Page 12 of 14
1 10 11 12 13 14

El sujeto precario. Trabajadores culturales en la era digital

Por: Lab.cccb

El capitalismo cultural se alimenta del entusiasmo de aquellos que buscan vivir de la investigación y la creatividad en ocupaciones culturales o académicas.

Ya hace tiempo que se instrumentalizan la vocación y el entusiasmo para justificar la deriva hacia la precariedad laboral. La tendencia va en aumento en los contextos dedicados al arte, la cultura y el conocimiento, donde conviven las ventajas de un mundo hiperconectado con el mantenimiento de viejas formas de poder que vulnerabilizan a las personas y les niegan espacios donde repensar la lógica laboral en que se inscriben. Una lógica que incluye desde la falacia de igualar la vida al trabajo hasta la burocratización de la vida laboral, pasando por la feminización de las bases de la cultura o el individualismo inducido por la competencia feroz, entre otros.

«Nos han hecho creer que somos libres», que con esfuerzo podremos convertir nuestra vocación creativa en un trabajo digno. «No es cierto». Tampoco lo es que la cultura esté feminizada. Lo están los hilos que la tejen, pero no quienes mandan ni quienes desde un suelo estable cobran y proyectan su futuro en el trabajo cultural. La expectativa es mi mayor frustración. Día a día escucho que mi trabajo es una afición, que su ejercicio es ya mi pago.

Diario de La Pusilánime

La sala resplandecía. La luz salía de todas partes, incluso de las personas que allí se congregaban. Eran luces eléctricas que les conferían un aire robótico a los asistentes. Era tanta la luz que apenas se divisaban siluetas ni rasgos, sombras o irregularidades. Vestidos de lo mismo presentaban sus papers midiendo sus palabras entre tablas y estadísticas y a ellos mismos arropados por sus competitivos índices de impacto. Todo con la impasividad de quien ha sido despojado de alma o está entrenado en contener la rabia. Al otro lado de la pared una multitud de solos congregados dibujaba una escena repleta de claroscuro. Cada individuo iluminaba su cara con una pantalla y se fotografiaba o emitía en streaming con entusiasmo, vanidad, emoción y alma. Había manchas en sus ropas, restos orgánicos entre los cables. En conjunto la palabrería amontonada sobre millones de «uno mismo» sonaba excesiva, como un ruido pegajoso e inhumano.

Notas sobre las redes y el declive de la academia

Tienen que ver (sujeto precario, cultura contemporánea, libertad, declive de la academia, Internet…). Intentaré argumentarlo sin cerrar las líneas, buscando hacer la cosa pensativa, fragmentándola, mirando y poniendo espejos. Mientras escribo pasan varias horas y días, tres evaluaciones de proyectos, cuatro evaluaciones de teleoperadoras, dos de técnicos. Mis estudiantes me evalúan a mí y yo a ellos. Intercambio formularios, leo en la máquina y la máquina me lee. Siempre restan tareas por hacer. (Fin de) semana. Límite de palabras inclumplido.

Fuente de la información e imagen:  https://lab.cccb.org

Comparte este contenido:

¿Quién pone los muertos? La pandemia y la “normalidad” laboral

Por: Ianina Harari TES-CEICS

La actitud del gobierno frente a la pandemia por Covid-19 atravesó distintas etapas. Tras un tiempo de inacción, decretó la cuarentena sin acompañarla de alguna medida que permitiera cumplirla al sector de clase obrera que no percibe ingresos regulares o en blanco. Por otro lado, cada día se agregaban actividades económicas a la lista de esenciales. Como resultado, la cuarentena se levantó de hecho. Luego, el gobierno fue flexibilizando las restricciones hasta levantarlas por completo y festejar el fin de la pandemia. Pero la variante ómicron vino a aguarles la fiesta.

La vacunación masiva disminuyó el porcentaje de internaciones y muertes sobre los contagiados. Pero en la medida que el número de contagiados aumenta exponencialmente, el número de muertes diarias vuelve a niveles preocupantes. En ese contexto, el gobierno decidió que no iba a poner ningún freno a la circulación viral, mostrando abiertamente que privilegia la economía (o sea las ganancias de los capitalistas) frente a la salud obrera.

Contagios al por mayor a pedido de los capitalistas

Por más empeño que el gobierno haya puesta en promocionar la superación de la pandemia, la realidad lo golpeó en la cara. La “nueva normalidad” que impuso con el levantamiento de las restricciones a la circulación y el regreso al trabajo presencial se vio alterada con el crecimiento de casos que provocó la variante ómicron. En pocas semanas la curva de contagios subió exponencialmente y producto de ello, unas semanas después, las muertes volvieron a tocar picos preocupantes. Nada de esto conmovió al gobierno, que lejos de tomar medidas restrictivas, decidió buscar la forma de subestimar los contagios y relajar aún más las medidas de cuidado para satisfacer la demanda de la burguesía de que no se frene la economía.

La principal preocupación empresaria frente a la llegada de ómicron no fue la salud de sus empleados, sino el ausentismo que provocaban los criterios de aislamiento. Entonces, la burguesía comenzó una campaña para disminuir el ausentismo. El titular de la UIA, Funes de Rioja, dijo que según los datos recabados por la entidad empresaria, se registraba un 7,5% adicional de ausentismo en promedio. La CAME, que agrupa a pequeñas y medianas empresas, por su parte, estimó un ausentismo de 25% en las industrias de AMBA y del 15% en las del interior.

El gobierno convocó a representantes de la burguesía y de las centrales obreras para tratar el asunto. Se reunieron el ministro de Economía Martín Guzmán, de Agricultura, Ganadería y Pesca, Julián Domínguez, de Desarrollo Social, Juan Zabaleta y de Salud, Carla Vizzotti. Allí los empresarios reclamaron no solo el acortamiento del período de aislamiento sino también que se habilitaran los test rápidos para hacer en las fábricas. Ambos pedidos fueron escuchados y acatados. Se decidió reducir los días de aislamiento y directamente eliminarlos para los contactos estrechos con tres dosis. A su vez, se decidió reducir la cantidad de testeos por la vía de eliminar los testeos a contactos estrechos sin síntomas. En provincia de Buenos Aires, Kicillof fue más lejos aún: directamente se deja de testear a quienes no pertenezcan a grupos de riesgo con o sin síntomas. Es evidente que, con estas medidas, se van a subestimar los contagios.

En cuanto a los test rápidos que fueron aprobados, se trata de test de antígenos que tienen un margen de error mucho más alto que el PCR. Por ello, cuando da negativo, se recomienda complementar con PCR. Sin embargo, es evidente que las patronales lo van a utilizar para obligar a trabajar a quienes den negativo, aunque puedan estar contagiados evitando el test de PCR.

En el sector público, el gobierno mantuvo la presencialidad. Solo permitió el teletrabajo en la administración pública nacional unos días para evitar sobrecargar la red eléctrica. La única motivación posible para ello es garantizar pasajeros para las empresas de transporte público. La gran mayoría del trabajo en el Estado puede realizarse de forma remota, sin poner en riesgo a los trabajadores. Pero ya sabemos que eso al gobierno lo tiene sin cuidado.

A todo esto, la burocracia sindical, lejos de solicitar medidas para proteger a los trabajadores frente a la nueva ola de contagios, solo pidió junto con los empresarios que se prorrogue el decreto que incluía al coronavirus como enfermedad profesional para que las ART la cubran, lo cual el gobierno también acató porque es otra medida que beneficia a las patronales.

Las muertes las pone la clase obrera

Las vacunas mostraron su eficacia en la reducción del porcentaje de contagiados que requieren internación y que mueren. Incluso se verifica que ese porcentaje es menor entre los vacunados que entre los no vacunados. Sin embargo, en números absolutos, las internaciones y las muertes alcanzan cifras dramáticas cuando el número de contagios es muy alto, afectando especialmente a quienes se encuentran dentro de los grupos de riesgo, incluso entre los vacunados. Es por ello, que, en momentos de picos de contagios tan altos, algunos países retomaron algunas medidas de restricción de la circulación. No es el caso de Argentina, en donde se da vía libre a la circulación del virus y a las muertes que ello provoca. Muertes que afectan principalmente a la clase obrera.

Efectivamente, hay un factor de riesgo que no aparece tan claro en las estadísticas, y que si se busca está allí: ser parte del proletariado. La condición de clase es un determinante en la probabilidad de morir por Covid. Las estadísticas que se realizaron cruzando datos de muerte con diferentes indicadores socio económicos, muestran que hay un mayor porcentaje de muertes por Covid entre proletarios que entre burgueses.

Un estudio publicado en la Revista Argentina de Salud Pública mostró que en la Ciudad de Buenos Aires los barrios con mortalidad más alta se ubicaban en el sur (la zona más pauperizada), mientras que los de mortalidad baja se localizaban en las zonas Norte (barrios de mayores ingresos) y Oeste de la ciudad. El mismo trabajo muestra que los barrios con mayor mortalidad tenían porcentajes más altos de hogares con necesidades básicas insatisfechas (NBI), que es un indicador del nivel de pobreza. En lugar de medir la pobreza según los ingresos, el NBI la mide por condiciones estructurales como las características de los hogares. Por ejemplo, se cuenta como NBI el carecer de cuarto de baño y el hacinamiento. No es de extrañar, entonces que sea en las zonas con más hogares con NBI en las que se produjeron mayor porcentaje de muertes.

Hay otro elemento que contribuye a aumentar las muertes entre la clase obrera: las comorbilidades. La hipertensión arterial, la diabetes, la insuficiencia cardíaca y la obesidad son las más peligrosas. Un estudio muestra que en los sectores de nivel socioeconómico bajo de CABA tienen elevados valores de índice de masa corporal (IMC) y un alto porcentaje de población con obesidad. Todo ello explica por qué la población de los barrios obreros más pauperizados, como la que habita las villas, es más vulnerable frente al COVID-19. CABA no es la excepción. Los mismos resultados se encontraron para el resto de LatinoaméricaEspaña, Estados Unidos 1 2Reino UnidoFranciaAlemania y varios otros países donde se pudo cruzar la información estadística.

Efectivamente pertenecer a la clase obrera es un factor de riesgo. Las condiciones de vida a las que los obreros están sometidos, les impide ocuparse adecuadamente del cuidado de su salud. A diferencia de un burgués, el obrero no cuenta con el tiempo libre para hacer actividad física o tener tiempo para relajarse. No le alcanza el salario para llevar una alimentación saludable. Tiende a vivir en hogares más precarios, hacinados, sin acceso a agua potable. En especial, la clase obrera más pauperizada y con condiciones de trabajo más precarias no tuvo posibilidad de cumplir la cuarentena, más bien tuvo que salir a hacinarse en el transporte público y en los lugares de trabajo. Ahora el gobierno la manda a contagiarse masivamente en medio de una escalada de casos y muertes.

Lo que el gobierno está promoviendo con las medidas para sub registrar los contagios, evitar aislamientos y disminuir el ausentismo laboral, es el aumento de las muertes obreras. En la medida que los contagios mantengan un nivel elevado, va a ser la clase obrera la que ponga la mayor parte de los muertos. La vida obrera es un detalle que a la burguesía la tiene sin cuidado. La ganancia capitalista es lo único que importa. Y en épocas de crisis, después de la derrota electoral, el gobierno apuesta a una recuperación económica que barra los muertos debajo de la alfombra.

Notas

  1. https://pubmed.ncbi.nlm.nih.gov/33227595/
  2. https://www.healthaffairs.org/doi/10.1377/hlthaff.2021.00414

Fuente de la información e imagen: https://razonyrevolucion.org/

Comparte este contenido:

La «desescalada digital» y el complejo vínculo entre infancias y videojuegos

Por: Yair Cybel

🎮

Recuperar espacios de ocio no digital, proteger los datos personales y reducir el tiempo frente a la pantalla. ¿Qué estrategias se pueden tomar ante el consumo problemático de videojuegos?

En el año 2018, la Organización Mundial de la Salud (OMS) publicó un informe lapidario donde advertía sobre las consecuencias del creciente tiempo que los niños, niñas y adolescentes pasan frente a las pantallas. En el estudio se recomendaba no exponer a menores de un año al consumo de pantallas y que los niños y niñas de entre dos y cuatro años no tuvieran más de una hora diaria de «tiempo de pantalla sedentario». En enero de este año la cosa escaló: se incluyó al consumo excesivo de pantallas y videojuegos dentro de las patologías adictivas, instando a los estados a que tomen cartas en el asunto y generen políticas públicas preventivas orientadas a paliar esta situación.

Al calor de la pandemia, el Twich y las NFT (criptomonedas orientadas a videojuegos), surgen cada vez más preguntas sobre la relación entre infancias, adolescencias, videojuegos y pantallas. ¿Cuál es el tiempo adecuado para que une niñe juegue con una consola? ¿Qué sucede con la privacidad, el acceso a datos personales o el control parental? ¿Es posible adoptar conductas que mejoren la relación entre jugadores y dinámicas de juego? ¿Cómo saber si un videojuego es apto para niñes?

Estas mismas preguntas se realizó la Defensoría de la Provincia de Buenos Aires, que recientemente difundió un informe sobre el uso responsable de videojuegos y la desescalada digital. En el trabajo se analizan experiencias internacionales orientadas a mejorar la relación entre los usuarios y las pantallas, advertir consumos problemáticos y reconocer conductas que puedan derivar en trastornos.»Buscamos que se pueda distinguir entre uso y abuso para así evitar que se generen situaciones conflictictivas en el desarrollo de la personalidad de niños, jóvenes y adultos», explica en diálogo con este medio Walter Martello, Defensor del Pueblo de la PBA.

El informe presenta una serie de recomendaciones extraídas del programa «Pantallas amigas», implementado en España. Allí se sugiere que les usuaries puedan partir del reconocimiento del impacto que la pandemia ha generado sobre sus prácticas y su relación con las pantallas y los videojuegos. De cara a una «desescalada digital» se propone que se fijen objetivos realistas, se recuperen tiempos de ocio no digital y que, en caso de así desearlo, se informe a su entorno de la voluntad de reducir los tiempos frente a las pantallas.

El estudio también enfatiza en la necesidad de estar precavides frente al cyberdelito y advierte firmemente sobre la importancia de evitar introducir el número de tarjeta de crédito o los datos personales en las plataformas. Al mismo tiempo, también se ofrece un repositorio de herramientas para que los padres puedan conocer las características de cada videojuego que les niñes o adolescentes utilizan, entre ellos una plataforma que verifica el grado de violencia, sangre, apuetas o lenguaje agresivo de cada juego.

¿Hay margen para pensar políticas públicas que apunten a legislar sobre el abuso o el mal uso de las pantallas? «Hay dos proyectos presentados en la PBA, uno en el senado -que ha perdido estado parlamentario- y otro en diputados, en la Comisión de Adicciones», señala Martello y destaca la importancia de determinar las responsabilidades del Estado en la atención y el diseño de políticas públicas de caracter preventivo. «En ningún caso el camino es la prohibición», sentencia.

Huella digital o la memoria de nuestro paso por la web

Las advertencias sobre el uso de internet también hablan de la «huella digital», el registro que deja nuestro historial en línea y que genera una cantidad de datos que luego pueden consultar otras personas. El informe «Con vos en la web», del ministerio de Justicia de la Nación, señala la dificultad de borrar la huella digital ya que «en internet no hay olvido» . «Creemos que al borrar una publicación la estamos eliminando pero no es así. Otra persona puede haber descargado el contenido antes de que se borrara. Puede modificarlo, volver a subirlo y compartirlo. Si otra persona publica el contenido es difícil borrarlo e impedir que forme parte de nuestra reputación en línea», señala el informe y agrega que «cuando se aceptan los términos y condiciones para participar en las redes sociales, aplicaciones, videojuegos o en las cuentas de correo electrónico estamos dando autorizaciones y permisos para que usen nuestros datos personales».

Para cuidar la «reputación en línea», el manual sugiere confirgurar la privacidad y lectura de las publicaciones, monitorear el propio nombre y poner contraseñas seguras.

Los datos marcan con claridad la transformación de este escenario digital en el contexto de la pandemia: según el informe «El impacto de las pantallas en la vida familiar», realizado por la ONG Empantallados con la colaboración de la Unión Europea, los niños más pequeños utilizan un 76% más las pantallas que antes del confinamiento. De hecho, se producen fenómenos como la Nomofobia, el phubbing y Fomo, derivados de la adicción al celular. Pero eso es harina de otro costal, y si les interesa conocer más sobre el tema pueden escucharlo en nuestro podcast.

Fuente de la información e imagen: https://elgritodelsur.com.ar

Comparte este contenido:

Declaración Patrimonial y de Intereses, ¿Herramienta de Persecución Fiscal al Magisterio?

Por: Juan Antonio Guerrero Orrostieta*

En la pasada entrega establecimos que éste instrumento que está siendo utilizado por las diferentes instancias de Gobierno es – como lo ha sido en otras ocasiones – ilegal, ya que ninguna ley expresa de manera explícita que las y los docentes tienen que presentar esta información.
Podemos identificar que si bien (en el magisterio), se devenga un salario que se desprende de recursos públicos, no se administran dineros del erario propiamente – en la mayoría de los casos -; se entiende que se busca poner a las y los trabajadores de la educación al nivel de una o un funcionario que recibe, administra y/o dispersa partidas presupuestales para obra, gasto corriente, infraestructura, pago de servicios o cualquier desembolso que se nos pueda ocurrir en algún espacio institucional, gubernamental o de administración pública centralizada o descentralizada, situación totalmente incoherente.
Ante los altos niveles de corrupción que existen en la administración pública, este tipo de “estrategías” que buscan prevenir e identificar los actos que puedan constituir un delito son importantes, siempre y cuando sean utilizados de manera adecuada, dirigidos a quienes manejan los dineros provenientes de nuestros impuestos, sobre todo gestores de las cuentas públicas.
La información que se solicita en la Declaración Patrimonial y de Intereses, se habrá de transparentar – según establecen las leyes de acceso a la información – y, cualquier persona, tendrá acceso a la misma, por lo cual representa un serio riesgo para quienes estén obligados a presentar datos detallados acerca de sus ingresos, posesiones, bienes, créditos e incluso, joyas y animales de compañía, de cónyuges y dependientes económicos, ésto en el contexto de altos índices delictivos que se vive en la actualidad en el país, por lo cual, se deben generar una serie de medidas de seguridad que garanticen la salvaguarda de información personal (para quienes están obligados y obligadas a presentarla por la naturaleza de sus funciones).
Ahora, pone en la mira otro serio riesgo para la seguridad, como ya es de mala costumbre, en cuanto a que las bases de datos puedan ser “otorgadas” a entidades privadas externas por parte de los Gobiernos o funcionarios (municipal, estatal o federal), ya sea a cambio de algún favor político o simplemente al recibir alguna contraprestación económica, caso plenamente comprobado y que sucede con la Banca Privada en México, ya que cuentan con toda nuestra información como dirección, teléfono, celular, correo electrónico y seguramente, la carátula de nuestra credencial del IFE o INE, referencias que en teoría, solo este organismo descentralizado debería tener. Otro ejemplo es el caso de las encuestadoras que miden las preferencias electorales antes o durante algún proceso, empresas como Parametria, Mitofsky y muchas otras, ya cuentan con la información de los votantes, sus datos personales, teléfonos y el distrito en que se encuentran, antecedentes que simple y llanamente tienen en su poder gracias a la facilidad con la que es obtenida nuestra información personal.
Otro elemento que puede ser tomado en cuenta es que en el caso del Magisterio, la Declaración Patrimonial y de Intereses es una especie de complemento a la Declaración Anual de Impuestos, en la lógica de esta administración, lo que busca es verificar que la recaudación fiscal que se está haciendo a las y los trabajadores del Sistema Educativo es la correcta – desde su perspectiva -, buscando obtener de manera ilegítima, información que les pueda engrosar las arcas públicas a través de los impuestos que puedan estar pasando por alto al desconocer en su totalidad las posesiones de las y los asalariados.
Por último, debería ser prioridad del Gobierno recabar información acerca de las necesidades que se tienen en los distintos espacios formativos, desde la falta de una correcta infraestructura, materiales e insumos hasta las carencias que tiene no solo el personal que labora en las escuelas, también las y los alumnos y sus familias que no cuentan con lo necesario para hacerle frente a la ardua labor de aprender en el contexto de pandemia que se vive en la actualidad.


  • Juan Antonio Guerrero OrrostietaMilitante Activo de la Sección XVIII de la CNTEMichoacán

Fuente de la informaciò:  Insurgencia Magisterial

Fotografía: Profelandia.com

Comparte este contenido:

Mi primer cv: entre la escuela media y el mundo del trabajo

Por:  Diego Rosemberg 

Hace unas semanas, el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires anunció la implementación de prácticas laborales obligatorias entre estudiantes de quinto año de las escuelas medias porteñas. La directiva, con polémica incluida, puso el dedo en la llaga de la situación laboral de las juventudes y en la concepción de escuela secundaria para las nuevas generaciones. ¿Cuál es la letra chica de la propuesta? Un artículo para entender los desafíos y evitar los lugares comunes.

Las funciones de la escuela secundaria no están solo vinculadas a la transmisión de conocimientos, sino también a la formación de ciudadanía, a la preparación para proseguir con los estudios universitarios y al ingreso al mundo laboral, entre otras cuestiones. En este último objetivo, aparentemente, se inscribe la propuesta del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires por la cual, a partir del año próximo, todos los estudiantes de quinto año secundario deberán realizar una práctica formativa laboral de 120 horas en empresas, en una ONG o en un organismo público.

Así enunciado, podría decirse que la iniciativa está acorde con los objetivos educativos de la escuela media. Pero surgen algunos interrogantes cuando se comienza a hurgar en cómo será la implementación del programa Actividades de Aproximación de la Subsecretaría de Coordinación Pedagógica y Equidad Educativa Ministerio de Educación de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

En un material de promoción que esa Subsecretaría preparó para las empresas, ONGs y organismos estatales que recibirán a los estudiantes de quinto año secundario anuncia que “el aporte que una organización puede hacer a la comunidad al formar parte de esta propuesta se traduce en una fuerte impronta que dejará en los y las estudiantes sobre el valor del compromiso laboral, la importancia de la capacitación y aprendizajes permanentes, la dedicación y concentración, la aplicación de conocimientos para resolver problemas concretos y una forma colaborativa de desarrollo personal y social”. Su objetivo, dice el documento, es lograr que cada estudiante de quinto año de la escuela secundaria de la Ciudad pueda enriquecer su trayectoria a través de experiencias de aprendizaje significativas en situaciones reales de las organizaciones en las que se desarrollan las actividades.

“La propuesta parte de una tergiversación perversa de algo que debería tomarse muy en serio, que es introducir el trabajo como un valor, introducir el trabajo como algo que forme parte permanente de la concepción educativa a lo largo de toda la escolaridad, y no como una medida cualquiera tomada en cualquier momento. Esto de que los chicos trabajen de manera gratuita para las empresas es realmente una cosa increíble”, cuestionó la pedagoga Adriana Puiggrós, ex viceministra de Educación de la Nación.

El programa –se anuncia- propone experiencias pedagógicas de carácter obligatorio destinadas a acercar a los estudiantes de escuelas de gestión estatal y privada al mundo laboral y a la formación superior. Antes de realizar estas prácticas, el Ministerio de Educación porteño les brindará –según el documento que distribuyó- un taller introductorio de 30 horas cátedra, que representan 20 horas reloj, con contenidos relacionados a la orientación vocacional; a herramientas para el mundo del trabajo y de habilidades blandas, financieras y digitales, y en el armado de un proyecto personal a futuro. Un dato curioso que podría abonar la mirada de Puiggrós: nada se explicita sobre la formación en cuanto a los derechos laborales, ni sobre la legislación del área.

egresar en desigualdad

Un estudio del Observatorio Educativo y Social de la Universidad Pedagógica Nacional (UNIPE) concluye que “la obtención del título secundario puede garantizar la continuidad de los estudios superiores pero no asegura trabajos registrados y estables”. El trabajo, llevado adelante por la investigadora Agustina Corica, muestra que, un año después del egreso del secundario, casi el 60% de los entrevistados no trabaja. Pero un tercio de ellos busca empleo, por lo que puede ser calificado como desocupado. El problema no es parejo en las distintas clases sociales. Mientras que afecta al 26% de los egresados que pertenecen a sectores socioeconómicos bajos, impacta solo en un 13 % de los sectores medios y en un 10% de los sectores altos.

El 40% ocupado, además, no lo está en condiciones homogéneas. Mientras que el 57% de ellos cuenta con plena ocupación, un 27% está subocupado y busca otros empleos para completar sus ingresos. Además, el 21% es cuentapropista. Los empleos que consiguen estos jóvenes son, en su mayoría (70%), precarios. “Por lo tanto, puede inferirse que el título secundario no es suficiente para insertarse laboralmente en empleos de calidad”, agrega la investigación.

Determinar si las causas de esta situación hay que buscarlas en el sistema educativo o en el modelo económico o en ambas, no parece sencillo. Pero hay cuestiones que se pueden mencionar: “Antes el secundario era para pocos, ahora es para muchos. Ya no hablamos de un título secundario como antes que, por ejemplo, te habilitaba para determinados trabajos, como el de perito mercantil –señala la investigadora-. Exceptúo de este diagnóstico a las escuelas técnicas, donde todavía esto sucede. Pero desde hace un tiempo, el objetivo se concentró en la socialización, en la formación de ciudadanía. Hay una decisión política de inclusión educativa, vinculada a convertir a la secundaria en un derecho. Me parece que eso postergó el objetivo de la formación para el mundo del trabajo. Aunque la Ley de Educación Nacional del 2006 fijó que esa era una de sus funciones, quizá faltó acción en esa dirección. Las prioridades de las políticas para el nivel fueron la inclusión y el aumento de las tasas de egreso y terminalidad”.un estudio de unipe concluyó que un año después del egreso del secundario, casi el 60% de los entrevistados no trabaja. y para quienes sí lo hacen, los empleos que consiguen estos jóvenes son, en su mayoría (70%), precarios.

quién marca la cancha

Para Corica, la iniciativa del Gobierno de la Ciudad suena interesante. Pero advierte que falta información sobre cómo se va a implementar. “El riesgo –dice- es que sea una operación de marketing educativo, un como si. Tiene que haber garantías de que se trata de una instancia formativa y de que el sistema educativo no facilitará mano de obra barata al mercado. Para eso hacen falta muchos recursos, no solo económicos sino también humanos”.

Efectivamente, el desafío es grande. De acuerdo al último Anuario estadístico del Ministerio de Educación de la Nación, en la Ciudad de Buenos Aires cursan casi 35.500 estudiantes en quinto año. Pensar que cada uno de ellos tendrá un lugar para realizar una práctica formativa en un ámbito laboral con un índice de desocupación nacional que supera el 8% parece una apuesta ambiciosa. Según el documento de promoción del Ministerio de Educación porteño, cada empresa u organización deberá tener un referente del programa con quien articulará la cartera educativa. ¿Cuántas empresas podrán destinar una persona a coordinar el programa pedagógico? ¿Quién definirá qué estudiantes de qué escuela irá a cada institución?

“Otro riesgo -dice Corica- es que el programa profundice la segmentación que ya existe en el sistema educativo, que las grandes empresas elijan vincularse a escuelas que garanticen un estudiantado con determinado capital social y les sirva para captar personal en el futuro, pero que esa posibilidad no esté dada para los sectores más postergados, los que más lo necesitan”. En este sentido, la exdirectora nacional de Información y Evaluación de la Calidad Educativa y actual investigadora del instituto Marina Vilte-Ctera, Liliana Pascual, advierte en un trabajo aún inédito: “En nuestro país, las tendencias privatizadoras en el campo educativo se inscriben en un proceso más amplio de mercantilización educativa que consiste en la integración de los intereses del mercado en las políticas públicas. Esta es la forma a través de la cual las empresas y las fundaciones empresariales participan en el diseño y la gestión de las políticas educativas, lo que transforma a la educación en un espacio propicio para los negocios privados”.

Lo que se trasluce del planteo de Pascual no parece poca cosa. Se trata ni más ni menos de quién fija la política educativa. ¿El Estado o el mercado? A veces, las respuestas se cruzan pero en muchos casos, los intereses son contrapuestos.

Pero más allá de los intereses del Estado y del mercado, aparecen las demandas y deseos de los adolescentes. “Hoy los jóvenes piden otra cosa –subraya Corica-, se entusiasman con el hacer. Y en ese hacer aparece el mundo del trabajo, por lo que esta propuesta puede ser muy interesante para ellos si se lleva bien a cabo. El desafío consiste en pensar una escuela secundaria más sensible e innovadora. Los jóvenes se avivaron. En nuestras investigaciones aparece esto que se conoce como la devaluación de las credenciales educativas, ¿cuánto vale un certificado? Esto está presente en la vida de los chicos, aparecen carreras paralelas, son cursos, talleres, informática, música y esa combinatoria de experiencias y distintas formaciones terminan construyendo su salida laboral, totalmente distinta a la que pensó el sistema educativo. Como decía Daniel Filmus, hoy la secundaria es necesaria pero no suficiente”.

Fuente de la información e imagen:  http://revistacrisis.com.ar

Comparte este contenido:

Lo que aprendí de la pandemia

Por: Íñigo Errejón

Vivimos en países donde la desigualdad creciente ha erosionado los vínculos de solidaridad cívica y de empatía, donde la individualización y la fragmentación han rasgado los lazos comunitarios. Y de pronto nos dimos cuenta de que las instituciones y las personas «esenciales» eran las que más maltratadas han sido en las últimas décadas.

Aquellos largos meses del confinamiento fueron meses contradictorios. Fuera estaban la inquietud, la enfermedad, la muerte, la sensación de colapso. Pero dentro estaba el tiempo detenido, la conmoción que te empuja a preguntarte las cosas desde el principio, una extraña paz en la tormenta. Como la vez que me quedé mudo, pero para todo el planeta. No sé si hemos salido mejores, pero nadie salió igual. Yo tampoco. Son de esas experiencias de época que marcan a todas las generaciones que atraviesan.

En el confinamiento he podido pensar mucho. El tiempo se congela… Permitidme contaros, de la forma más sencilla que se me ocurre, lo que he ido pensando. Históricamente los cataclismos son momentos de reorganización social. Producen tal conmoción, trastocan de manera tan profunda nuestras experiencias y creencias que reconfiguran las sociedades a las que afectan. Tras la Segunda Guerra Mundial emergieron los Estados de Bienestar como resultado, ciertamente, de la capacidad de presión del movimiento obrero, pero también como resultado de lo vivido durante la guerra, con la cohesión comunitaria, la idea de un objetivo común de la nación que igualaba a todos y el papel central del Estado en la economía y la regulación social. Lo que fue necesario durante los años excepcionales de la guerra después se trasladó a una nueva cotidianidad. La lógica de la excepción devino lógica de la normalidad. En general, las grandes sacudidas o experiencias traumáticas que unen a una población en una desgracia compartida y un esfuerzo colectivo para hacerle frente han abierto posibilidades para estrechar los lazos comunitarios, la solidaridad cívica y la fortaleza de las instituciones igualitarias y de planificación y provisión de seguridades.

Sin embargo, en qué sentido la pandemia nos afecta o nos reconfigura es algo que está por dilucidarse. Ninguna crisis o sacudida tiene un significado unívoco por sí misma. El sentido político que reciben los acontecimientos, por bruscos que sean, depende de la interpretación que una sociedad hace de ellos. Y esta, a su vez, de la pugna entre explicaciones disponibles. Un terremoto, así, puede ser una calamidad de la que nadie es culpable, un castigo divino o una ocasión en la que se demuestra la incapacidad de un gobierno, por ejemplo. A menudo, quienes dicen que no hay que politizar un acontecimiento están defendiendo, más o menos conscientemente, que se le dé la explicación dominante, que no se cuestione el sentido instituido.

Esto significa que tras un acontecimiento de época se abre una intensa lucha discursiva por definir el horizonte de época, por explicarnos qué ha pasado y qué conclusiones sacamos de ello. Hoy en día puede que estemos en ese momento de intensa disputa intelectual y cultural que marque cómo afrontamos el cambio de época.

Parece claro que el nuestro es el tiempo de la incertidumbre y la inseguridad. No podemos dar casi nada por garantizado; de hecho, incluso nuestra propia capacidad para imaginar el futuro está clausurada o colonizada por un pesimismo atroz: pertenezco a una generación que se crió con películas y relatos futuristas que auguraban un mañana prometedor y que hoy, sin embargo, cuando abre alguna de las plataformas de contenidos audiovisuales, solo puede encontrar proyecciones distópicas: guerra de todos contra todos por unos recursos cada vez más escasos, sociedades rotas, autoritarias y violentas, un planeta ambientalmente arrasado e invivible. Ni un solo creador se atreve hoy a proyectar un futuro mejor y eso dice algo definitivo sobre nuestro presente.

El covid-19 nos ha puesto frente al espejo de nuestra fragilidad, de la precariedad de nuestra existencia. Tras décadas de un discurso triunfalista y soberbio, en el que parece que hemos alcanzado el fin de la Historia e incluso el fin de las limitaciones físicas al crecimiento y las biológicas a la extensión de la vida, la pandemia nos sacude produciéndonos una cura de humildad. En primer lugar, nuestros cuerpos son frágiles, pueden enfermar y pueden morir, a cientos y miles. Y la única forma de cuidarlos es tener sistemas universales de previsión y cuidado. Ningún cuerpo se salva solo del virus. Ningún individuo, por apellidos o dinero que acumule, se salva si no vive en una sociedad con instituciones capaces de reordenar las prioridades y perseguir un bien común, en este caso la defensa de la vida.

Y esa es precisamente nuestra segunda fragilidad, la de nuestras sociedades. Vivimos en países donde la desigualdad creciente ha erosionado los vínculos de solidaridad cívica y de empatía, donde la individualización y fragmentación han rasgado los lazos comunitarios y donde las instituciones de previsión o protección social han sido jibarizadas o directamente eliminadas. El neoliberalismo ha operado un proceso de desciudadanización de nuestras sociedades, se ha dedicado a pulverizar las memorias e instituciones –estatales o no– de cooperación social para sustituirlas por la atomización y la disgregación. Ha disminuido drásticamente con ello la capacidad de las mayorías sociales, de la gente, para contrapesar los designios caprichosos de eso que llamamos mercados. Votamos cada cuatro años, pero la concentración descomunal de poder y riqueza en la cúspide de la pirámide devora la soberanía popular y la sustituye por el libre arbitrio de las oligarquías: el mando de unos pocos, de cada vez menos. En un momento de sacudida social, de suspensión de la normalidad y de vulnerabilidad generalizada, nuestra sociedad, muy deshecha y desigual, ha tenido muchas dificultades para hacer frente a la conmoción y los mayores daños y dolores se han concentrado en los sectores más empobrecidos y débiles. Décadas de erosión de lo común dificultaron que reaccionásemos en común cuidando más de quienes más lo necesitan. De pronto descubríamos que todas las instituciones y personas que eran fundamentales para mantener el pulso social eran las que más maltratadas han sido en las últimas décadas: la sanidad pública; las residencias de mayores; los trabajadores esenciales, que casi siempre eran los peor remunerados; la administración pública diezmada por los recortes; la educación pública; la ciencia y la investigación. En los peores días, nadie se encomendaba a los fondos de inversión, sino a instituciones y colectivos que, paradójicamente, estaban diezmados por las políticas neoliberales. También necesitamos la industria nacional, que nos habría permitido una cierta capacidad de anticipación y de suficiencia, pero esta es casi inexistente por nuestro papel periférico en la economía europea, hasta el punto de que en las primeras semanas tuvimos dificultades para producir mascarillas o respiradores. Definitivamente, nuestras sociedades afrontaron el colapso muy debilitadas. En tercer y último lugar, el virus nos ha demostrado que nuestros ecosistemas son frágiles, que el planeta es frágil y que las condiciones que hacen posible la vida en el planeta son frágiles. Estamos inmersos en una dinámica depredadora que amenaza nuestro futuro en la Tierra y la existencia tal y como la conocemos. El covid-19 y sus consecuencias pueden haber sido tan solo el ensayo general de las consecuencias dramáticas que el cambio climático puede tener sobre nuestro mundo y el futuro de nuestra generación y las siguientes. Se trata de un reto de proporciones históricas que, de nuevo, nadie puede afrontar solo y para el que el modelo actual, la competencia depredadora de todos contra todos, no solo no tiene soluciones, sino que solo puede agravarse. Es necesario recuperar la capacidad de mancomunar esfuerzos, de hacer planes y de adelantarse para que la vida siga siendo posible.

En todas estas tres fragilidades emerge –retorna– la idea del bien común. Nuestras sociedades no son solo aglomeraciones de intereses particulares y egoístas, no pueden ser solo una carrera alocada contra nosotros mismos, contra nuestra salud, contra el prójimo y contra el planeta. Existe el interés general, que es superior a la suma de las partes. Hace pocos años, el fanatismo neoliberal tachaba esta idea de totalitaria: todo lo que sea ir más allá del individuo le parecía liberticida. Hoy ya es evidente que para que el individuo sea libre, pueda vivir sin miedo, hace falta comunidad, Estado y planeta en el que vivir. Solo somos libres en común, igualmente libres, en sociedades reconstruidas y fuertes que garanticen una cotidianidad emancipada del miedo y en un medio natural que permita la vida buena, lenta, placentera y saludable. Seguramente la disputa intelectual por la libertad sea la más importante para los demócratas de nuestro tiempo, contra la idea de la libertad como el despotismo solitario de los que pueden pagarlo todo y en favor de la libertad como la libertad de los frágiles que se asocian para serlo menos.

Algunos pensadores y corrientes de izquierdas han realizado una lectura más pesimista del impacto del covid-19, enfatizando que con la nueva centralidad del Estado y la densificación de la idea de comunidad también han venido el aumento de los poderes excepcionales y del control social, y la restricción de las libertades individuales. Creo que esta es una visión marcadamente politicista, que no asume que las restricciones a las libertades y el control operaban ya en las relaciones mercantiles normales y que carga todo el peso sobre el Estado y deja libres a los grandes poderes económicos que, en la práctica, deciden mucho más sobre la vida de cada individuo –sobre su tiempo, su renta, su vivienda, sus lazos sociales o sus deseos– que ningún gobierno. Estas lecturas, sorprendentemente, se sitúan cerca del liberalismo más reaccionario. En todo caso, sí estoy de acuerdo en que todo momento de crisis es ambivalente, presenta núcleos de sentido o prácticas de recorrido potencialmente progresista y democrático frente a otras potencialmente reaccionarias y autoritarias. Por eso el sentido de la crisis depende de una disputa política. La lucha intelectual, cultural y política que debemos emprender es precisamente por regar, extender e institucionalizar los elementos primeros, al tiempo que cercamos y neutralizamos los segundos.

La conciencia de la fragilidad produce al menos dos tipos de reacciones afectivas y políticas distintas. En la época del desconcierto y la incertidumbre, hay básicamente dos opciones: el sálvese quien pueda o la reconstrucción del contrato social. La primera, la de los reaccionarios, es una violenta huida hacia delante: todo es incierto salvo que rige la ley de la selva, o pisas o te pisan, y aspirar a formar parte de los fuertes, imitando sus maneras, sus palabras y su moral. Las nuevas extremas derechas no son más que la actualización de una cierta democratización de la crueldad: el penúltimo contra el último. Por machacado que estés, siempre te puedo ofrecer a alguien más débil sobre quien descargar tu frustración. Esta salida es la de la cohesión por la guerra permanente: la extensión al terreno de la política de las mismas relaciones caníbales y despóticas que ya rigen el conjunto de las relaciones laborales y mercantiles. Tiene a su favor que, pese a la retórica de rebeldía, supone solo una radicalización de la subjetividad ya imperante: compórtate políticamente como ya lo haces en el día a día, en un atasco, con tu jefe, en un bar o en tus interacciones en redes sociales. Adoración a los poderosos, a ver si así se te pega algo o dejan caer algo, y desprecio a los débiles, para exorcizar la amenaza cada vez más presente de la vulnerabilidad, de caer en su campo. Esta salida tiene un componente moral de servilismo, que canaliza siempre hacia abajo las humillaciones que vienen de arriba. Y se alimenta ciertamente del nihilismo y el cinismo de la época. Si en otro tiempo estos pudieron parecer afectos corrosivos para el poder, hoy no hay nada más sistémico y cómodo que el descreimiento, por el cual todo el que sostenga que podríamos tratarnos mejor, que las cosas pueden ser de otra forma, es un charlatán, un idealista o un manipulador; la única realidad es la de que las cosas son como son, se van a poner peor y más vale estar del lado de los que van a caballo y no de los que van a pie.

La otra opción es la de la alianza de los frágiles, la reconstrucción social. Dado que todos nos hemos descubierto débiles, dado que todos tenemos miedo y necesitamos dotarnos de normas, instituciones y entornos seguros, pongamos orden en este desorden que ha generado el hecho de que los de arriba hayan roto las normas. En este modelo, el afecto y el lazo de la comunidad no es la guerra, sino la solidaridad para con el prójimo: nos hemos juntado para garantizar que el otro no pasa miedo, que un golpe de mala suerte no le deja en la cuneta, porque el otro puedo ser yo en cualquier momento. Precisamente porque somos débiles, cooperamos para hacernos fuertes. Para este modelo hay que fortalecer y extender las instituciones, las prácticas y los derechos que más útiles nos han sido en los momentos más duros. Por una parte, las relaciones de ayuda mutua y de colaboración que se ponen en marcha espontáneamente en los momentos traumáticos o inesperados, que deben ser alimentadas, regadas y fortalecidas para que no sean la excepción, sino la regla. Igual que las relaciones de sálvese quien pueda generan una antropología egoísta y desconfiada –por ejemplo, la desregulación laboral desincentiva el asociacionismo o el ocio individualizado aísla–, así las instituciones que fomentan el encuentro, la igualdad y la satisfacción de necesidades en común reciudadanizan y reconstruyen lazo social –en el urbanismo, en el disfrute de servicios públicos, en el asociacionismo, en el ocio o en la economía social y cooperativa–. Nuestra tarea es librar una intensa guerra cultural para defender los valores sustanciales a la democracia y la empatía, al mismo tiempo que ir desarrollando en la guerra de posiciones avances institucionales que desincentiven los comportamientos más antisociales y faciliten e incentiven los más cooperativos y cívicos.

Como se ve, no estamos ante la tesitura de hacer girar la sociedad a la derecha o a la izquierda, sino ante una mucho más radical: simple y llanamente de hacer posible la sociedad y la vida en el planeta. La clave del ecologismo, de la ola verde que recorre Europa y llega ya a España, es precisamente anclar los grandes valores a las pequeñas cosas de la vida cotidiana y, además, hacerlo desde una suerte de reivindicación militante de lo que se considera una ingenuidad: el objetivo de la política debe ser la vida buena, proveer las condiciones para que la felicidad sea un objetivo perseguible y accesible. Estas ideas parecen menos llamativas que el ruido que a diario ocupa nuestra esfera pública, pero son las más importantes, las que dirimen si estamos bien o no, las que pueden marcar el siglo xxi: la Tierra y el clima, el tiempo, la salud. Es necesaria una gran ola verde que se ocupe de las cosas que de verdad importan, que arrastre la política de nuevo a hacerse cargo de la vida cotidiana. Una fuerza de lo pequeño, de los pequeños, para las cosas realmente grandes.

La pandemia evidenció de qué teníamos suficiente y de qué nos faltaba demasiado; nos dejó claro, a todos y cada uno, en las largas jornadas con nosotros mismos, qué cosas valían más la pena en nuestra vida y cuáles menos. Y a todos, me atrevería a decir, nos arrojó respuestas similares: tener salud física y mental, tener los medios de existencia cubiertos para dormir por las noches, tener tiempo, tener el calor de nuestros seres queridos, vivir en un entorno saludable, tener tiempo para cultivar nuestras pasiones o cuidar de los nuestros. Lo que pasa es que entonces emerge afilada una pregunta: si esas son las cosas que de verdad importan, ¿por qué con toda nuestra complejidad no somos capaces de asegurarlas?, ¿a quién satisface el modelo actual, que produce tanto dolor, que amenaza el planeta y que nos hace tan débiles ante los imprevistos? Por suerte, junto con esta pregunta afilada, emerge otra más prometedora: si hemos sido capaces de movilizar recursos y energías para confinarnos, para reorganizar la vida y para investigar, descubrir, producir y administrar la vacuna…, ¿no podemos serlo para, con ese mismo espíritu, garantizar la vida buena y segura a nuestros congéneres?, ¿para transformar nuestra economía generando prosperidad y empleos en una revolución industrial verde que detenga y revierta los efectos del cambio climático?La pandemia no es solo un shock, sino también una demostración de planificación democrática, con algunos componentes socialistas. Con la vacuna, todos asumimos que era demasiado importante como para dejarla al arbitrio de los vaivenes del mercado. No es solo que detrás de las patentes haya ingentes cantidades de dinero público para la ciencia o que los Estados garantizaran compras masivas que hicieran rentables todas las investigaciones. Es que decidimos que la administración de las vacunas no podía depender de la oferta y la demanda o del dinero de cada cual. Necesitábamos que el orden de vacunación siguiese pautas de utilidad social, yendo primero quienes nos cuidan y los más vulnerables. Una autoridad superior restringía la libertad de quienes más tenían para primar el bien común. Esa idea es tan potente que nadie ha osado cuestionarla, ni siquiera las derechas, y así puede que pase desapercibida. Por eso hay que reivindicarla.

A partir de ahí es fácil deducir cuál es la tarea para las fuerzas democráticas. Las relaciones cooperativas, de cuidados o de regulación pública del interés general deben ser conectadas, fortalecidas y extendidas. Se trata de hacer cotidiano lo que fue excepcional. Y para que no dependa del altruismo, de la conmoción o del heroísmo puntual, necesitamos instituciones estatales y comunitarias que organicen en la vida cotidiana esas relaciones y esas prácticas. Defender lo común no es poner memes de Lenin muy serios en Twitter, sino encontrar en la vida cotidiana, en los dolores cotidianos y en los deseos cotidianos las razones para una nueva voluntad colectiva nacional-popular para expandir la desmercantilización y la libertad, y las transformaciones económicas y estatales necesarias para ello, en un ciclo virtuoso de reformas en que cada paso adelante genere fuerzas, convicciones y arraigo en la vida cotidiana como para ir a por el siguiente.

No es solo un problema del tamaño del Estado. Estamos en algo distinto del neoliberalismo tal y como lo conocíamos. Incluso los grandes capitales reconocen y aceptan la nueva centralidad del Estado y la planificación, fueron los primeros en pedirle rescates y hoy hablan de colaboración público-privada. Cuando nosotros hablamos de Estado emprendedor, siguiendo a la economista Mariana Mazzucato, no nos referimos solo a que el Estado sea más grande. No es solo un prestamista y valedor en última instancia con más músculo, que regala en las buenas y rescata en las malas a quienes más tienen. Es un Estado eficaz, que orienta, que tiene una estrategia de país y que la conduce con el objetivo de fortalecer la sociedad y las comunidades, de enfrentar al cambio climático generando ciclos virtuosos de prosperidad, de democratizar las relaciones sociales y poner las condiciones para la vida buena. El termómetro para saber si se está produciendo un proceso de signo progresista es el de la correlación social de fuerzas: son progresivas y virtuosas las transformaciones que generen más fuerza para la ciudadanía y equilibren una balanza marcada por décadas de concentración oligárquica. Ese camino no es lineal, sino que tiene avances y retrocesos. Tampoco es solo gradual, pues experimenta saltos y quiebros.

Un gobierno progresista, así, no es el que choca con las derechas, que esto en todo caso es una derivada del proceso, sino que es el que reconstruye la sociedad sustituyendo la incertidumbre por la seguridad de los derechos y reequilibrando la balanza entre democracia y oligarquía.

Nota: este artículo forma parte del libro Con todo. De los años veloces al futuro (Planeta, Barcelona, 2021).

Fuente de la informacion e imagen:  https://nuso.org

Comparte este contenido:

Leer en tiempos de pandemia

Por: Roger Chartier

Algunas de las transformaciones en las formas de leer, como la digitalización de los formatos, se originaron mucho antes de la pandemia de covid-19, pero ese «evento» agudizó la crisis de las librerías y contribuyó a la concentración del comercio de libros en los supermercados del mundo, como Amazon.

Quisiera empezar con dos observaciones preliminares: una sobre la lectura y la otra relativa a los discursos sobre el covid-19. En primer lugar, la lectura puede considerarse una noción, una categoría transhistórica: leer es siempre atribuir un sentido a un texto que se manifiesta en los caracteres de una escritura puestos sobre un soporte. En ese sentido, puede hablarse del leer tanto en Atenas o en el Renacimiento como hoy en día; hay una cierta universalidad en la lectura como categoría. Sin embargo, la lectura es también y fundamentalmente una práctica, y en este sentido lo relevante es reconocer que se la debe pensar en su pluralidad histórica y social. Las lecturas, en plural, son la apuesta de nuestra reflexión de hoy. Las lecturas están siempre inscritas en una diversidad de determinaciones que remiten a los códigos, convenciones, expectativas y competencias de los lectores, que varían según los lugares y los tiempos. Se trata también de una práctica cuyo ejercicio depende de sus condiciones de posibilidad, distribuidas de forma muy desigual en cada sociedad, lo que crea una dificultad a la hora de hacer diagnósticos sobre las lecturas en tiempos de pandemia, que son más diferentes, diversas, de lo que podemos imaginar. En el tiempo actual, esta pluralidad de las prácticas de lecturas nos deja con un objeto difícil de asir, lo que tal vez se vincule con la segunda observación preliminar: la dificultad para producir discursos lúcidos sobre el tiempo de la pandemia.

Reconozco que hacerlo es arriesgado, primero por la tendencia de cada uno a pensar este tiempo de la pandemia explícita o implícitamente a partir de las propias experiencias. Como sabemos, la pandemia ha hecho aún más fuertes las desigualdades entre los individuos. El confinamiento, que parece algo que todos tenemos en común, es de hecho una expresión cruel de las desigualdades sociales y de las maneras de afrontar esta situación, tan diferentes para los individuos según su condición económica. La diversidad de las lecturas se ubica dentro de estas diferencias. Debemos resistir la tentación de proyectar la experiencia personal como si fuese compartida y general. El corolario de esto es que a veces estos discursos proliferantes sobre el tiempo de la pandemia olvidan que para establecer diagnósticos es necesario apoyarse en estudios, investigaciones y encuestas. Cuando estos faltan, quedan solamente los deseos de futuro o los terrores del presente que atormentan a cada uno. Entonces, todo lo que voy a decir debe enmarcarse también dentro de estos límites, de estas tentaciones que invaden nuestros discursos. En última instancia, la proliferación de estos discursos tal como la podemos leer es tal vez la expresión más fuerte de la incertidumbre y, detrás de la incertidumbre, del miedo respecto del presente y de los sueños de un mejor porvenir.

Librerías y edición

Así, podemos empezar con los diagnósticos sobre lo que aconteció, y acontece todavía, en la pandemia, en relación con las lecturas. Un primer suceso fue el cierre de las librerías, que ha producido una fuerte caída en las ventas de libros, y esto ha generado grandes dificultades para las editoriales. En todas las encuestas que he leído –una del Sindicato Nacional de la Edición (sne) de Francia y otra del Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe (Cerlalc)–, los editores estiman la disminución de su facturación entre 40% y 50% en relación con 20191. La consecuencia inmediata es la disminución del número de títulos publicados y, en Europa, la publicación en el otoño de lo que normalmente se hubiera publicado en la primavera. Es decir, un verdadero ajuste a la situación. De esta manera, una primera realidad fue la dificultad para los lectores de encontrar nuevos libros, libros que no tenían en su biblioteca, si es que tenían una. Esta es una primera realidad, la realidad que en este momento atraviesan las librerías y la edición.

La segunda realidad que experimentamos hoy es la de una vida casi enteramente digital: se utiliza la comunicación digital en las relaciones entre individuos o instituciones, para hacer compras, en la enseñanza, y también las lecturas se hacen en digital, más allá de aquellos libros que los individuos ya poseen en papel. Este fue el gesto normal para leer, para pensar, para acceder a libros o revistas: trasladarse a su forma electrónica. Con todo, esta observación debe matizarse inmediatamente, porque si, por ejemplo, en Brasil hubo un aumento de las ventas de libros electrónicos (allí las ventas se triplicaron en el año 2020 en relación con 2019), más generalmente este crecimiento fue limitado. La encuesta del sne de Francia muestra que, por un lado, las editoriales que tienen un sector digital son minoritarias, y por otro, que estas no estiman un crecimiento fuerte de las ventas de libros electrónicos. Estos hechos pueden ubicarse dentro de la marginalidad de este sector del mercado del libro ya antes de la pandemia: en Francia, las ventas de libros electrónicos representan solamente 10% de la facturación total del mercado editorial. Hay una serie de observaciones interesantes que pueden hacerse tanto sobre este mundo digital transformado en realidad cotidiana, en la esfera de la existencia entera, como sobre la crisis de las librerías y de la edición que, evidentemente, tiene consecuencias importantes sobre las posibilidades de lectura. La pregunta fundamental es si esta situación inaugura un nuevo mundo de la cultura escrita, con el predominio de la forma digital, con un mundo sin librerías y sin libros impresos y, tal vez, con una profunda redefinición de la edición. O bien, por el contrario, si quizás debemos pensar lo que aconteció y acontece con la pandemia como una forma exacerbada de transformaciones que ya existían, de mutaciones que ya estaban presentes y que encontraron una suerte de paroxismo en el tiempo de la pandemia.

Entender el evento

Para acercarnos a esta cuestión fundamental, me parece que debemos pensar en las dos maneras de comprender un evento como la pandemia, si consideramos que la pandemia es un evento; un evento que dura, pero un evento. Una primera manera, inspirada en la definición del acontecimiento propuesta por Fernand Braudel, es considerarlo como el resultado de mutaciones, evoluciones y transformaciones previas que se cristalizan en el momento del evento; otra es pensarlo a la manera de Michel Foucault, lector de Nietzsche, como un surgimiento, una instauración, una inauguración, como –retomando una palabra que Foucault utilizó a menudo– un nacimiento. De la elección de una u otra perspectiva depende nuestra más o menos fuerte capacidad de domar el futuro. En la primera definición, cuando el evento es el resultado de evoluciones previas, puede entenderse que si se transforman las condiciones que lo hicieron posible ese evento podría desaparecer. En la segunda, más difícil de pensar, debemos afrontar un porvenir sin orígenes, una situación radicalmente nueva, que descubrimos al mismo tiempo que se establece. Podemos aplicar estas dos maneras de entender el evento a las dos realidades que he mencionado: la crisis de la actividad editorial y la digitalización de la sociedad.

La crisis de las librerías y de la edición se remite a una serie de transformaciones tanto estructurales como coyunturales que se dieron en el mundo del libro antes del covid-19. Estructuralmente, como sabemos, antes de este evento la fragilidad de las librerías resultaba de la competencia de la venta online, en particular por parte del gigante Amazon, y de los altos precios de los alquileres en las ciudades, una dificultad aumentada por la muy limitada rentabilidad del negocio de los libros. El covid-19 aconteció entonces en un mundo en el que en todas partes había disminuido el número de librerías. En París, 350 librerías cerraron desde 2000 hasta 20192Librerías, el libro de Jorge Carrión, es una suerte de antología de estas desapariciones3.

También en el campo de la edición puede encontrarse una fragilidad anterior a la crisis paroxística, aquí con raíces más profundas en los procesos de concentración, cuyo resultado más fundamental fue la imposición de la lógica del marketing a expensas de la lógica editorial propiamente dicha. Podemos recordar la expresión de Jérôme Lindon, y después de André Schiffrin: la edición sin editores4. «Sin editores» porque las decisiones de las editoriales se vinculan con aquello que perciben quienes se ocupan del marketing de los libros y no con una política editorial basada en preferencias intelectuales, estéticas o ideológicas. A este tema de la publicación sin editores o sin edición podría vincularse la desaparición en muchas empresas de la figura del corrector de estilo. En este sentido, una dificultad estructural previa, que ya se venía viendo durante los 10 o 15 últimos años en muchos países del mundo, se tradujo en una disminución del mercado del libro. Una investigación del Cerlalc muestra una disminución de la facturación global de las editoriales de 36% en España y de 22% en Brasil entre 2007 y 20175.

La razón de estas transformaciones coyunturales y estructurales –que ya habían creado una situación de fragilidad en la edición y en las librerías antes del choque de la pandemia– debemos buscarla en las transformaciones de las prácticas de lectura y de los hábitos de los lectores. No tengo todos los datos necesarios a escala mundial, sino que me basaré solamente en un trabajo publicado hace poco en Francia, una investigación del Ministerio de Cultura6. Hay dos preguntas que llaman la atención en ese estudio. La primera busca saber si las personas entrevistadas habían leído por lo menos un libro durante el año previo, es decir, en 2018. En el grupo de individuos nacidos entre 1945 y 1974, más de 80% decía que sí, que habían leído por lo menos un libro en el año anterior. Pero en el grupo de los nacidos entre 1995 y 2004, el porcentaje es solamente de 58%. En esa franja hubo una disminución fuerte del porcentaje de lectores de libros entre 1988 y 2018. La segunda pregunta era si los lectores habían leído y, supuestamente, comprado 20 libros o más durante el año previo. En 2018, 15% decía que sí, cuando en 1973 el porcentaje era de 28% y en 1988, de 22%. Si seguimos estos datos, entonces, podemos ver una disminución de la lectura y la compra de libros, tanto en relación con la reducción del número de lo que en francés se llama forts lecteurs –quienes compran y leen mucho–, como, más globalmente, y para los más jóvenes, con el abandono de la lectura de libros. En estos diagnósticos se trata, por supuesto, de la lectura de libros, y de libros impresos. ¿Qué ocurre en el mundo digital con lo escrito? En este mundo la lectura es omnipresente, obsesiva, necesaria: lecturas de los intercambios electrónicos, lecturas de las redes sociales, lecturas frente a las pantallas del tiempo de la pandemia. ¿Cómo podemos ubicar esta situación en evoluciones anteriores? En la misma investigación ya citada sobre las prácticas culturales de los franceses hay otro dato muy interesante: uno de cada seis afirma que su vida cultural tiene lugar por completo en el mundo digital, particularmente a través de las redes sociales, los videos online o los juegos electrónicos. Leen o escriben solo en las pantallas. La mitad de estos individuos, que ya desde antes de la pandemia vivían en condiciones similares a las pandémicas, tienen menos de 25 años. La cuestión es, por un lado, saber si sus prácticas culturales van a mantenerse exclusivamente online o si en algún momento van a salir del mundo digital para encontrarse con otras prácticas, culturales o no. Por otro lado, podríamos preguntarnos también si esta minoría de hoy prefigura la sociedad entera de los lectores del futuro.

Este primer diagnóstico muestra que ya antes de la pandemia existía la posibilidad de vivir digitalmente como en la pandemia… Frente a esto, por supuesto, puede hacerse un segundo diagnóstico, que es la contracara del primero. En cierto sentido, a pesar del crecimiento del mercado de los libros electrónicos, parece darse una situación paradójica: las lecturas efectivamente son digitales, pero sin la compra de libros electrónicos, que se descargan o se comparten en redes sociales. También aquí hay un desafío para el porvenir: esto es, detectar si aquellos lectores que han leído en este periodo más textos electrónicos que antes –pero sin necesariamente comprarlos– volverán después de la pandemia a sus prácticas cotidianas o, más bien, si el nuevo hábito se mantendrá, estimulado por los esfuerzos de los editores y distribuidores de libros electrónicos, que buscan transformar la situación excepcional de leer frente a la pantalla en una práctica ordinaria y común. Una manera de pensar una respuesta es preguntarnos si los esfuerzos que se hacen en algunos países, por ejemplo en Brasil, para traer a los lectores al mundo digital, esfuerzos que se traducen en la distribución gratuita de e-books o descuentos importantes en su compra (sobre la base de que el libro electrónico es de más fácil acceso, precio más bajo y que resuelve los problemas, si no de la edición, por lo menos de la distribución de los libros), perfilan la situación del futuro. Y preguntarnos también si las personas después de la pandemia van a resistir la tentación del «clic» que permite comprar libros, sin hacer caso a las librerías abiertas nuevamente, si van a seguir prefiriendo la lectura de libros, revistas o diarios electrónicos antes que su forma impresa. Si, en suma, sobrevivirá esta tendencia a satisfacerse con la lectura de los textos disponibles en el universo digital, sin preocuparse por encontrar la versión impresa en las librerías o bibliotecas. Este es el desafío fundamental para el porvenir de las lecturas.

Consecuencias

Para proponer una conclusión, y para rechazar –o intentar que no se haga realidad– la idea de una lectura total y enteramente digital, quiero subrayar algunas consecuencias posibles de esta prometida, deseada o temida transformación. La primera consecuencia sería económica. En un artículo que se publicó en abril de 2020 en La Vanguardia, de Barcelona, Jorge Carrión subrayaba el hecho de que la pandemia hace más poderosos a los poderosos y más ricos a los ricos. Se trataba a todas luces de una referencia al enorme provecho que sacan de la crisis las grandes empresas como Amazon, Facebook o Google. Se produce así la aceleración de un proceso de concentración: Amazon, por ejemplo, se está transformando en el único supermercado del mundo, un supermercado digital sin competidores.

Otra consecuencia que encuentro muy relevante es de orden cultural. Vivir en el mundo digital posiblemente sea generalizar para la lectura, para todas las lecturas, cualquiera sea su objeto, las prácticas dominantes en el mundo digital: las de las redes sociales. La práctica de lectura propia de las redes sociales es una lectura acelerada, apresurada, impaciente, fragmentada (y que fragmenta), sin la necesidad de contrastar las informaciones y las afirmaciones leídas. De esta manera, la pregunta aquí es si este tipo de lectura, que se plasmó en el uso de las redes digitales, se transformará en un modelo, un patrón general que someterá a todas las otras lecturas, de cualquier orden y naturaleza.

Si este fuera el caso, estaríamos frente a inmensos riesgos. El primer riesgo sería para el conocimiento, desde el momento en que el criterio de autentificación de los enunciados se traslada a su presencia en una red a la cual se le da credibilidad o confianza, sin preocuparse por el examen crítico de la veracidad de lo que se enuncia, un examen que supone comparaciones entre fuentes de información y evaluaciones sobre su credibilidad. El segundo riesgo no es solamente para el conocimiento sino también para la democracia. Es evidente que este tipo de lectura acelerada y crédula se constituye en un poderoso instrumento de comunicación para todas las formas de manipulaciones, de falsificaciones y de reescrituras engañosas del pasado. Son amenazas temibles para el futuro.

Afortunadamente, una suerte de compensación a este «crecimiento de lo peor» sería que, con la pandemia, se haya tomado una conciencia más aguda de estos riesgos, una conciencia que se manifiesta para algunos en las frustraciones que produce la existencia confiscada por las pantallas. Estas frustraciones permiten pensar más claramente la diferencia entre el mundo digital y el mundo impreso, en lo que refiere al libro, a la lectura, al conocimiento, al placer. Lo que se experimenta en la inmediatez de las relaciones se volvió imposible y, de cierta manera, las compensaciones produjeron una honda percepción de lo que falta. A mi juicio, la diferencia esencial, y que debe reconocerse en todos los casos, es la diferencia que existe entre las lógicas que gobiernan estas dos formas de relación con lo escrito. La lógica de la librería, de la biblioteca, de la página del diario, del libro impreso es una lógica del pasaje, del viaje entre estanterías, entre espacios, entre textos. El lector es un cazador furtivo, un peregrino, un viajero. La lógica de la producción textual y de la lectura en el entorno digital es, en cambio, una lógica temática, tópica y, finalmente, algorítmica. El lector es, aquí, previsible. Si la lógica del viaje trae sorpresas, descubrimiento de lo inesperado, de lo desconocido, la lógica del mundo digital transforma tanto los textos como a sus lectores en bancos de datos.

Una vez que se percibe esa diferencia, se vuelve posible establecer un uso menos peligroso del mundo digital y ubicarlo en el lugar que le corresponde, y ya no como un universo globalizante y globalizador, que se apodera de todas las prácticas, de todas las categorías, de todas las experiencias. La frustración nace de la imposibilidad de una experiencia compartida por individuos reunidos en el mismo tiempo y en el mismo lugar. En esta conversación no estamos en el mismo lugar, no estamos en el mismo continente, no estamos en el mismo huso horario. Frente a esto, la relación entre los cuerpos que experimentan un mismo evento, que participan en un mismo acontecimiento, es una realidad que podemos desear, para cuyo regreso podemos trabajar. Siempre me gusta señalar que esta frustración, que conduce a una percepción más aguda de la relación entre lo digital y lo impreso, tiene una referencia en el léxico del Siglo de Oro y la definición de la palabra «cuerpo». Los cuerpos no eran solamente los de los seres humanos, eran también los libros, los ejemplares de una misma edición. De esta manera, se ve también que la frustración frente al texto electrónico remite a la falta, a la pérdida de la relación con el cuerpo del libro, que es el cuerpo del texto. Esta frustración es compartida. La Feria Internacional del Libro de Guadalajara se anuncia, para un futuro próximo, como «presencial». No es posible saber si así sucederá, pero es una respuesta a esta falta de relación entre los cuerpos humanos y los cuerpos de los textos. La conclusión es que si queremos que el porvenir no se defina ya a la manera de nuestro presente dentro de la pandemia, eso dependerá, por supuesto, de las políticas públicas, pero también de cada uno de nosotros y, sobre todo, de nuestra resistencia a recurrir inmediatamente al «clic» de la computadora.

Nota: este artículo, con mínimos cambios, surgió de una exposición del autor titulada «Lectura y pandemia» y la posterior conversación con Alejandro Katz y Nicolás Kwiatkowski en septiembre de 2020, en el marco del proyecto «Léxico de la pandemia», organizado con el apoyo de la Fundación Medifé. La conversación completa, revisada por el autor, puede encontrarse en R. Chartier: Lectura y pandemia. Conversaciones, Katz, Buenos Aires, 2021.

Relacionados

Ventana al virus: las formas que no vemosJuan VilloroLo que aprendí de la pandemiaÍñigo ErrejónNeblinaMaría Fernanda AmpueroLa distancia, el futuro, la muerteMartín KohanEl museo (hipernormal) que vieneIván de la Nuez

Fuente de la iformación e imagen:  https://nuso.org

Comparte este contenido:
Page 12 of 14
1 10 11 12 13 14