Por: Sandra León
El fracaso de las actuales iniciativas legislativas no sólo representaría una mala noticia para el desarrollo y la protección de los menores, sino también un claro indicador del deterioro institucional del país
En los cuentos infantiles se infunde miedo a los niños con seres desconocidos que llegan para asustarlos o llevárselos, como el coco o el hombre del saco. Estos personajes del folclore infantil reflejan bien la idea de protección en la que se socializan los niños: una concepción de la seguridad que se basa en la desconfianza hacia los desconocidos, en protegerse frente a los extraños. Sin embargo, la realidad nos enseña algo bien distinto: los datos sobre violencia infantil indican que el coco de los niños suele estar en casa. Según la Fundación ANAR, en la mayoría de casos de violencia registrados a través de su teléfono de ayuda el agresor pertenece al entorno familiar.
Quien se aproxime al problema de la violencia contra la infancia en España quedará impactado por su magnitud y el alcance de sus consecuencias. El Consejo de Europa estima que uno de cada cinco menores —especialmente las niñas— es víctima de violencia sexual. Sin embargo, las denuncias en España sólo representan el 4% de los casos totales, según cálculos de la Fundación Educo. Además, en los últimos años han aumentado los casos de violencia familiar y de acoso escolar. Es posible que una parte de este incremento se deba a una mejora de los mecanismos de denuncia. Pero los casos que llegan al sistema representan la punta del iceberg de un fenómeno soterrado cuya magnitud real es difícil de conocer, debido tanto a la heterogeneidad en los registros como a las dificultades para detectar los casos.
Las consecuencias de la violencia infantil son devastadoras. Las víctimas padecen sus efectos durante la vida adulta porque la violencia compromete su desarrollo: lastra su educación y afecta negativamente a su salud mental y física. La prevención es la principal medida para combatirla. Y la detección temprana es fundamental para minimizar sus secuelas. El problema es que en muchos casos la denuncia nunca llega. Los menores que sufren una agresión sexual tienen problemas para reconocerse como víctimas, bien por su corta edad, porque en muchos casos están afectados por algún tipo de discapacidad intelectual, o por el propio trauma que causa la violencia. Además, el hecho de que en la mayoría de casos la violencia sexual sea intrafamiliar dificulta la denuncia e impide que el sistema pueda actuar.
Teniendo en cuenta la magnitud y efectos de la violencia contra la infancia ¿qué impide a una sociedad erradicar un fenómeno que es moralmente inaceptable y que lastra su capital humano futuro? Uno de los motivos es la consideración de la infancia como una etapa transitoria sin derechos plenos. Los menores son percibidos como adultos en proyecto, como mini-personas con derechos incompletos. Esta concepción social del menor ilustra la brecha existente en muchos países entre la norma social y la norma legal, pues la regulación internacional sobre infancia establece muy claramente que la protección de los niños frente a toda forma de violencia es un derecho fundamental.
Otro de los factores que explica la incapacidad de una sociedad para proteger a su infancia es la persistencia de una concepción patrimonialista del menor. Para ilustrarla sirve la anécdota que cuenta en sus charlas Jorge Cardona, uno de los miembros del Comité de los Derechos del Niño de Naciones Unidas, quien se vio obligado a abandonar un centro comercial tras intentar impedir que una madre pegase a su hijo. Que se amoneste a quien denuncia el maltrato y no a quien lo ejecuta evidencia bien la creencia de que los niños pertenecen a sus progenitores y que las relaciones dentro de la familia conciernen a una esfera privada en la que nadie debe inmiscuirse. Esta cuestión fue objeto de debate en España hace más de una década durante la discusión de la llamada “ley del cachete”, que planteaba eliminar la cobertura legal del uso “moderado” del castigo corporal. Aunque la aprobación de la ley contribuyó a reforzar la idea de que la protección de la integridad física de los menores es también una responsabilidad de los poderes públicos, todavía existe margen para mejorar la jurisprudencia existente sobre el maltrato infantil y la sensibilización de la sociedad acerca del mismo.
Combatir la violencia contra la infancia no es fácil. Se necesita una acción contundente de los poderes públicos que sea capaz de contener su tendencia a reproducirse, pues los niños que sufren violencia son más propensos a convertirse en su vida adulta en responsables de infligirla. Sin embargo, como cualquier otra política que esté destinada a combatir los factores que lastran el desarrollo de la infancia, la lucha contra la violencia infantil representa una inversión con un amplio retorno social. No sólo compensa la pérdida de productividad y de ingresos que se deriva de su impacto negativo sobre el progreso profesional y personal del individuo. También contribuye a reducir los costes de atender a un grupo de la población que muestra peores niveles de salud mental y física y mayores niveles de criminalidad. Se estima, por ejemplo, que la violencia sexual supone un coste de 979 millones de euros para las arcas públicas.
Proteger a la infancia de la violencia o el maltrato —y de la pobreza, la discriminación o la exclusión de cualquier forma de participación social que otorgue mayores oportunidades vitales— contribuye a preservar el futuro capital humano, económico y social de un país y también su dignidad como sociedad. Aunque en España se han dado pasos importantes para equiparar nuestro ordenamiento jurídico a la regulación internacional en materia de protección del menor, la infancia no se concibe como un bien público. Se dice a menudo que la protección de los menores es responsabilidad de todos. Pero la infancia no necesita tanto simpatizantes de su causa, como alguien que se apropie de ella. Sin prioridad en la agenda política, ni estructura institucional que facilite una actuación integral para impulsar su desarrollo, la infancia de todos acaba siendo la infancia de nadie, y la efectividad de las políticas se pierde en un mar de intervenciones sectoriales no siempre coordinadas.
Esta realidad puede transformarse si se culminan algunas de las iniciativas legislativas que se han puesto en marcha recientemente. Todos los grupos parlamentarios ratificaron hace unos días una proposición no de ley para un Pacto de Estado por la Infancia. Y en el último Consejo de Ministros de 2018 se aprobó el anteproyecto de ley integral para erradicar la violencia contra la infancia, dando respuesta a las repetidas exigencias de las entidades del tercer sector y del Comité de los Derechos del Niño, quienes llevan tiempo requiriendo a los poderes públicos una ley integral que garantice una mejor protección del menor en todo el territorio.
En todo lo relativo a la infancia debería prevalecer una colaboración sostenida en el tiempo entre actores políticos, administraciones públicas y el tercer sector. Un consenso resistente a los ciclos políticos y ajeno a la confrontación que caracteriza el debate ideológico en otros ámbitos. Por eso, el fracaso de las actuales iniciativas legislativas en materia de infancia no sólo representaría una mala noticia para el desarrollo y la protección de los menores, sino también un claro indicador del deterioro institucional del país.
Fuente: https://elpais.com/elpais/2019/01/14/opinion/1547468209_825109.html