo en 2009, cuando su fundador, Yusuf, fue asesinado por la policía, hecho que provocó reacciones violentas entre sus seguidores, quienes ampliaron su blanco a cristianos, musulmanes críticos, médicos, maestros y extranjeros, a cualquiera considerado contrario a sus ideas radicales.
Ahora, de acuerdo con Saleh Kinjir, director de la fundación Kinjir, que ayuda a las víctimas de este grupo, Boko Haram es la única estructura en ese costado africano que está unida al movimiento radical islámico del Medio Oriente y Siria, aunque aclara que el problema no es común a las seis regiones del país, sino exclusivo del nordeste, “justo la que tiene los índices sociales más bajos, el mayor analfabetismo y a la que el Estado le ha dado siempre la espalda”, resalta.
En eso coincide Abiola, quien argumenta que por esas condiciones fue difícil que el resto de Nigeria espabilara antes del movimiento #BringBackOurGirls, con el que personajes como Michelle Obama pidieron el regreso de las 270 niñas.
Lo que es claro, según expresa, es que para Boko Haram la educación occidental es la causa de la injusticia. “Esa es la historia que le decían a la gente cuando estaban en la búsqueda de primer apoyo público en el nordeste, pero ahora eso parece no importar y los militantes perdieron todos sus estribos”, concluye la analista, y añade que su verdadero malestar es “una insatisfacción general con la educación occidental, que se ha promocionado como una raíz de una vida mejor, pero ni de lejos se ha materializado así en esa zona”