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¿Dónde quedó el progresismo?

Por: Eduardo Minutella

En el ya no tan amplio espacio de la centroizquierda latinoamericana, la segunda década del siglo todavía joven termina con una vieja pregunta: ¿cuál es el lugar actual del progresismo? Terminados los ciclos liderados por Lula, Chávez, Mujica, Lugo, Bachelet, Morales, Correa y Néstor y Cristina Kirchner, las respuestas a esa pregunta suelen exudar más preocupación que autocrítica. Y, sin embargo, en el contexto del surgimiento de experiencias tardoprogresistas o neoprogresistas, esta última debería revelarse imperiosa.

Del progresismo al neoprogresismo

Inicialmente configurado en tiempos de crisis de las izquierdas tradicionales, el progresismo fue antes una sensibilidad de centroizquierda que una articulación orgánica de fuerzas políticas. La búsqueda de una conjunción entre mayor igualdad y respeto a los valores liberales -como la libertad de expresión y la defensa del orden democrático-, se conjugaba con una (a menudo auto) crítica hacia las experiencias armadas de las décadas de 1960 y 1970. Especialmente desde fines de la década de 1980, para quienes comenzaron a autopercibirse como progresistas, la democracia ya no era solamente un instrumento que facilitaba la vía insurreccional al poder, sino un valor en sí mismo. La caída del Muro de Berlín reforzó esas convicciones y, en la década de 1990, al tiempo que el Consenso de Washington parecía decretar que la democracia liberal y el capitalismo serían las claves de un Nuevo Orden Mundial que gustaba perfilarse como eterno, el progresismo apareció como la izquierda posible de la hora. A finales de esa década, con la publicación en The Economist del artículo Nuevas ideas para la vieja izquierda, parecía iniciarse una renovación intelectual y política para la centroizquierda de la región. Los intelectuales que firmaban aquel texto (el mexicano Jorge Castañeda y el brasileño Roberto Mangabeira Unger), habían promovido una serie de encuentros con dirigentes políticos de todo el continente bajo la consigna Alternativa Latinoamericana. Quienes participaron de aquellos encuentros cuestionaban la hegemonía neoliberal, aunque sin impugnar al capitalismo. Se formó así una suerte de «internacional progresista» en la que participaron intelectuales y dirigentes como Luiz Inácio Lula da Silva, José Dirceu, Dante Caputo, Carlos «Chacho» ÁlvarezCiro Gomes, Ricardo Lagos o Adolfo Aguilar Zinser.

Sin embargo, recién en la década siguiente pareció consolidarse una propuesta progresista que excediera lo meramente discursivo y las declaraciones conjuntas de buena voluntad. De la mano de quienes promovían el retorno del Estado, se tendieron puentes para una verdadera integración regional de proyectos progresistas, aunque para entonces muchos de sus portavoces habían adoptado una retórica nacional-popular que los distanciaba de sus antecesores inmediatos. En algunos casos, esos gobiernos caracterizados o (auto)asumidos como progresistas debieron enfrentar reclamos populares, tanto por su falta de respuestas económicas ante el agotamiento de los modelos que impulsaban, como por la llamada «cuestión democrática», es decir, la impugnación de las derivas autoritarias que experimentaron. Así, predominaron los discursos refundacionales, el fortalecimiento del rol presidencial y hasta los intentos de perpetuación por la vía de un ciclo ininterrumpido de reelecciones. El caso de Venezuela es el más ilustrativo, pero no es el único.
El contrapeso de aquellas experiencias fue el retorno de derechas más enfáticas, que buscaron articularse momentáneamente en el Grupo de Lima, del cual participaron con diverso énfasis presidentes como el chileno Sebastián Piñera, el argentino Mauricio Macri o el más extremo y preocupante Jair Bolsonaro. Neoliberales en los económico y, a menudo, reaccionarios y punitivistas en lo político, estos nuevos liderazgos posibilitaron la irrupción de un frente antiprogresista que diluyó las instituciones de integración regional construidas durante el ciclo progresista precedente.

Sin embargo, algunas experiencias recientes parecen tomar distancia de aquella tendencia de retorno de las derechas, reforzada en los últimos meses por la derrota del Frente Amplio en el Uruguay y, mucho más grave, por el retorno de los sectores más reaccionarios en Bolivia. Aunque con diferencias, tanto Andrés Manuel López Obrador (AMLO) en México como el Frente de Todos en la Argentina parecen encarnar un progresismo de nuevo tipo, que algunos han caracterizado bajo el poco preciso rótulo de tardoprogresismo, o incluso como neoprogresismo. Como ha señalado recientemente el politólogo Julio Burdman, uno de los artífices de esta conceptualización es el Instituto Roosevelt, del que participa el premio Nobel de economía Joseph Stiglitz. En la agenda del neoprogresismo, caracterizado como un paradigma alternativo al neoliberalismo, se incluyen herramientas como el aumento de los impuestos a los ricos, la promoción de leyes y mecanismo para evitar los monopolios, el incentivo a la inclusión de las mujeres y las minorías étnicas y el fortalecimiento de los sindicatos. Para el caso específico de nuestra región, quienes se manifiestan cercanos a estas ideas son conscientes de la necesidad de que aquellas iniciativas sean acompañadas por una mayor responsabilidad para encarar temas que preocupan a amplios sectores de la sociedad y que han sido talones de Aquiles para las experiencias de los progresismos populistas de los últimos años, como la seguridad y la transparencia institucional. Algunos de los integrantes del Grupo de Puebla, el foro político que busca fortalecer los intercambios entre fuerzas progresistas de la región, han reflexionado en este sentido. El ex-candidato presidencial chileno Marco Enríquez-Ominami, por ejemplo, manifestó recientemente que, en algunos casos, los gobiernos progresistas de la década pasada no construyeron verdaderas fuerzas políticas, sino que tendieron a depender de un solo líder, como ocurrió con el caso de Evo Morales, y también cuestionó que los gobiernos progresistas no fueron lo suficientemente intransigentes en el combate de la corrupción.

Una agenda para el siglo XXI

Trátese de tardo o de neoprogresimos, una certidumbre parece empezar a arraigar en quienes buscan superar las limitaciones de las experiencias iniciadas en la primera década del siglo: la seguridad y el combate contra la corrupción no deberían ser temas regalados indolentemente a los portavoces de las derechas. Respecto de la cuestión seguridad, la necesidad de atenderlos ya estaba presente en los clásicos de la tercera vía, aquella encarnación del progresismo de los noventa que rápidamente demostró sus límites en la práctica. Sin embargo, «duro contra el delito; más duro contra las causas del delito», aquel viejo adagio de Tony Blair, fue uno de los tópicos de campaña del Frente Amplio uruguayo cuando Tabaré Vázquez pugnaba por su retorno a la Torre Ejecutiva de Montevideo. Como ha señalado recientemente la socióloga chilena Lucía Dammert, los progresismos latinoamericanos no lograron introducir una diferencia securitaria sustancial en el tiempo en que gobernaron.

Por su parte, la crítica de la corrupción ha sido uno de los motores de la campaña del «tardoprogresista» Andrés Manuel López Obrador, y ha movilizado a sectores de izquierda y de centroizquierda en Colombia. Incluso en la Argentina, el actual presidente Alberto Fernández, más allá de sus alianzas de la hora, se había mostrado crítico de aquellas prácticas en los años finales del gobierno del Frente Para la Victoria. Parece un ejercicio saludable: las cuestiones vinculadas a la ética pública no deberían ser un mero pasatiempo de clases medias, o de personas obnubiladas por los esplendores del discurso liberal, o liberal-republicano. En algunos círculos nacional-populares, el epíteto de progresista, o, más aun, su forma condensada –progre–, comenzó a utilizarse despectivamente. Para quienes se proponen como encarnación de la realpolitik, el progresismo clásico aparece en algún punto de intersección entre el panglosianismo político y el almabellismo autoindulgente. Sin embargo, las sociedades suelen ser menos cínicas que sus dirigentes y pretendidos portavoces de ocasión, y está bien que sea así; es tiempo de que aquellos que intervienen por izquierda en el discurso público lo entiendan. Sobre todo porque sus defecciones en este terreno terminan siendo capitalizadas por las derechas; incluso por las más recalcitrantes.

Una agenda neoprogresista tampoco debería desatender la cuestión institucional. La caída del consenso neoliberal que signó —aunque es cierto que con características y consecuencias disímiles— a los países de la región en la década de 1990, generó un ámbito favorable para experiencias que, más allá de sus diferencias, veían en el retorno del Estado una suerte de bajo continuo que, si bien no propiciaba variaciones interesantes en la estructura armónica de las economías regionales, al menoslas sostenían mientras la sinfonía de las exportaciones se desarrollara al ritmo de los precios altos de las comodities. Pero en algunos casos, ese éxito permitió que se hiciera la vista gorda ante iniciativas que a veces jugaban en el límite de la institucionalidad y que, en algunos casos, demostraban directamente ribetes autoritarios. La institucionalidad democrática, reducida a menudo a un mero formalismo, aparece en estos discursos como mera garante de un statu quo que obtura cualquier perspectiva de transformación profunda, e incluso es minimizada estéticamente por su «falta de épica», justamente, uno de sus mayores méritos. El caso Venezuela, acicate discursivo preferido por las derechas continentales, es el mejor ejemplo de hasta qué punto la falta de autocrítica de las izquierdas termina siendo capitalizada por fuerzas que oscilan entre el conservadurismo neoliberal y el autoritarismo exhibido a la intemperie, como el que gusta cultivar el presidente Bolsonaro.

Sin embargo, no todo en el neoprogresismo es disputa de agenda con la derecha. Nada de aquello tiene sentido si no se combate la desigualdad. Con ese fin, quienes empiezan a dar carnadura a perspectivas neoprogresistas proponen, por ejemplo, aumentar los impuestos a las grandes fortunas. Al decir de Joseph Stiglitz, si a pesar de las bajas cifras de desempleo el capitalismo estadounidense le está fallando a sus ciudadanos, el progresismo puede ofrecer una solución viable para salir del lodazal. La pregnancia de ese discurso puede constatarse incluso en las internas del Partido Demócrata. Pero en el caso de América latina, el problema parece ser aun mayor, ya que no se trata solamente de reducir las desigualdades sociales, sino de impulsar economías pujantes y competitivas, una empresa de otras dimensiones y de difícil alcance. Justamente, este parece ser el mayor desafío para los años venideros. Más allá de la atendible agenda de ampliación de derechos, hoy vitalmente saludable gracias al empuje del movimiento feminista, ¿cuál es la apuesta a futuro del progresismo? Dicho de otro modo, ¿cuál es la idea de progreso que manejan actualmente quienes se definen a sí mismo como progresistas? De lo fecundo de las respuestas dependerá que la pregunta inicial de este artículo, la pregunta eterna sobre las limitaciones del presente, pueda tener algún sentido.

Fuente e imagen: https://nuso.org/articulo/donde-quedo-el-progresismo/

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Eliminar todo lo que vagabundea

Por: Amador Fernández Savater

“Anunciaron que preferían ser ilegales durante un año en el bosque de Sherwood que presidente de los Estados Unidos” (Mark Twain, Las aventuras de Tom Sawyer).

“Quedarse parado en una esquina sin esperar a nadie, eso es el Poder” (Gregory Corso)

¿Hay continuidades entre el fascismo clásico de los años veinte y treinta del siglo pasado y lo que hoy vemos emerger un poco por todas partes, aún sin un nombre preciso, sólo con algunos nombres propios: Trump, Bolsonaro, Le Pen, Salvini, Orban, etcétera? Nos parece que podemos sugerir al menos una: el odio hacia todo lo que vagabundea. Aunque lo que vagabundea sea el mismo vagabundo a lo largo del tiempo y cambie de forma. Proponemos nuestra intuición o conjetura —no llega a hipótesis— a partir de cinco escenas.

1. Racismo de Estado

En Los maestros pensadores (1977),1 André Glucksmann enuncia esta tesis: el antisemitismo de los siglos XIX y XX está vinculado estrechamente a la voluntad de Estado. Allí donde la prioridad es construir o fortalecer el Estado —homogeneizar los territorios, las lenguas y los hábitos, acabar con la fragmentación del poder (en órdenes, en principados), instaurar la ley única e indivisible, construir un poder centrado y visible, etcétera—, el judío aparece como lo que no encaja.
Cuanto más fuerte es la voluntad de Estado —entre los intelectuales, los dirigentes políticos y los pueblos— mayor es el antisemitismo. Y al revés. Glucksmann cita como ejemplo el caso del pueblo italiano, que rechaza el racismo y no se deja capturar por el odio a pesar de que la doctrina oficial del Estado fascista es antisemita durante veinte años.

Los italianos se dejan movilizar [en la guerra del 14] con gran dificultad. No son antisemitas y no tienen el culto del Estado. Esto explica aquello.

Pueblo errante, apego a la propia particularidad, animal sin patria… Desde la óptica del Estado, el judío es una zona de opacidad sospechosa, un resto inasimilable, una anomalía en el cuerpo orgánico de la sociedad, una alteridad a la que se acusa de privilegio, una forma de vida heterogénea a la que se le reprocha ser hostil a la vida del conjunto, un peligroso “Estado dentro del Estado”.
El antisemitismo no es religioso, ni puramente económico: lo que levanta todos los recelos es una forma de vida no estatal. No el anticristo, sino el antiestado. El judío acampa en la tierra de los faraones, pero no se integra en la vida política y tampoco abjura de su autonomía tribal.

Judía es toda forma de comunidad extraestatal, toda vida colectiva al margen del control de la administración central, toda posibilidad subversiva en la que el individuo escape a la alternativa entre vida privada y servicio público.

Cuando se apunta a los judíos, se apunta a todo lo que se fuga, lo que desafía las fronteras y las disciplinas, lo que obstaculiza la unificación abstracta de los territorios, las lenguas y las formas de vida. A los grupos sin vocación estatal. “Lo judío” no son sólo los judíos, sino todo lo que vagabundea, esos mundos que se acabarán encerrando finalmente en los campos de concentración: gitanos, homosexuales, locos…
Esta “forma de comunidad”, esta “vida colectiva”, esta “posibilidad de subversión” hay que segregarla del cuerpo sano de la sociedad para evitar el riesgo de contagio e infección: depurar, filtrar, separar cuidadosamente al judío del resto de la comunidad, separar al judío de lo humano mismo. Para ello se aplica sobre él la “imagen de enemigo”:2 se disparata sobre su voluntad y capacidad de hacer daño, su figura se vacía completamente de humanidad, hasta que no es más que el “piojo” que podemos borrar de un plumazo deportándolo a un campo.
Lo que escapa, lo que se desvía, lo que vagabundea, lo que resiste, lo que acampa sin permiso, recibe en el libro de Glucksmann el nombre de “plebe”. Lo judío es un nombre de la plebe.

 Pedro F. Miret. 1958. Archivo Miret

2. Hay plebe en todas las clases

Al mismo tiempo que Glucksmann y en sintonía con él, Michel Foucault propone también la figura de “la plebe”3 para dar cuenta de “lo otro” del poder y la política, en discusión con el marxismo, la lógica dialéctica y la noción del proletariado como “sujeto histórico”.
Mientras que en la lógica formal dialéctica los elementos en juego aparecen totalizados en la unidad abstracta de la “contradicción”, que asigna a cada agente-sujeto posición e identidad en una conflictualidad determinada de antemano (clase-lucha de clases, proletariado-negatividad), la noción de plebe nos permite pensar de forma radicalmente distinta tanto la lucha como lo que lucha.4
En primer lugar, la plebe no es una realidad sociológica: ni un grupo, ni una colección de individuos determinada, ni un sector objetivable, sino más bien una falla que atraviesa las identidades dadas en zigzag.

Hay plebe en los cuerpos, en las almas, en los individuos, en el proletariado, también en la burguesía, pero con una extensión, unas formas, unas energías y unas irreductibilidades diversas.

Si el proletariado es uno de los polos de la contradicción, la plebe perfora la propia contradicción y divide en dos al mismo proletario: está el que defiende el trabajo asalariado y el que se fuga de él, ¡a veces el mismo! Otro tanto ocurre con la burguesía, ella también está dividida por todos los comportamientos que la “traicionan” desde dentro: los jóvenes que escapan de su destino como burgueses, se desclasan y buscan otros modos de vida, etcétera.
El poder y la resistencia no se deducen simplemente desde el marcaje de un cuerpo por una posición social o una identidad, sino que pasan por un tipo de actitud, disposición o actividad. Es decir: no sólo existe “lo que uno es”, burgués o proletario, blanco o negro, hombre o mujer, sino “cómo se es lo que se es”. En ese cómo reside la posibilidad plebeya.
En segundo lugar, la plebe no existe como esencia o sustancia, como fondo o naturaleza humana, como sujeto o agente histórico a priori, sino sólo como acción, manifestación, acontecimiento. No existe “la” plebe, pero “hay plebe”, como cuando decimos “no hay amistad pero hay pruebas de amistad”. Hay pruebas de existencia de la plebe: ciertos actos, ciertas palabras, ciertos comportamientos. La plebe es algo que pasa, y si no pasa no existe. La subversión no es una identidad, sino una práctica.
¿Qué tipo de práctica? Un gesto de escapada, un movimiento de desobediencia, una energía centrífuga. La plebe es “segunda” con respecto al poder, una reacción o una respuesta, pero no un simple eco o un reflejo, sino una réplica creadora que distribuye nuevamente las cosas. La resistencia de la plebe no opone al poder una trinchera, una fuerza de contención, un peso inerte, sino una dinámica, una acción, un contra-movimiento.
Por último, la plebe es un “punto de vista”: una perspectiva a través de la cual mirar el mundo y analizar los dispositivos de poder. Mirar desde los agujeros, las fallas y las fisuras nos permite no ver las relaciones de poder como omnipotentes y eternas, y producir un conocimiento estratégico y no moral: la descripción, más que el juicio, del funcionamiento de los dispositivos que nos tienen atrapados.

 Pedro F. Miret. 1958. Archivo Miret

3. El orgullo de una vida soberana

Si Jack Kerouac es un autor muy político, no lo es tanto por sus posiciones o declaraciones públicas como por la práctica misma de su escritura. Los mundos que convoca en ella y transcribe, la transfiguración de ellos que consigue. La crítica es en primer lugar un punto de vista. Kerouac es por eso justamente un escritor “plebeyo”: mira el mundo desde “lo otro” del poder.
En “La extinción del vagabundo americano”,5 un texto bellísimo montado a partir de esbozos, de pinturas, Kerouac toma partido —es decir, el punto de vista, el punto de vida— de la plebe vagabunda de Estados Unidos frente a los patrulleros policiales y la criminalización de los medios.
Kerouac no describe a los vagabundos desde la carencia o la falta, desde el crimen o la amenaza. No mira desde el Estado. Sin idealizarlos tampoco, pone su foco en la potencia y la belleza del vagabundeo: como pulsión, como forma de vida, como aventura, como fuerza que empuja las piernas a ponerse en marcha, a moverse y desplazarse.
El vagabundo, como hoy el migrante, no se define entonces por no tener algo, techo o dinero. Tiene experiencias, habla muchas lenguas, ha atravesado países o estados, conoce mil estrategias para adaptarse a lugares desconocidos, sabe mil historias, posee todo un potencial de plasticidad en su cuerpo.
Kerouac mira con nostalgia otras épocas donde la sociedad no era tan dura con los vagabundos. Hubo ciertos momentos en la historia donde el vagabundo tenía un cierto papel social desde el que hacía su propia aportación. En su pobreza se podía descubrir una gran riqueza.

En la época de Brueghel, los niños bailaban alrededor del vagabundo, que usaba ropas grandes y harapientas y miraba siempre hacia adelante, indiferente; a las familias no les importaba que los hijos jugaran con el vagabundo, era algo natural. – Pero hoy las madres agarran fuerte del brazo a sus hijos cuando el vagabundo anda cerca, porque los diarios convirtieron al vagabundo en el violador, el estrangulador, el devorador de niños. -No aceptes nunca caramelos de un extraño. El vagabundo de Brueghel y el vagabundo actual son iguales, pero los niños son diferentes.

A lo largo del texto, el concepto de vagabundo de Kerouac se amplía e incluye a algunos sin-hogar muy especiales: Beethoven, “un vagabundo que escuchaba la luz arrodillado”; Einstein, “el vagabundo con tricota de lana”; Li Po, “también un vagabundo poderoso”; Jesús, “un raro vagabundo que logró caminar sobre las aguas”; o Buda, “un vagabundo que no prestaba atención a los otros vagabundos”. Vagabundo es todo aquel que se fuga de los campos ya establecidos y abre nuevos caminos posibles, en la calle, en la música, en la ciencia, en la poesía, en la espiritualidad…
“El vagabundo nace del orgullo”. Ese orgullo es la afirmación de una vida soberana que no acepta el sacrificio del trabajo, que no intercambia el tiempo de existencia por dinero, que no es medio o herramienta de un fin ajeno, que no queda localizado estrictamente en un espacio y unos gestos determinados, que no depende de ninguna comunidad establecida, sino que en todo caso puede asociarse puntualmente con otros vagabundos amigos por el camino…
Pero la policía acecha. Persiguen todo lo que se mueve en sus grandes patrulleros. “No saben qué hacer consigo mismos en sus coches de policía de cinco mil dólares con radios de dos vías al estilo Dick Tracy, salvo perseguir cualquier cosa que se mueva de noche y de día”. Los policías que persiguen vagabundos no saben qué hacer con su tiempo, no aguantan el silencio ni tampoco a sí mismos. Son pobres en experiencia, el reverso completo del vagabundo.
La televisión diaboliza a los vagabundos, a todo aquel que escapa a las leyes del trabajo y la normalidad, como monstruos, como criminales, como el mal. La policía se encarga de vigilarlos y detenerlos. Hay que impedir el contagio con la gente “honesta”, “buena” y “trabajadora”, segregar al vagabundo del resto de la sociedad.

 Pedro F. Miret. 1958. Archivo Miret

4. El deseo vagabundo

Economía libidinal (1974)6 es un libro de Jean-François Lyotard dedicado a pensar el deseo. Pero buscaremos en vano una definición de deseo a lo largo de sus páginas. Hay que buscarla de otra forma, por ejemplo observando los verbos que Lyotard asocia al deseo. No lo que es, sino lo que hace: carga y descarga, inviste y desaloja, se desplaza y nos desplaza.
El deseo pasa. Su modo de ser es el pase, el pasar, el pasaje. Pasa y nos pasa, nosotros pasamos con él, somos pasados por él, atravesados, arrastrados casi involuntariamente, hacia nuevos paisajes, sentidos, focos de actividad, etc. El deseo no simplemente se representa en un teatro íntimo o social, sino que da lugar, hace hacer, nos pone en movimiento.
Ese pasar no es exactamente un movimiento. Un deseo puede atravesarnos en la inmovilidad. Es una fuerza de metamorfosis y no sólo de circulación. Lo que circula puede moverse idéntico a sí mismo. Lo que pasa son intensidades que transforman y nos transforman. Beethoven, Buda, Li Po, Cristo, vagabundos del deseo
El deseo “acampa”, como los judíos en la tierra de los faraones, pero no pertenece a ningún sitio. Se posa por un tiempo indefinido (¿un día? ¿una vida?), pero luego sigue su camino. Podríamos decir incluso: el deseo engendra, su propio pasar engendra la superficie por la que pasa. El calor del viaje de deseo crea nueva tierra. Y ese viaje tiene su propia ley, una ley interna, inmanente.
Desplazamiento de las energías, deriva de los continentes, el deseo se desvía de los límites que lo quieren fijar a tal objetivo, a tal institución, a tal registro. Fuga por tierras desconocidas, pero no como el conquistador que busca dominar los nuevos territorios, sino como el vagabundo que multiplica los recorridos posibles a través de un espacio a la vez descubierto e inventado.

 Pedro F. Miret. 1958. Archivo Miret

5. Racismo de mercado

Alana Moraes, activista brasileña, recoge el siguiente dato significativo para entender la victoria de Bolsonaro en los comicios de 2018: la campaña electoral que le aupó el poder estuvo focalizada contra los vagabundos.7 Bolsonaro asumía la demanda de algunos sectores de la policía brasileña de poder disparar impunemente contra los sin-techo. La “seguridad” por encima del derecho a la vida.
Pero la definición de “vagabundo” pronto desbordó la identificación con los sin-hogar para incluir todo aquello que resulta una “amenaza” contra “el gran y productivo Brasil”: el Brasil del evangelismo, el agrobusiness, el orden policial, etc. Feministas, negros y negras de las periferias, indígenas, izquierdistas, gays… Los vagabundos son todos los que se desvían de las normas de orden y productividad. Todo lo que atenta contra la patria y la empresa, la patria-empresa, la patria como empresa.
Un cierto salto, un cierto desplazamiento. El fascismo clásico fue el ideal de plegar el mundo al poder del Estado. Había que eliminar para ello todo lo que “no encajaba” en la ley estatal: judíos, homosexuales, locos… El fascismo posmoderno es la tentativa de plegar el mundo a la lógica de mercado. Hay que eliminar para ello lo que no encaja en la norma de productividad total.
Glucksmann habla de un “racismo de Estado” en el caso de los judíos. Hoy podríamos hablar de un “racismo de mercado”, siempre que tengamos en cuenta que el Estado en el neoliberalismo sigue bien operativo pero subordinado a las lógicas de empresa. Si lo que se atacaba en “lo judío” era una cierta autonomía de la existencia con respecto al Estado, lo que se ataca hoy es la autonomía de la vida con respecto al mercado.
Como explica Alana Moraes, los “vagabundos” que Bolsonaro promete eliminar son personas y colectivos que disfrutan de tiempo libre, organizan fiestas y encuentros, mantienen una relación afirmativa con el cuerpo y el placer, hacen un uso no propietario de la riqueza. No sacrifican la vida a la lógica de beneficio. La figura por excelencia del “vagabundo” sería Marielle Franco, asesinada justamente por ser “una mujer feminista, negra e hija de la favela” como ella misma se definía con orgullo. El orgullo de la vida soberana.
El fascismo posmoderno, según Diego Sztulwark en su ensayo La ofensiva sensible8, sería una exasperación de lo neoliberal. ¿En qué sentido “exasperación”?
El neoliberalismo trabaja cotidianamente la “fijación” de la naturaleza vagabunda del deseo: su subordinación a la realización y el consumo de mercancías. Ese deseo vagabundo, que nos atraviesa y nos mueve, que nos desplaza y se desvía, debe ser “localizado” y “atado”. El deseo queda así en “arresto domiciliario”, pero no porque se lo encadene a un solo lugar (el capital circula), sino porque es canalizado a través de un único circuito. Sólo “vale” lo que encaja en la ley del Valor.
El neoliberalismo no es un vagabundo, sino un conquistador. Lo suyo no es la fuga, el viaje de deseo, sino el movimiento expansivo de apropiación de más y más pedazos de realidad. La conquista, el deseo-de-conquista, es deseo de imperio, deseo imperial. Anhelo y pasión de un cuerpo pleno y total, siempre frustrado en su afán, en permanente caza y captura de nuevas tierras y capas del ser que incorporar.
El fascismo neoliberal, según Sztulwark, sería la cara intolerante y militarizada de esta política sobre el deseo: el “odio” contra todo lo que se sustrae a los mandatos de valorización capitalista, la “agresividad” contra todo lo que no encaja en el modelo antropológico neoliberal. La plebe del mercado.
La línea del frente pasa por nuestro interior. En la tentativa neoliberal de identificar el mundo y la vida con los imperativos de máximo rendimiento y productividad, los cuerpos se agrietan: agobio, cansancio, depresión. Algo se rompe, algo se quiebra, algo grita “no puedo más”. El malestar atraviesa hoy todas las capas sociales, agujereando los modos de vida neoliberales.
Ese malestar puede 1) ser apagado y gobernado mediante terapias, pastillas, mindfulness, perdiendo así toda su capacidad de inquietarnos y hacernos preguntas sobre el sentido de la vida que llevamos; 2) ser redirigido por el Bolsonaro de turno contra los “culpables” de lo que pasa, los vagabundos demasiado orgullosos de sus formas de vida no-productivas, convirtiéndose en resentimiento y rabia reactiva; o 3) ser escuchado y acogido, transformándose así en la energía que necesitamos para la creación de nuevas formas de vida. La crítica pasa hoy por ponerse en el punto de vista del malestar.

  1. André Glucksmann, Los maestros pensadores, Anagrama, Barcelona, 1978.
  2. Juan Gutiérrez sobre “imagen de enemigo”
  3. Michel Foucault, entrevista con Jacques Rancière, “Poderes y estrategias”, en Microfísica del poder, Siglo XXI, Buenos Aires, 2020.
  4. Esta definición sintética de dialéctica la tomo de Jean-Franklin Narodetzki, “Mayo del 68 explicado a los niños”, publicado en los números 80 y 81 de la revista Archipiélago (2008).
  5. Jack Kerouac, “La extinción del vagabundo americano”, en Viajero solitario, Caja Negra, Buenos Aires, 2013.
  6. Jean-François Lyotard, Economía libidinal, FCE, Buenos Aires, 1990.
  7. Diego Sztulwark, La ofensiva sensible, Caja Negra, Buenos Aires, 2019.

Fuente: http://lobosuelto.com/eliminar-todo-lo-que-vagabundea-amador-fernandez-savater/

Imagen de portada:  Pedro F. Miret. 1958. Archivo Miret

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Opinión: La didáctica en línea

Por: Andrés García Barrios

¿Es necesario que ocurra un involucramiento sensorial/corporal para que se cumpla el objetivo pedagógico?

Lo que primero salta a la vista (y a todos los sentidos), y lo primero sobre lo cual uno podría preguntarse al tratar acerca de la diferencia entre la didáctica en línea y la didáctica presencial en el aula, es la falta de contacto humano directo que existe en la primera. Al hablar de ello, me acuerdo de una amiga que decía que lo que más extrañaba de los libros impresos al leer en línea, era el olor del papel. ¿Extrañamos el olor del maestro y de nuestros compañeros cuando estudiamos en una computadora, cuando tomamos un curso donde el profesor está detrás de la pantalla y los únicos sentidos que nos ponen en contacto con él son la vista y el oído? Faltan el olfato, la posibilidad del tacto, y bueno, otro que es mejor que jamás intervenga en las clases presenciales: el gusto (en realidad, esto último, que aquí resulta un chiste tonto, nos puede hacer preguntarnos si en el aula no participa, en realidad, todo nuestro cuerpo, y si el intercambio con personas reales no tiene incluso un cierto sazón, hasta hacernos decir que la lección nos dejó “un muy buen ―o mal― sabor de boca”).

¿Ocurre esto cuando tomamos una lección o un curso en línea? Esa es una pregunta. La otra, y más importante: ¿es necesario que ocurra ese involucramiento sensorial/corporal para que podamos decir que se ha cumplido el objetivo pedagógico? ¿Importa que el maestro esté cerca o lejos, para que el intercambio sea fructífero? Sospecho que responder a esta pregunta es difícil porque nos coloca en el centro de la dificultad de pensar la era moderna como un tiempo en que las personas, los jóvenes sobre todo, han privilegiado las relaciones virtuales, disminuido el contacto humano directo, y priorizado un comportamiento que según estudios (no se sabe todavía qué tan confiables), está modificando partes sustanciales de nuestro cerebro.

Lo cierto es que, por ejemplo, algo parecido pasó hace siglos cuando se inventó la imprenta y proliferaron los libros. Debemos tomar en cuenta que en los orígenes de la modernidad se halla este instrumento que hoy tanto usamos pero que en su momento, entre otro de sus efectos, provocó un brusco distanciamiento entre la gente al hacer privado (a través de la lectura personal y silenciosa) el arte del escuchar historias (el cual antes era público o por lo menos familiar), desterrando contactos humanos tan importantes como el de reunirse en grupo alrededor de la mesa o a la mitad de la plaza del pueblo a oír un cuento, u otros que podemos considerar más “trascendentes”, como el de congregarse los fieles obligadamente en el templo para escuchar la palabra de Dios, sustituyéndolo por la posibilidad de leer la Biblia en casa a solas (quizás ese fue uno de los motivos por el que esta práctica llegó a prohibirse).

Uno de los libros más influyentes de la literatura, El Quijote (origen de la novela moderna), no deja de exponer una crítica a ese nuevo medio de expresión impresa, a través del cual Alonso Quijano se absorbe en tantas historias de caballería que se vuelve loco. Cervantes no sólo nos cuenta una gracejada inocente: expone ante nuestros ojos un hecho que empezaba a transformar los valores del mundo, denunciando y ponderando a la vez un medio de comunicación que en su época ya proliferaba como ahora los celulares (¿sabía el lector que el Quijote llegó a México en una embarcación con al menos un centenar de ejemplares, sólo cinco años después de haberse publicado en España?).

Los libros, como medio de expresión y aprendizaje, afectaron el contacto físico entre la gente; su aparición implica un hito en los cambios de comportamiento de, por ejemplo, la relación entre el maestro y sus discípulos. Comparemos a los profesores de las universidades de los últimos cinco siglos, rodeados de libros y encargando lecturas a sus pupilos, con dos maestros occidentales, puntales de nuestra civilización, que enseñaron sin escribir nada ni leer nada, y que todo lo transmitían no sólo personalmente sino muchas veces en reuniones sociales e incluso festines donde se compartían alimentos y donde los cuerpos se tocaban, a veces recostados unos en otros. Estoy hablando de Cristo y Sócrates.

Cuando poco después llegó la Academia, empezó a imponerse esa visión de la lección como algo que fluye de manera unidireccional del maestro al alumno, donde nadie se toca y todos escuchan y ven al sabio. Si imaginamos aquellas reuniones sociales en las que Sócrates ayudaba a parir ideas a sus interlocutores, y las comparamos con los modernos salones de clase donde el maestro está de frente a sus alumnos… si hacemos esa comparación, la enseñanza en línea no es más que un pequeño paso más de la historia, un paso quizás no tan dramático como a veces lo imaginamos.

Muchos supusieron así, dramática, la aparición del cine a principios del siglo pasado, arte que alejaba al actor en vivo del espectador, sustituyendo al teatro por imágenes llenas de frialdad y sin alma. Y sin embargo, el séptimo arte se ha impuesto con todo su poder de transmisión de los más entrañables valores y sentimientos humanos, aportando además la posibilidad de que más gente pueda compartirlos (sin desterrar al teatro, por cierto, que insiste en no acabarse).

¿Qué se pierde entre las formas en que enseñaban aquellos maestros de la antigüedad y lo que sucede ahora? La gran preocupación, que al parecer no es nada nueva, es que ocurra la tan temida prevalencia de la mente sobre el cuerpo y desaparezca el contacto humano; que dejemos de vernos en persona, que abandonemos las caricias, la presencia física, la voz viva que hace vibrar el aire, la posibilidad de tocar al otro, de olerlo; que los hijos dejen de estar presentes (cada vez a edades menos avanzadas), que la educación salte de las manos de los papás y se convierta en privilegio de los medios electrónicos; que los valores se estandaricen, dejando afuera toda originalidad, todo criterio personal y toda tradición; que la comunicación se mediatice, la presencia se digitalice, el cuerpo se abandone, la sensualidad pase de moda y poco a poco se realice la horrenda fantasía de seres humanos de cabeza hiperdesarrollada y cuerpecito atrofiado, en quienes ni las manos sean útiles porque el dominio de los aparatos se realice mediante implantes cerebrales electrónicos. No pocas mentes reflexivas relacionan este feo panorama con el abandono de lo natural, la tecnologización y robotización del entorno, la indiferencia por el medio ambiente, el deterioro ecológico y la extinción de las especies.

¿Desaparecerá el amor? ¿Todo se volverá frío e insensible como los materiales de que están hechos los equipos electrónicos? Recapitulo: ¿se volvió frío el espectáculo escénico cuando se convirtió en cine, se volvió fría la voz cuando se trasladó a la escritura, se enfrío la música cuando surgió la radio y todos los reproductores de sonido, se enfriaron las relaciones familiares cuando el espacio común de la vivienda se dividió en compartimentos privados y aparecieron las puertas y recámaras? ¿Se enfría el amor cuando en vez de expresarlo con contacto físico se dice “Te amo” o, peor, se escribe esto en una carta, o más recientemente en un WhatsApp (por no hablar de sintetizarlo en el emoji de un corazón)? ¿Se banaliza de verdad?

Cambia, sí, eso es cierto. Al parecer, los cursos en línea pueden ser tan buenos o malos, tan edificantes o nocivos, tan estimulantes o aburridos como lo sea el compromiso, el afecto y la preparación que invierta en ellos el equipo de producción, convertido en un verdadero profesor colectivo responsable ahora de la puesta en escena del entramado pedagógico. Lo cierto es que, igual que siempre, estos productores/maestros tienen hoy todos los recursos para hacer de sus clases en línea eventos inútiles y tediosos o verdaderas obras de arte mediante las cuales transmitir toda la mística del conocimiento y del espíritu humano.

Siempre hay pretextos para quien no lo logra, y acusar a las pantallas electrónicas de barreras infranqueables es uno muy bueno. Pero la responsabilidad última sigue estando en quien se dice “maestro” y se atreve a educar y a enseñar algo a alguien.

Fuente e imagen: https://observatorio.tec.mx/edu-news/didactica-online-presencial

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En el sistema educativo mexicano se trabaja por urgencias

Por: Fidel Ibarra López 

El caso de Fátima ha cimbrado no solo a la opinión pública, sino a la estructura política e institucional -en su conjunto- que tiene como responsabilidad la de salvaguardar la integridad de las niñas y niños de este país. Para ello se ha constituido todo un andamiaje jurídico e institucional con el cual -en términos formales- se establecen las responsabilidades en los tres niveles de gobierno para “garantizar la protección, prevención y restitución integrales de los derechos de niñas, niños y adolescentes” (Fracción III del artículo 1 de la Ley General de los Derechos de las niñas, niños y adolescentes).

Para tal propósito se tiene -como señalamos- un marco jurídico (la LGDNNA) que opera para todo el territorio nacional , un marco institucional (una Procuraduría Federal de Protección de Niñas, Niños y Adolescente; y un Sistema Nacional de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes para los tres niveles de gobierno); así como un documento base por parte de la SEP, para la elaboración de protocolos para la prevención, detección y actuación en caso de abuso sexual infantil, acoso escolar y maltrato en las escuelas de educación básica. Todo ese marco institucional para proteger los derechos de los infantes y a la hora de la verdad, no funcionan.

Y ¿por qué no funcionan? Respuestas hay varias, pero el resultado es uno: según la Procuraduría Federal de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes (2015), el número de niños que sufre la vulneración de al menos uno de sus derechos asciende a 21.4 millones. Cifra que, de acuerdo con la institución, está imposibilitada para atender. Luego pues, se promulga una ley para salvaguardar “supuestamente” los derechos de las niñas y niños de este país; pero no se crean las instituciones adecuadas para hacer efectivo lo que mandata la ley. ¿Y en qué termina todo? En simple simulación.

Y en contraparte, se tiene una realidad atroz: de acuerdo con el Informe sobre la niñez en el mundo del 2019, elaborado por Save the Children (2019), en México se tiene una tasa de 4.9 homicidios de niñas y niños por cada 100 mil habitantes. Una tasa que se asemeja a la que tienen países como El Congo (4.4); Etiopía (4.2); Ghana (4.5); o Senegal (4.4). Terrible.

La conclusión es una: el Estado no está funcionando en su responsabilidad de garantizar el derecho primigenio que se establece en el artículo 13 de la LGDNNA; esto es, el derecho a la vida, a la paz, a la supervivencia y al desarrollo; así como al derecho a vivir una vida libre de violencia y a la integridad personal.

No obstante, lo grave del problema no termina ahí. El asesinato de Fátima también revela que, en una de las células básicas del Estado, como es la escuela, tampoco están funcionando como instancias donde se proteja la integridad de las niñas y los niños. La escuela, como se sabe, tiene como función el proceso de enseñanza-aprendizaje, así como la formación cívica para la construcción de la ciudadanía en el alumno; pero al mismo tiempo, tiene la responsabilidad de salvaguardar la integridad física de las niñas y los niños.

Y en este último aspecto, desde el 2014 se establecieron en la SEP una serie de orientaciones para que en las escuelas elaboraran sus protocolos de seguridad para prevenir, detectar y actuar en casos de abuso infantil, acoso escolar y maltrato en las escuelas de educación básica. Son tres problemáticas recurrentes en las escuelas; pero no son las únicas. En las escuelas se presentan un conjunto de problemas sobre los cuales las autoridades administrativas deben tener una respuesta para enfrentarlos. En el caso de Fátima se presentó un problema básico: se entregó la niña a la persona que equivocada. ¿Y por qué ocurrió eso? Porque no había un protocolo en la escuela para este asunto tan específico. Las autoridades capitalinas han calificado este hecho como un eslabón en una “cadena de negligencias”. Y afirman que lo conducente era que las autoridades de la escuela llevaran a la menor a una agencia del Ministerio Público y “estar acompañada en todo momento por autoridades del plantel”. En contraparte, el director del centro escolar afirma que “hizo todo lo posible en este caso” (El Universal, 18 de febrero del 2020). Negligencia que se entrecruza con una serie de acusaciones entre las partes.

¿Qué sigue? En las escuelas -privadas y públicas- seguramente se abocarán a constituir los protocolos que requieren para estos casos. Quizás en el ánimo de que no ocurra en su centro educativo un caso como el de Fátima; o quizás también para cumplir institucionalmente como centro educativo por si acaso -ahora sí- les da a las autoridades educativas por revisar que en las escuelas estén operando en base a protocolos.

El término “Protocolo” es la palabra de moda en este momento. Y se entiende el porqué. Estamos ante una realidad donde se tienen escuelas que no utilizan esta medida institucional. Pero el uso de protocolos no es la solución para enfrentar la problemática de la seguridad y la violencia en las escuelas. Es un paliativo nada más. O, en otras palabras, es una solución remedial; pero no es la solución de fondo. La solución está en un programa educativo de largo plazo como medida preventiva en las escuelas. Un programa debidamente estructurado curricularmente, donde se trabajen los contenidos requeridos para enfrentar la problemática social que enfrentan los niños al interior y exterior de las escuelas.

Señalar como medida preventiva el uso de protocolos y dejarlo a ese nivel, es seguir manteniendo como hasta ahora la problemática educativa: se actúa de acuerdo con lo que se presenta. Y la respuesta es siempre la misma: de corto plazo. En otras palabras, en el sistema educativo mexicano se trabaja por urgencia.

En vías de mientras, hoy se empieza a desarrollar una medida que desde el 2014 está indicada por parte de las autoridades educativas de este país.

Vaya cosa.

Fuente:  http://www.educacionfutura.org/en-el-sistema-educativo-mexicano-se-trabaja-por-urgencias/

Imagen:  https://pixabay.com/images/search/ni%C3%B1as/

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¿Qué es realmente la rebeldía?

Por: Carlos Gustavo Motta

El destino de todo discurso que tenga como agente el S1 es el autoritarismo. Esta idea de Lacan se verifica también en las consecuencias de posiciones de rebeldía «juvenil», cuando esta se orienta por tal significante. Sirve para ilustrarlo el clásico de George Orwell «Rebelión en la granja».

¿James Dean?: alguien perdido, tratando de encontrarse.
Marlon Brando a propósito del film Rebelde sin causa

No siempre un interrogante produce necesariamente una respuesta.

Preguntarse acerca de la rebeldía y su realidad nos ubica en la circunstancia de saber si resulta eficaz el argumento siguiente: La rebeldía no es una virtud ni tampoco un malestar.

Existe una historia de la rebeldía que contempla variables enunciadas de manera menos ambivalentes. Por ejemplo,  la religiosa: representada ejemplarmente por Jesús; la política: democracia versus otras lecturas de las realidades gubernamentales;  la social: discriminación y tolerancia.; la psíquica: la posición del otro frente a su estructura anímica: neurosis/psicosis/perversión.

Modelos todos que se construyen bajo consignas conocidas:
1.- Reaccionar frente a lo que se considera injusto.
2.- Intentar establecer un nuevo orden, sobre todo el propio.
3.- Rechazar una negociación porque se considera una pérdida de tiempo.
4.- Negar los procesos dialécticos prevaleciendo el autoritarismo bajo un resultado social llamado efecto de masa.

George Orwell construyó una ficción  que nos recuerda, en su clásico Rebelión en la granja, a un grupo de animales habitantes de una hacienda, que terminan expulsando a sus amos (seres humanos) y establecen un  gobierno para ellos apropiado que  conduce, más tarde y casi inevitablemente,  a la instalación de una tiranía.

Los animales  llevan a cabo una revolución  con un desenlace de siete principios escritos en una pared para ser leídos por todos, a la manera de los Diez Mandamientos escritos en tablas de piedra y que el Dios Yahvé entregó a Moisés:
Todo lo que camina sobre dos pies es un enemigo
Todo lo que camina sobre cuatro patas, o tiene alas, es un amigo
Ningún animal usará ropa
Ningún animal dormirá en una cama
Ningún animal beberá alcohol
Ningún animal matará a otro animal
Todos los animales son iguales

Luego de la rebelión instalada y exitosa, la granja prospera.

Con el paso del tiempo, los animales comienzan a abusar del poder y manipular las consignas escritas en su favor, incluso a burlarlas. Poco a poco finalizan adoptando los defectos del hombre que habían criticado.

La única ley  inmutable que permanece a partir de ese momento es:
Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros.

La susceptibilidad hacia las cosas vuelve a instalarse, y el principio de las excepciones a establecerse.

El «gatopardismo» se adueña de las mentes: hacer como que las cosas cambien para que continúe todo del mismo modo.

Argumento que se verifica en el seminario dictado por  Jacques Lacan, El reverso del psicoanálisis.  La clase del 3 de diciembre de 1969, refleja las verónicas discursivas de los estudiantes universitarios que protestan. El ole-ole, bum-bum, tachín-tachán, son los ruidos onomatopéyicos que constituyen el movimiento de opinión, y marcan, con esos sonidos perturbadores, la incompletud, la insatisfacción, en fin, lo que un rebelde puede confundir: que nada es todo.

Lacan señala que la aspiración rebelde o revolucionaria es algo que no tiene otra salida que desembocar en discurso del amo.

No puedo dejar de citar entonces, el final de la metáfora orwelliana: «Doce voces gritaban enfurecidas, y todas eran iguales. Ahora no había duda de la transformación en las caras de los cerdos. Las criaturas asombradas pasearon su mirada del cerdo al hombre, y del hombre al cerdo, y, nuevamente, del cerdo al hombre, pero ya era imposible distinguir quién era uno y quien era otro».

La rebeldía es una virtud cuando señala un acontecimiento y no se detiene en él ni se lo apropia. Fuego interno, explosión constante. Quizá sea producto simpático, cautivante y seductor para una época temprana de la vida, parafraseando a  William Shakeaspeare con relación a la juventud, «se revela contra sí misma, aún cuando nadie se acerque a hostigarla». Rebeldía, entonces, como dato de la juventud. Quien «mantenga» ese rasgo «continuará» siendo joven. En este último caso, la rebeldía detiene el tiempo, pero como variable subjetiva, puesto que para los otros resulta un rasgo intratable.

Es malestar cuando intenta imponer un nuevo orden construido por promesas y se constituye en un decir monolítico, hostil, insufrible, intolerante y odioso. Única voz tiránica que sólo gobierna a través de sus caprichos inalterables a lo largo el tiempo. Donde decir más, resuena en la inmensidad de un desierto personal.

Para finalizar, cabe aclarar que cualquier similitud con alguna realidad política globalizada es, como la leyenda que se agrega en casi todas las realizaciones cinematográficas, pura coincidencia.

Fuente e imagen: http://www.revistavirtualia.com/articulos/512/miscelaneas-ii/que-es-realmente-la-rebeldia

 

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Los planes de mejora continua: una hipótesis de la literatura no comprobada en México

Por: Pluma invitada

El plan de mejora continua (PMC) en el ámbito educativo ha sido considerado por la literatura especializada, como una herramienta de planificación fundamental para apoyar a los directores a lograr las metas de los centros escolares. Sin embargo, a dos décadas de su implementación en los centros escolares de la educación media superior en México, la elaboración del PMC ha generalizado una percepción entre los directivos, de ser un documento burocrático desapegado con la complejidad de los centros escolares y el cual hay que realizar para cumplir con la solicitud de las autoridades educativas o de las entidades externas de evaluación.

Con la obligatoriedad y relevancia de los PMC en los centros escolares, plasmado en: La reforma de la Ley General de Educación en México del 2019; Su establecimiento como dominio del nuevo perfil directivo de la Nueva Escuela Mexicana; Y su incorporación como criterio de evaluación para aspirar a cargos directivos, la elaboración de los PMC adquiere nuevamente el carácter de artífice para construir la escuela que todos queremos. De este modo, surge la necesidad de despertar la reflexión colectiva a partir de los cuestionamientos: ¿Cuál ha sido la política pública de la implementación de los PMC en México?, ¿Cuál es la hipótesis que ofrece la literatura de la planificación escolar a partir de la metodología del PMC?, ¿Cuáles son los resultados de la experiencia en México a 20 años de su implementación en planteles de educación media superior?

En principio, la implementación de (PMC) en centros escolares de la educación media superior en México se remonta al año 2000, con el surgimiento del programa federal “Escuelas de Calidad”, el cual tuvo como finalidad incorporar al sistema educativo, un modelo de gestión basado en la planeación y evaluación de la mejora continua. Un proyecto clave del programa fue la certificación en la norma ISO: 9001-2000, en donde se logró la certificación de 74 organismos dependientes de la Secretaría de Educación Pública, incluyendo 18 planteles de Colegio Nacional de Educación Profesional Técnica, institución del nivel medio superior.

En concordancia con la política educativa del país, en este mismo año, se creó el Consejo para la Acreditación de la Educación Superior (COPAES), constituida como único organismo avalado por la Secretaría de Educación Pública, para otorgar la acreditación de programas a partir de la evaluación en estándares de calidad educativa. Si bien el COPAES, tuvo fundamentalmente la misión de evaluar instituciones del tipo superior, también dirigió sus servicios a instituciones de bachillerato tecnológico, ante la ausencia de un organismo para evaluar a este nivel de estudios.

En el año 2008, con la Reforma Integral de la Educación Media Superior (RIEMS), se estableció la implementación de los Planes de Mejora Continua en los centros escolares del tipo medio superior en el país, como un mecanismo de evaluación para garantizar la eficacia y mejora de la calidad educativa expresada en dicha reforma. Incorporando de este modo, la elaboración del PMC a los criterios de evaluación de los planteles que deseaban ingresar o permanecer en el Sistema Nacional de Bachillerato y más tarde el Padrón de Calidad del Sistema Nacional de Educación Media Superior.

Dando respuesta al segundo cuestionamiento, la literatura actual sobre los planes de mejora continua en la educación coincide en que, “es una herramienta de gestión para la mejora de los procesos educativos y de aprendizaje para la organización” Bolívar, 2002; Juste, 2001; Cantón, 2004; Pérez & Miguel, 2005); Además las guías de elaboración de (COPAES, 2015; COPEEMS, 2018; CACEI, 2017; DGB, 2019; SEP, 2010). En su estructura, a diferencia de otros modelos de planeación, el PMC parte del contexto, no de una extensa lista de deseos que en la mayoría de las ocasiones no se cumplen. Si bien el PMC plantea objetivos, estos no son propósitos ideales, sino más bien metas posibles que buscan mejorar la situación actual. Así, la planificación para la mejora conlleva a registrar los datos del contexto y volver a él para dar una respuesta lo más ajustada posible a sus necesidades.

Hoy, la elaboración de los PMC en los centros escolares de la educación media superior ha respondido a la solicitud de los organismos evaluadores para solventar las observaciones identificadas por los auditores, durante sus procesos de evaluación, como lo es el caso de los sistemas de gestión de calidad de la norma ISO 9001:2000, acreditación de planes y programas de estudio o por el Padrón de Calidad del Sistema Nacional de Bachillerato.

Como resultado de la implementación de los PMC en México se puede concluir, que los centros escolares han planificado para otros, es decir, para elevar indicadores o entregar y cumplir requisitos administrativos. En este sentido, es muy común encontrar directivos que perciben al plan de mejora continua como un documento, el cual una vez realizado se guarda nuevamente en el cajón del escritorio hasta la próxima solicitud o evaluación. Aunado a lo anterior, la evaluación de los planes de mejora continua en México, en cuanto a su calidad en la elaboración, implementación y su impacto en los centros escolares ha sido un tema que no ha sido estudiando por la investigación evaluativa. Por lo tanto, la eficacia del uso de esta metodología que emana de las teorías de la administración representa una nueva línea de investigación en México.

Para finalizar, algunas pistas internacionales sobre el impacto del PMC en la mejora de los centros escolares las ofrece el Curry School of University of Virginia, en donde se cuenta con una amplia investigación de la influencia de los PMC para revertir los resultados de centros escolares que no funcionan en escuelas del Reyno Unido, Estados Unidos, Irlanda y Jamaica. Sus conclusiones, coinciden con el axioma:  “Les va mejor aquellos que planifican, que aquellos que no lo hacen, incluso si rara vez siguen su plan”. Winston Churchill

Irvin Rodolfo Tapia Bernabé

Fuente: http://www.educacionfutura.org/los-planes-de-mejora-continua-una-hipotesis-de-la-literatura-no-comprobada-en-mexico/

Imagen: https://pixabay.com/photos/writing-write-fountain-pen-ink-1209121/

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El Tren Maya: la colonización del tiempo y del espacio

Por: Javier Caballero Galván

En México, la crisis de la verdad, se acentúa a partir de que un gobierno electo democráticamente, se monta en la estructura corporativa y clientelar que le antecedió.

“Si las experiencias espaciales y temporales son los vehículos fundamentales para la codificación y reproducción de las relaciones sociales, un cambio en la forma en que se representan las primeras generará, sin duda, algún tipo de transformación en las segundas.” (Harvey, 2012:274)

Sin duda, el debate sobre la pertinencia del megaproyecto denominado “Tren Maya”, ha suscitado posturas políticas e ideológicas que en el fondo resumen perfectamente bien la crisis del pensamiento moderno; asistimos al resquebrajamiento del paradigma de verdad que le daba certidumbre y sentido no sólo al concepto de Estado-nación, sino al conjunto del proyecto civilizatorio que la modernidad capitalista ha construido.

La vigencia y pertinencia de este paradigma es en el fondo el quid de la disertación que tiene cuando menos dos posturas: aquella que pretende mantenerlo inmaculado, esto es, la verdad como algo absoluto y definitivo; y aquella que pretende diversificarla y/o fragmentarla. En la primera postura podemos colocar con facilidad a todos aquellos sectores que aún creen en la permanencia de la modernidad y en la pertinencia de su proyecto. En la segunda, nos colocamos los que creemos que es posible crear otro proyecto civilizatorio que no tenga como eje, un concepto tan susceptible de caer en manos del autoritarismo.

La verdad es heredera del dogma de fe, pero a diferencia de este, siempre se renueva y nunca es definitiva. Es por ello que si en un principio funcionó como cimiento justificador del proyecto moderno, su inútil intento de acaparamiento y contención en un mundo cada vez más conectado terminó por resquebrajarse. No infiero que las horas de la verdad están contadas, sino que su supremacía como paradigma efectivamente llega a su fin. Por el momento vivimos un periodo de transición, en el que coexisten los dos marcos de sentido desde los que se interpreta y produce toda la realidad; desde luego la verdad continúa ejerciendo su dominio justo porque el andamiaje que el Estado ha construido en torno a este es por demás potente. Recordemos que la verdad no puede existir si no existe una instancia de poder que la soporte, que le de legitimidad y en consecuencia, que la haga valer ante la verdad del sujeto aislado. Es por ello que la verdad y el Estado se hallan inexorablemente entrelazados, y podemos afirmar que uno sin el otro no podrían existir.

Este binomio comenzó a tensarse, cuando en los años sesenta se cuestionó la discrepancia teórico-práctica del Estado: se suponía que este cumpliría los ideales de la revolución francesa y no podía promover la desigualdad, la exclusión y la represión, pero en la práctica se mostraba todo lo contrario. El Estado -se descubrió- era un instrumento básico de la sociedad industrial y de la oligarquía que la dominaba. En efecto, la verdad mostró su debilidad1, y al ir perdiendo el aval que ratificaba su poder y presencia, su pertinencia fue cuestionada. ¿Cómo era posible que la verdad únicamente la tuvieran los grupos adosados al poder político y económico? ¿Era la verdad el rostro más oscuro del mundo académico? ¿En qué momento la vida cotidiana había dejado de ser fuente primaria de verdad?

En gran medida, el debate que el “Tren Maya” ha suscitado entre algunos sectores de la sociedad mexicana, está enmarcado por este contexto, y al final no deja de ser un enfrentamiento entre los partidarixs de la verdad y aquellxs que quieren relativizarla. Y es que se trata de un proyecto que pretende implementarse bajo el paradigma incuestionable del desarrollo y el progreso de la región, a pesar de que esté demostrado que ello no es posible mientras que el modo de producción capitalista se mantenga vigente. Para la 4T -con todo y  su pensamiento progresista, que es en realidad heredero de todo el pensamiento moderno capitalista-, lo que le hace falta a este país es más Estado, más progreso y más desarrollo; borrar la diferencia entre sus miembros para que todxs tengamos acceso a una vida más cercana a la que se experimenta en los países “desarrollados”. Así que quienes se opongan a ello serán inmediatamente clasificados como negacionistas2 o como enemigos del desarrollo y el bienestar. Una actitud típicamente colonialista que no puede entender que existen muchas formas de desarrollarse y de crecer sin afiliarse a la idea que desde el Estado se percibe como verdadera.

No obstante, esta verdad en apariencia  indestructible, ya no opera con total libertad. Hoy se enfrenta a un adversario potente -aunque no siempre bien estructurado- que lo critica frontalmente con la clara intención de desarticular ese universalismo colonial que se arraiga en el Estado. Cada vez son más los pueblos y comunidades que se suman a esta forma de entender la vida social, porque se trata de una forma que acredita los valores, creencias y prácticas de su día a día, y que les permite llegar a su propio empoderamiento. La verdad oficial se resquebraja y requiere de medidas cada vez más represivas para intentar controlar lo poco que les queda de legitimidad.

No obstante su evidente desgaste, la verdad siempre ha sido un potente instrumento de colonización. Con la verdad en la mano, se pueden destruir formas culturales y saberes ancestrales, se puede dominar a sectores importantes de la población y deslegitimar formas de vida. Sin duda, la verdad del tiempo y el espacio que ha operado e impuesto el Estado liberal y neoliberal, es la plataforma del “progreso” que aún sigue siendo el dogma del proyecto civilizatorio latinoamericano.

En México, la crisis de la verdad, se acentúa a partir de que un gobierno electo democráticamente, se monta en la estructura corporativa y clientelar que le antecedió. Ello despierta  dudas sobre si el cambio prometido será posible, y sobre todo, si en realidad se comprenden las implicaciones profundas de mantener intacta esa estructura. A un año de gobierno, se insiste en que es posible mejorar usando el mismo instrumento, esto es, el progreso, al modernidad y ahora sí, la verdad. Ello paradójicamente, ha producido una duda legítima.

Este argumento es en el fondo el mismo que están utilizando algunos analistas, para justificar la pertinencia de un proyecto que promete la llegada de la modernidad al sureste mexicano; nos dicen que el tren por sí mismo no es neoliberal ni capitalista, sino que depende del uso que se le dé. Y puesto que el gobierno en turno es progresista, el tren así lo será (de verdad). Pero esta idea ignora que el tren se produjo en un contexto de compresión espacio-temporal que tenía como objetivo la movilidad de la mercancía y de la fuerza de trabajo, un requerimiento indispensable en el ciclo del capital. En efecto no podemos soslayar que un tren es un medio de transporte que modifica la percepción del tiempo y del espacio en función de su velocidad de desplazamiento. El mundo es uno cuando la movilidad se da a 3 km/hr y otro muy distinto cuando el desplazamiento es a 180 km/hr. Es imposible decir en este caso que la realidad se mantiene exactamente igual y que no existe ideología adosada a ello.

Pensemos que si se viaja a una gran velocidad entre un punto A y un punto B, la línea recta que se establece en el espacio a partir de ello, no sólo contribuye a acelerar el proceso de producción y consumo, se trata además, de una línea que genera en automático una frontera virtual que divide, marca y organiza el territorio. No por nada el urbanismo y la arquitectura la han utilizado para planificar y ordenar el espacio moderno, para cuantificar y hacer de este una mercancía. Si la velocidad se mira inocua y no ideológica es porque no se ha comprendido que el tiempo y el espacio son productos culturales y políticos, y no magnitudes universales. Recordemos que este binomio es -como dirá Bourdieu- una estructura estructurada estructurante que configura a la misma realidad. Se trata pues de una estructura que filtra lo que percibimos, vivimos y experimentamos para hacerlo parte de nuestro sentido común. De ahí su fuerza y su enorme poder de influencia, justo porque se aloja, valga la metáfora, en la córnea misma.

Afortunadamente, en esta geografía, el espacio y el tiempo han sido entendidos de otras formas y conforman una realidad muy distinta. Para muchas etnias estas nociones yacen ancladas a la idea de territorio -una herencia del altépetl3) que continúa permeando en muchas de las comunidades originarias- y que contiene en sí mismo el estrecho lazo que se tiende entre la sociedad política, los antepasados y las deidades. Con ello, fácilmente puede inferirse que se trata de una idea social en la que el tiempo y el espacio están presentes sin necesariamente ser nombrados; pero el Estado moderno, piensa que su versión cientificista es definitiva y absoluta, y que la verdad está de su lado; tiene la certeza de que si el espacio se comprime y el tiempo se acelera, la gente tendrá una mejor calidad de vida. No quiere -y no puede- aceptar que pueden existir variantes culturales que no siempre caminan armónicamente con su versión “oficializada” amparada por el séquito de intelectuales a su servicio.

En este sentido, el megaproyecto, con seguridad no traerá el “desarrollo” que se desea en la región porque se trata de un antagonismo mal comprendido4. Tal vez habría que comenzar por escuchar a los pueblos, no a través de una encuesta o de un censo que los utiliza para votar por un proyecto que supuestamente lxs beneficiará pero que no fue ideado por ellos, sino a través de un diálogo profundo en el que estos expongan su forma de comprender el mundo, sus horizontes y sentidos. Así que un proyecto concebido en las oficinas de los “especialistas” -un sector que piensa en la compresión espacio-temporal como la única vía al desarrollo- no puede ser otra cosa que un tapabocas que impone su propia verdad; un acto de colonización que intenta seguir reproduciendo la noción unívoca del tiempo y el espacio que ha construido la modernidad capitalista, en detrimento de los pueblos que han sido absorbidos -que no abandonados- por el Estado, y mantenidos en la completa marginación.

Referencias

Harvey, David (2012) La condición de la Posmodernidad. Investigación sobre los orígenes del cambio cultural. Barcelona: Amorrortu Editores

Navarrete, Federico (2020), El Altépetl, México, Noticonquista, http://www.noticonquista.unam.mx/amoxtli/765/744. Visto el 06/03/2020

Notas

1. Durante los años sesenta, las mentiras del gobierno norteamericano que intentaban ocultar lo que estaba ocurriendo en Vietnam, fueron puestas sobre la mesa para mostrar que en efecto, el gobierno era capaz de engañar a su pueblo (algo inaudito para el americano promedio). Lo mismo ocurrió con la matanza de los estudiantes en Tlatelolco. La verdad, se entendió, era en realidad una máscara que tenían aquellos que podían pagarla.
2. En un artículo de opinión publicado por el periodico mexicano La Jornada https://bit.ly/3aCEcmL, el actual secretario de mediambiente, Victor Toledo, llamó negacionistas a todxs aquellxs que difieren del megaproyecto del Tren Maya, bajo el argumento de que niegan por el simple hecho de negar, los beneficios de la modernidad
3. En el mundo mesoamericano previo a la invasión española, el altépetl componía la unidad política más importante, pues se trataba de una entidad independiente con capital, territorio y gobernante propio. “Cada altépetl era como un país independiente, pues no sólo tenía su propio gobierno, sino también su propia identidad cultural y étnica que lo distinguía de sus vecinos. Tenían también su propia historia que contaba la manera en que fue fundado y la manera en que mantuvo su independencia, aun si tuvo que aceptar la dominación de un altépetl más poderoso. Cada altépetl tenía, además, su dios patrono, es decir, una deidad que lo protegía y que lo representaba, como hacen los santos patronos de los pueblos en la actualidad. Por estas razones, el gobernante de cada altépetl velaba antes que nada por su propio poder y por el bienestar de su pueblo, sin preocuparse por el destino de los otros altépetl.” (Navarrete, 2020
4. El entusiasmo que muchas comunidades han mostrado por la construcción del tren, no implica por fuerza que se esté de acuerdo en la concepción espacio-temporal del Estado; mucho menos en la forma en que este organiza y distribuye el territorio. En todo caso, sería necesario revisar el sentido de la interpretación que los pueblos hacen de este proyecto.
Fuente e imagen:  https://iberoamericasocial.com/el-tren-maya-la-colonizacion-del-tiempo-y-del-espacio/
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