Álvaro Martín Moreno Rivas | Profesor asociado de la Facultad de Ciencias Económicas la Universidad Nacional de Colombia (UNAL)
Si en 2023 el Ministerio de Hacienda y Crédito Público, en vez de usar recursos del presupuesto hubiera utilizado la emisión de bonos de deuda pública para cumplir con sus obligaciones del Fondo de Estabilización de los precios de los Combustibles (FEPC), hoy se podrían atender sin mayores dificultades las contingencias que enfrenta el sector educativo, que de hecho es lo que se ha venido haciendo parcialmente desde junio de este año. De los $20,5 billones programados, el Gobierno nacional contempla pagar $7,8 billones con recursos del Presupuesto General de la Nación (PGN), y los restantes $12,7 billones con bonos de deuda (TESB).
Ahora bien, es interesante comparar las reacciones de las autoridades y de la sociedad en general a dos eventos que se podrían considerar como isomorfos, es decir que pueden tener la misma forma fenoménica, pero obedecen a naturalezas diferentes.
Cuando un banco o un grupo de bancos empiezan a manifestar problemas de liquidez –esto significa que las reservas de caja en efectivo no alcanzan para responder a las demandas de sus clientes–, inmediatamente se prenden las alarmas y las entidades de vigilancia y regulación activan todas las medidas para conjurar la emergencia, conteniendo la corrida de depósitos y preservando el sistema de pagos, que es un “bien público”. Un gran banco no puede cerrar.
Por el contrario, si una o varias universidades públicas se ven impedidas para cumplir los compromisos de su nómina con los trabajadores y profesores, y se declaran incapaces de realizar los pagos de las cuentas vencidas, apenas si se escuchan algunas declaraciones lacónicas, y los órganos de vigilancia y control no activan automáticamente las acciones y los correctivos del caso, subsanando el contratiempo de corto plazo.
Los rectores anunciarán que la situación puede durar más de lo previsto y que se requerirá vender rápidamente algunos activos, antes de que se restablezca la normalidad. Mientras tanto, el “bien común” del conocimiento y el derecho fundamental de la educación superior se interrumpe. Una gran universidad pública sí puede cerrar.
Los sucesos que ocupan el interés de algunos analistas y entidades de control como la Contraloría General de la República, que solicitó atención urgente a los faltantes de caja de tres importantes universidades públicas del país (Universidad del Valle, Universidad de Antioquia y Universidad del Cauca), son apenas el síntoma de una crisis estructural del sistema público de educación superior, cuyo origen se encuentra en la arquitectura privatizadora de la Ley 30 de 1992.
Los ponentes y legisladores de principios de los noventa le apostaron a un esquema de autofinanciamiento de las IES públicas. Las reglas presupuestales definidas en los artículos 86 y 87 buscaron contener el crecimiento ordenado y sostenido de las universidades estatales –hoy IES del Sistema Universitario Estatal (SUE)– reservando el espacio del mercado a la iniciativa privada.
Las exigencias de mayor cobertura, de promover la internacionalización, de mejorar la calidad, de ofrecer nuevos programas de pregrado y posgrado, junto con las crecientes demandas de recursos para la investigación y la contratación de profesores con altos niveles de cualificación, obligaron a las IES públicas a movilizar sus limitados recursos para incrementar los ingresos mediante la venta de servicios en el mercado.
Sin embargo los problemas no se pudieron resolver, acarreando otro tipo de tensiones que debilitaron a las comunidades académicas. Mientras tanto los desbalances financieros siguieron aumentando con el tiempo, convirtiéndose en verdaderas “cargas de profundidad”. Se habla de que el desequilibrio ya sobrepasa los $18 billones.
En la vigencia de la Ley 30 de 1992 las IES privadas han venido ganando espacio político y una mayor participación en el mercado. Foto: Nicol Torres, Unimedios.
Este proceso no es específico para Colombia. Los años noventa se pueden considerar como el giro hacia lo que Joaquín Brunner y otros expertos han definido como el capitalismo académico, caracterizado por la mercantilización de la educación superior, la privatización y la introducción de los métodos de gestión empresarial a las IES públicas, cercando los bienes comunes del conocimiento e imponiendo nuevas restricciones al financiamiento público del lado de la oferta. Las universidades tuvieron que diversificar sus fuentes de recursos, eso sí, priorizando las actividades con las mayores tasas de rendimiento pecuniario en desmedro de aquellas que no son valoradas por el mercado.
Desde las orillas más conservadoras se defendió la idea de que la educación superior no era un bien público, y por ende que su financiamiento debería ser una especie de joint venture (alianza estratégica) entre el contribuyente y el estudiante. Aunque se reconoció la existencia de externalidades positivas y beneficios a terceros para la educación superior (aumento de la productividad, movilidad social, convivencia pacífica, reducción de la delincuencia, innovación, etc.), primó la idea del capital humano –un activo con altas tasas de rendimiento intertemporal– para justificar los esquemas de financiamiento privado (como los créditos contingentes al ingreso) y promover la provisión del servicio de educación superior por medio de las fuerzas del mercado.
Como siempre, el caballito de batalla para los privatizadores fue la retórica del subsidio cruzado: como los hijos de los pobres no tienen las mismas posibilidades de ingresar a la educación superior pública, los contribuyentes estarían subsidiando a los vástagos de los ricos, sin merecerlo, un argumento cuya retórica técnica justifica el fin del Estado de bienestar y la llegada de la austeridad fiscal.
En el gráfico 1 se muestra la estructura de propiedad de las instituciones universitarias de varios países de América Latina en 2023.
Gráfico 1. Instituciones universitarias de América Latina, 2023. Fuente: Centro Interuniversitario de Desarrollo (Cinda). Educación superior en Iberoamérica. Informe 2024.
Como se puede observar, en solo 4 países de la muestra las IES públicas dominan a las privadas. Argentina, Ecuador y Venezuela son los tres países que muestran un mayor peso estatal en el mercado de la educación universitaria, caracterizados además por formar parte del primer ciclo de gobiernos progresistas de América Latina, en los cuales se introdujeron medidas para recuperar el carácter de bien público de la educación superior. Los restantes países conservan los arreglos normativos e institucionales de las reformas neoliberales de primera y segunda generación que se iniciaron con la ola del Consenso de Washington.
Después de 30 años de vida de la Ley 30 de 1992 el modelo privatizador ha tenido un relativo éxito en Colombia. Las IES privadas han venido ganando espacio político y una mayor participación en el mercado. Los programas Ser Pilo Paga y Generación E les permitieron acceder a recursos de financiamiento público, sin que ello implicara aumento de costos, dados los excesos de capacidad instalada que se mantenían ociosos.
Por el contrario, la IES públicas siguieron experimentado un desbalance estructural que se ha ido ahondando con el tiempo sin que se logren las coaliciones ganadoras en la lucha legislativa por un cambio de la Ley 30 de 1992. En el gráfico 2 se presenta el desequilibrio estructural entre los gastos de funcionamiento e inversión y los recursos provenientes del Presupuesto Nacional definidos en los artículos 86 y 87 de dicha ley.
Gráfico 2. Desbalance estructural de las finanzas de las IES públicas según el índice de ingresos y gastos de inversión y funcionamiento. Fuente: SUE (2022), cálculos propios.
El debilitamiento financiero de las IES públicas es el síntoma de un inadecuado modelo de gestión privada tanto para el gobierno de un bien común como el conocimiento, como para garantizar el derecho fundamental a la educación superior.
Como lo expresa Ugo Mattei en su manifiesto por los bienes comunes de 2013:
El saber crítico, en efecto, no se produce en ambientes competitivos. Prospera en comunidades solidarias, tendencialmente igualitarias, dispuestas a ver los problemas desde la perspectiva de los perdedores de los procesos sociales y no a reproducir la retórica de los vencedores. El saber crítico no puede tener patrones. No puede prestarse a esconder la verdad para proteger los intereses de los financiadores. Como todo bien común, el saber crítico debe ser defendido por todos contra cercamientos que solo sirven a los intereses de unos pocos.
https://periodico.unal.edu.co/articulos/la-educacion-superior-en-colombia-un-derecho-desfinanciado