Los niños de mi generación crecimos con el sueño noble de verlo desde cerca, saludarlo, tocarlo y recibir uno de aquellos abrazos que veíamos por pantallas de televisores.
Conocimos las anécdotas de nuestros abuelos acerca del joven lleno de sueños que asaltó el cuartel Moncada, sufrió prisión, estuvo exiliado en México y volvió en un yate, junto a otros 81 corajudos, para subir hasta la Sierra Maestra y comenzar la guerra por la independencia.
Algunos de nosotros aprovechamos los apagones en la noche para pedir que nos contaran más de ese hombre de gran inteligencia y largos discursos, querido y admirado por millones de personas.
Los adultos nos hablaban de él como de un padre, capaz de lograrlo todo, sin importar cuán difíciles fueran los obstáculos.
Recuerdo la voz de mi abuelo emocionado en el portal de su casa, cerca de la línea del ferrocarril. Narraba momentos peculiares de la historia nacional y cuando mencionaba a Fidel siempre tenía un brillo especial en sus ojos y la voz era diferente, reveladora de agradecimiento. Se paraba de la silla, y yo lo miraba como hipnotizado.
Poco a poco, el hombre vestido de verdeolivo se convirtió en mi héroe preferido, el mejor de todos, uno de carne y hueso, a quien veía hablar con seguridad, disfrutar los éxitos deportivos, trabajar con obreros y sonreír junto a infantes.
Veía imágenes de él en otros países y el gran amor que le demostraban los pueblos.
Eso me llenaba de orgullo, me confirmaba la certeza de vivir en un país especial, una nación faro, con la suerte infinita de tenerlo, siempre incansable.
Mis atletas preferidos le dedicaban los éxitos. El señor alto e inteligente hablaba del equipo de pelota, que me parecía invencible gracias también a él, de boxeo… Y así se convirtió en mi paradigma, en una inspiración permanente para ser mejor cada día.
Supe de sus problemas de salud y me alarmé, pero estaba seguro de que siempre estaría ahí. Era el mismo que sobrevivió al Moncada, a la lucha en la Sierra, a Girón, a más de 600 intentos de atentados homicidas…
Por eso cuando recibí aquella inesperada llamada en la noche del 25 de noviembre, mi mente no podía aceptar la noticia, aunque me la repitieran varias veces. Me levanté para confirmarlo y no pude dormir más.
Desde ese día, he tratado de sentirlo más vivo que nunca, por eso estuve en la madrugada del 2 de diciembre en Las Coloradas, por donde desembarcó en 1956, por eso esperé el cortejo fúnebre con sus cenizas en la emblemática Plaza de la Revolución de Bayamo, la primera denominada así en Cuba.
Por eso también fui a la vigilia en la Plaza de la Patria de la capital granmense, por eso peregriné hasta el museo Ñico López, donde descansó el gigante la noche de esa jornada, por eso fui a la Plaza Antonio Maceo, en Santiago de Cuba, el día siguiente.
También por eso estuve en Cinco Palmas, el 18 de diciembre último, donde él se reencontró con Raúl y otros expedicionarios del Granma, 60 años antes.
En el emotivo acto, vibré de emoción, especialmente cuando habló Ramiro Valdés Menéndez, actual Comandante de la Revolución y uno de sus compañeros de lucha en el Moncada, en el yate Granma, en la Sierra y después. La imagen y el ejemplo de Fidel siempre vivirán en esas montañas y en toda Cuba.
En cada lugar le dije que no lo defraudaré, las nuevas generaciones no podemos hacerlo. Tenemos el compromiso de lograr que los jóvenes del futuro, nuestros hijos, nietos, tataranietos…, sientan también nuestro amor hacia él y lo mencionen siempre en presente. Debe reencarnar en cada generación de cubanos, como símbolo invencible de victoria, padre de una obra grande que jamás deberá ser traicionada.
Fuente: http://www.granma.cu/opinion/2017-01-13/fidel-y-nuestra-generacion-13-01-2017-00-01-43