El trabajo científico-filosófico de José Sarrión y la noción de ciencia de Manuel Sacristán

Salvador López Arnal

Rebelión

Para Eli, que está siempre ahí, donde hay que estar

Presentación del libro de José Sarrión Andaluz, La noción de ciencia en Manuel Sacristán, Madrid, Dykinson, 2017.

***

Al lector/a, a modo de advertencia:

El recuerdo de Matilde Landa, señalaba Jesús Puente González [1], miembro del colectivo Juan de Mairena y atento lector de la obra de Francisco Fernández Buey, “me trae a la memoria el de Matilde Zapata, directora del diario la Región de Santander, pareja de su anterior director, Luciano Malumbres, asesinado por un pistolero mandado por Hedilla poco antes del golpe”, en junio de 1936. Matilde Zapata, un referente del periodismo comprometido, y del feminismo, la militancia y la coherencia poliética, huyó de Gijón -se había refugiado allí, tras la entrada de las tropas franquistas en Santander- en un barco que fue capturado por la marina de los sublevados fascistas. Fue fusilada en mayo de 1938, a los 32 años edad -los mismos que vivió un camarada suyo, el poeta Miguel Hernández-, tras una pantomima de juicio en el que puso de manifiesto su dignidad y coraje moral. El fiscal pidió para ella dos penas de muerte. Matilde Zapata, con excelente lógica civil[2] (la misma que gustaba, practicaba y cuidaba nuestro germanista, la misma que cuida y practica el estudioso de su obra), supo orteguianamente a qué atenerse y le dijo al fiscal que con una le bastaba, que la otra se la podía guardar para él. A lo mejor la necesitaba en el futuro. Desgraciadamente no la llegó a necesitar; moriría feliz en la cama ya mayor probablemente.

Conviene saber, en todo caso, que el autor de estas páginas y el filósofo a cuya obra están dedicadas están hechos de la otra pasta, del espíritu solidario, la rebeldía y la dignidad de Matilde Zapata (y Matilde Landa). Ambos son, entre muchas otras cosas y pensando siempre -y heterodoxamente cuando es necesario- con su propia cabeza, “zapatistas y landistas”. En la estela de dos mujeres republicanas inolvidables.

Hablando de lógica civil, es necesario recordar también una toma de posición gnoseológica y política de Sacristán, a los 53 años de edad. En 1979, en una conversación con Antoni Munné y Jordi Guiu pensada inicialmente para ser publicada en la revista El Viejo Topo [3] pero que permaneció inédita durante unos 16 años[4], el autor de El orden y el tiempo señalaba:

A mí me gusta intentar saber cómo son las cosas. A mí, el criterio de verdad de la tradición del sentido común y de la filosofía me importa y no estoy dispuesto a sustituir las palabras “verdadero” o “falso”, por las palabras “válido”, “no válido”, “coherente”, “incoherente”, “consistente”, “inconsistente”. No, para mí, las palabras buenas son “verdadero” y “falso”, como lo son en la lengua popular, como lo es en la tradición de la ciencia. Igual en Pero Grullo y en la boca del pueblo que en Aristóteles. Los del “válido”, “no válido”, son los intelectuales que en este sentido son “tíos” que no van en serio.

José Sarrión Andaluz no es en absoluto un intelectual en ese sentido. Al igual que Sacristán, va en serio. Las palabras buenas son también para él verdadero o falso; decencia o indecencia; justicia o injusticia; igualdad o desigualdades crecientes; compromiso con los de abajo o aspiración a ser un acomodado intelectual orgánico del poder y sus representantes. Cuando intentan saber cómo son las cosas, cuando hablan de conocimiento positivo, de ciencia, la piensan ambos en los términos siguientes (y en los alrededores político-culturales de esta aproximación):

En todo este contexto, sin embargo, es necesario entender el término “ciencia” con la generosidad que merece: sólo la profunda alienación del espíritu en la sociedad burguesa, permite entender por ciencia una actividad sin espíritu, que se limita a manipular el ente para explotarlo. En su concepto histórico la ciencia es esencialmente más que eso: es lucha por la verdad contra las concepciones del mundo mitológico-religiosas. La esencia de la ciencia se encuentra más en las palabras del presocrático que grita “el sol no es un dios, sino un trozo de piedra incandescente” que en los servo-mecanismos de las máquinas electrónicas que computan los datos óptimos para la propaganda de la Coca-Cola (sin que con esto se pretenda, naturalmente, que la ciencia como técnica no sea un momento del concepto pleno de ciencia)…

La ciencia en el sentido pleno y verdadero de su concepto, proseguía el entonces miembro del Comité Central del PSUC en la revista teórica clandestina de su organización, “es la empresa de la razón: la libertad de la consciencia”. La ciencia positiva como técnica humanizada, la tecnociencia no cegada ni alocada ni destructiva [5], recibía entonces “su impulso de la ciencia como razón [6] .

El objetivo de este trabajo, señala el profesor Sarrión Andaluz (a quien agradezco muy sinceramente el encargo de esta presentación, un verdadero honor para mí), es estudiar la noción de ciencia en los escritos de Manuel Sacristán Luzón (Madrid, 1925-Barcelona, 1985), y la repercusión de esta noción en su comprensión del marxismo, un ismo -un no-ismo en su caso [7]- que el que fuera director de mientas tanto pensó siempre como una -no la única- tradición emancipatoria del movimiento obrero. El autor de este artículo, escribía en 1968 el traductor de Engels, Korsch y Lukács [8] en una colaboración para un suplemento de una Enciclopedia, la Labor, muy difundida en aquellos años, ha negado que pueda hablarse propiamente de filosofía marxista en el sentido sistemático tradicional del concepto de filosofía, “sosteniendo que el marxismo debe entenderse como otro tipo de hacer intelectual, a saber, como la conciencia crítica del esfuerzo por crear un nuevo mundo humano” [9] [el énfasis es mío]. Creación de un nuevo mundo humano, consciencia crítica de esta finalidad transformadora compleja, una reflexión, una arista de largo alcance muy destacada en la obra y el hacer del autor de estas páginas.

Trabajaremos con la hipótesis, añade el profesor Sarrión en su introducción, de que “su gran conocimiento y rigor en materia epistemológica tiene consecuencias en su perspectiva crítica y renovadora del marxismo” [10]. La conjetura es contrastada con éxito a lo largo de esta investigación y los dos objetivos señalados -¡dos tesis de hecho en una!- se superan con nota, con nota destacada.

Lo esencial de mi lectura de este erudito ensayo del doctor Sarrión, en correspondencia con lo apuntado en mi advertencia al lector, puede resumirse así: hay libros que conviene depositar, más o menos directamente, en alguna estantería lejana; otros merecen ser ojeados y algunas de sus páginas deben ser leídas; unos terceros deben ser estudiados con interés, incluso con mucho interés, y desde el principio hasta el final, y hay otros, finalmente, no son muchos, la última de nuestras casillas, que estudiamos, pensamos, anotamos, repasamos, meditamos, tratamos con mimo y solemos tener muy cerca nuestro, en nuestra mesa de trabajo o estudio, para futuras relecturas y consultas por ejemplo. El libro del profesor Sarrión Andaluz, actualmente diputado por IU en el Parlamento de Castilla y León (un nudo muy consistente con su propia forma de entender el marxismo y el legado poliético del autor estudiado, que también fue un político gramsciano revolucionario que se la jugó en circunstancias muy difíciles [11]), está ubicado, sin atisbo para ninguna incertidumbre, en este cuarto apartado de nuestra clasificación. Conviene decir, es consistente hablar así en términos lógicos, que: el trabajo científico-filosófico realizado por el autor sobre la noción de ciencia en la obra de Sacristán es excelente si y solo sí, como diría Tarski -y con él Josep Ferrater Mora- porque es excelente.

Todos los lectores del estudioso y traductor de Antonio Gramsci, alguien muy digno de amor comentó Sacristán en el 40º aniversario del fallecimiento del revolucionario sardo, le debemos, le estamos agradecidos. Ampliemos este primer atributo: el del rigor, la excelencia, el del trabajo bien hecho, concienzudo y gozoso al mismo tiempo.

La explicación de la segunda virtud (la republicana) de La noción de ciencia en Manuel Sacristán demanda un breve preámbulo personal. En todo caso, este Yo instrumental quiere y va a caminar hacia un Nosotros.

Marzo de 1973. Yo tenía 18 años, cumplía 19 años en julio, y estudiaba segundo curso de Matemáticas -“Exactas” se decía entonces con algo de pedantería y mucho desconocimiento gnoseológico- en la Universidad de Barcelona. La topología, fue mi primer contacto con esta disciplina, era una de mis pasiones (tampoco el Cálculo me era extraño o ajeno). Restadas las horas de trabajo en Banca Catalana, una de las apuestas fracasadas de Jordi Pujol [12], restado ese tiempo, decía, que incluía los sábados por la mañana, y el poco -no había otra- que dedicaba a clases y estudio, militaba con entusiasmo, bastante locura política y muchos riesgos en el PCE (m-l). Un día, un compañero de clase algo mayor que yo, un ex camarada del partido, me regaló el Manifiesto Comunista(que aún no había leído) y Los principios de la matemática –no los Principia Mathematica por supuesto- de Bertrand Russell, uno de los primeros libros de filosofía de la matemática que tuve entre mis manos.

Además, mi generoso y muy culto compañero me habló de una conferencia que iba a dictar al día siguiente un tal Sacristán en los comedores universitarios del SEU de Pedralbes, muy cerca de donde entonces estaba la Facultad de Filosofía. No conocía al conferenciante y el título de la conferencia, “La universidad y la división social de trabajo”, a pesar de mi activismo político, me sonaba entre extraño y muy raro. No sabía muy bien qué era la división social del trabajo, aunque sabía, eso sí, que pocos hijos de obreras y obreros podían estudiar en la universidad española en aquel tiempo de silencio -pero también de organización, resistencia y lucha, con asesinados incluidos. Los de Manuel Márquez (Central Térmica del Besós), Ruiz Villalba (SEAT) o los de Daniel y Amador, dos trabajadores de la Bazán de El Ferrol, en ese mismo mes de marzo de 1972.

Esa misma noche, en casa de mis padres y con alguna intranquilidad por su parte, empecé a leer el Manifiesto, hojeé algunas páginas de las reflexiones filosóficas russelianas y tomé la determinación de asistir a la conferencia del para mí desconocido Sacristán, saltándome dos o tres clases. Llegué muy puntual, antes de las 7 de la tarde, estuve todo lo atento que pude, intenté apuntar -con mucha dificultad- algunas nociones y argumentos y permanecí, a pesar del cansancio acumulado, hasta el final del coloquio, pasadas las diez de la noche. Más de tres horas entre la intervención central y debate posterior.

¿Qué pensé, qué sentí, después de quedarme absolutamente cautivado y con la boca abierta pero sin entender apenas nada -nada, para ser más preciso- de lo que allí se dijo y discutió? Que debía superar mis límites, mi descomunal incapacidad de comprensión, mis dificultades para entender un debate como aquel, y que era deslumbrante, más que deslumbrante incluso, la forma en que aquel conferenciante, desconocido para mí hasta entonces, hablaba y argumentaba. De hecho, yo nunca hasta entonces había oído un castellano tan potente a pesar de haber tenido al primer traductor de José Saramago, Basilio Losada, como profesor de Filosofía y Literatura en PREU. Quería saber más, mucho más de las temáticas que aquel conferenciante conocía en profundidad. Que ese Marx al que a veces se refería era mucho Marx, mucho más Marx del que yo entonces conocía. Que su fuerza, su estilo, su paciencia, su estilo argumentativo sus casi dos horas de discusión con un grupo (al final) muy reducido de alumnos, había sido todo un espectáculo intelectual nunca hasta entonces vivido por mí, y que, en fin, debía dejar las matemáticas y la física para momentos más sosegados, políticamente hablando, y debía matricularme en Filosofía, facultad para la cual ya había hecho el examen de ingreso dos años antes. La suerte estaba echada, la decisión estaba tomada. Un artículo crítico de Alexander Grothendiek (otro autor que conocí también en aquellos años, otro de mis héroes de juventud) sobre el papel de la matemática en nuestras sociedades que publicó Triunfo oCuadernos para el diálogo pocos meses después me reafirmó en lo que ya había decidido.

Estudié filosofía asistiendo poco a clase en los dos primeros cursos (la lucha política antifascista seguía en lugar muy destacado); interrumpí mis estudios de filosofía finalizado el segundo curso para matricularme un curso de Economía y hacer dos cursos más tarde de Sociología; además, desde entonces, asistí a todas las clases que puede de “Metodología de Ciencias Sociales” que Sacristán y Paco Fernández Buey impartían para alumnos de 5º curso en la Facultad entonces de Económicas, ahora de Economía y Empresa; volví a estudiar filosofía, esta vez más en serio, dedicándome básicamente a la lógica formal, a su filosofía y a la epistemología en general; intenté, fracasando estrepitosamente, una vuelta a Exactas tras haber aprobado mis oposiciones de profesor de Instituto (entonces nos llamábamos enseñantes, siguiendo las reflexiones de Sacristán y otros compañeros de la Federación de Enseñanza de CC.OO [13]), y, finalmente, hice un Master de la Historia de la Ciencia en la Facultad de Físicas de la UAB realizando una investigación sobre la obra de un matemático elogiado por Isaac Newton, Antonio Hugo de Omerique, con reseña incluida, acaso escrita por el propio autor de los Principia, en los Philosophical Transactions of the Royal Society. En síntesis: lógica, un poco de matemática, epistemología, bastante de historia de la ciencia y algunas lecturas marxistas, los únicos saberes que estaban a mi alcance.

Desde entonces, hace ya más de 25 años no he cesado en mi empeño de comprender la obra de aquel conferenciante que no entendí en marzo o abril de 1972. La ayuda de Francisco Fernández Buey, como en tantas otras cosas, ha sido decisiva en todo este aprendizaje. Casi nada de lo que he escrito o pensado hubiera sido pensado o escrito sin su ayuda, apoyo y consejo. No es improbable que algunas de las conjeturas o ideas que he defendido y defiendo le tengan a él como “principio generador” sin que yo mismo sea plenamente consciente de ello.

Fin del relato, hasta aquí el preámbulo. Viene el nosotros.

Se infiere de todo ello, por eso lo he contado, que mi aproximación a la obra del autor de Papeles de filosofía es bastante parcial por falta de estudio de fondo y preparación en varios temas que siguen siendo para mí bastante inasequibles. Da vergüenza confesarlo a pesar de la ganas y del tiempo dedicado pero yo no entiendo bien -ni medio bien- una buena parte de los desarrollos descriptivos y argumentativos de la tesis doctoral de Sacristán sobre Las ideas gnoseológicas de Heidegger (por mi desconocimiento e incomprensión de la obra del que fuera rector de Friburgo en tiempos turbulentos, no por la claridad interpretativa del comentarista [14]), ni tampoco una parte no menor de sus escritos de crítica literaria (que incluye la teatral y la musical) en sus tiempos de Laye, más los prólogos a la obra en prosa de Heine o Goethe o su aproximación a la obra poética de Joan Brossa [15], así como la importancia o no de su propia obra artística, empezando, por ejemplo, por su obra de teatro “El pasillo”. En sus escritos políticos, filosóficos y marxianos me sitúo más o menos bien, pero donde, por formación, e incluso por deformación y gusto, me encuentro más cómodo, más a mi aire, con mayor perspectiva crítica y capacidad de comprensión y análisis, es en sus escritos lógicos y epistemológicos, donde, además, he tenido la suerte de tener profesores y maestros que me han ayudado como Luis Vega Reñón, Paula Olmos, Daniel Quesada, Ramon Jansana, Eduardo Bustos, Manuel Medina y Jesús Mosterín (fallecido en setiembre de 2017 por un mesotelioma).

Así, pues, es en este vértice que he señalado donde me ubico mejor, sobre el que más he escrito y donde creo conocer mejor la obra del traductor de Quine y Hasenjaeger. Pues bien, esta es la otra nota que quería destacar del libro del profesor Sarrión Andaluz: yo he aprendido mucho del libro que el lector tiene entre sus manos, de su investigación en este campo, al cual, como decía, he dedicado muchos años de mi vida [16].

Si el profesor Sarrión hubiera investigado y escrito sobre la tesis doctoral de Sacristán o sobre su obra literaria, su magisterio hubiera sido más evidente aún, pero, digámoslo así, él ha investigado, pensado y escrito sobre “mi tema”, sobre las cosas que más me han interesado del que fuera miembro del comité ejecutivo del PSUC y profesor de lógica en este cuarto de siglo de estudio y dedicación por mi parte. No sólo es que esté de acuerdo con tal o cual tesis, argumento, reflexión o desarrollo sino que he aprendido nuevas cosas, nuevos enfoques, nuevas perspectivas, al leerlo. El profesor Sarrión me ha abierto horizontes que estaban cerrados anteriormente para mí, me ha hecho pensar en ideas, en conjeturas, en hipótesis, en las que no había reparado e incluso me ha llevado a reconsiderar algunas de mis posiciones sobre el tema.

La noción de ciencia en Manuel Sacristán enseña, nos enseña a todos, a las personas que conocemos, con mayor o menor profundidad, en mayor o menor medida, la obra del autor de Introducción a la lógica y al análisis formal, y a las personas que por diferentes motivos no han podido ponerse aún en ello [17]. El libro del diputado de IU en las Cortes de Castilla y León, sin ninguna duda, les será de una gran ayuda, nos será a todos de un gran estímulo.

Pero no es ésta, siendo importante, su última virtud. Hay más.

El profesor Sarrión Andaluz traza además una mirada completa -completísima más bien- sobre la importante, en sí misma y por sus consecuencias interpretativas, arista lógico-epistemológica de Sacristán, quien nunca por cierto abandonó su adicción a la lógica [18], usando para ello escritos publicados y también inéditos, incluidos notas y materiales de trabajo. Todo ello, desde luego, da aún más valor a su investigación y al resultado alcanzado.

No era fácil. Sacristán fue traductor de uno de los grandes lógicos y filósofos contemporáneos, fueron cinco sus traducciones de Quine, fue un sugerente filósofo de la lógica (pensemos, por ejemplo, en sus materiales para su oposiciones a la cátedra de lógica de Valencia) [19], fue autor de reseñas de la obra lógica de su amigo Ferrater Mora y de otros autores [20], y fue también, por supuesto, profesor de lógica y epistemología cuando pudo, cuando le dejaron en las Facultades de Filosofía y Económicas de la Universidad de Barcelona (también en la Universidad Nacional Autónoma de México durante el curso 1982-1983 [21]). A pesar de su fuerte compromiso político, un compromiso que como él mismo reconociera le impidió una dedicación profesional a estas disciplinas, fueron diversas e interesantes sus incursiones en el ámbito de la lógica y la epistemología. Ninguna de ellas ha sido olvidada por el doctor Sarrión.

Si tuviese que destacar alguna por su profundidad y originalidad, apenas hay trabajos complementarios en este ámbito, señalaría lo escrito por el autor sobre las anotaciones de trabajo de Sacristán [22] en torno la obra de autores como Popper o Kuhn, aparte claro está de textos más conocidos sobre la obra de Carnap, Quine, Russell o Mosterín. No se le escapa al profesor Sarrión, aquella interesante reflexión de Sacristán sobre el cuaderno 11 de Gramsci [23] y una de las tesis centrales de la Estructura. La forma racional, lógicamente coherente, la redondez de razonamiento que no descuida ningún argumento positivo o negativo que tenga algún peso, señalaba el físico y filósofo norteamericano, poseía su importancia pero estaba muy lejos de ser decisiva en los grandes cambios de paradigma. Podía serlo de manera subordinada, cuando la persona en cuestión una verdadera crisis intelectual, oscilando entre lo viejo y lo nuevo, habiendo perdido la fe en lo viejo e indeciso todavía por lo nuevo. Los cambios de conversión político-filosófica solían seguir esa trayectoria. El autor de losQuaderni lo había visto antes en condiciones muy distintas y mucho menos favorables, y había defendido la misma conjetura explicativa con otras palabras.

Nos queda una nueva virtud para finalizar.

Notas:

1) Comunicación personal, 21 de junio de 2017.

2) Véase Luis Vega Reñón, Lógica para ciudadanos. Ensayos sobre Lógica civil, Editorial Académica española, 2017 (entrevista con el autor en El Viejo Topo, octubre de 2017). Vega Reñón es uno de los grandes estudiosos de la obra lógica de Sacristán (al alimón en ocasiones con la profesora e investigadora Paula Olmos). Véase, por ejemplo, su último trabajo: “Sacristán y los tiempos de la lógica”. En Jacobo Muñoz y Francisco José Martín (eds.), Manuel Sacristán. Razón y emancipación, Madrid, Biblioteca Nueva, 2017, pp. 177-204. El profesor Sarrión cita en este libro otras aportaciones de este lógico e historiador de la matemática y la lógica, maestro de muchos de nosotros.

3) Fueron dos las razones apuntadas por el propio Sacristán: 1ª. ¿A quién le interesaban sus neuras? 2ª. No quería dar motivo para la desmoralización o el inactivismo en momentos en los que empezaba a cundir el desencanto en las entonces pobladas filas de las izquierdas.

4) De manera muy significativa, el doctor Sarrión hace referencia a esta misma entrevista en varios momentos del libro. Hay varias ediciones. Puede consultarse, por ejemplo, en Francisco Fernández Buey y Salvador López Arnal (eds.), De la primavera de Praga al marxismo ecologista. Entrevistas a Manuel Sacristán Luzón, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2004, pp. 91-114. Apareció también en mientras tanto, n.º 63, y en Acerca de Manuel Sacristán,Destino, Barcelona, 1996.

5) Como explicó en sus clases de metodología de los años setenta y ochenta, una de las películas que mereció su mayor consideración como paradia de la locura tecnológico-militar fue el clásico de Stanley Kubrick: Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb (entre nosotros, “?Teléfomo rojo? Volamos hacia Moscú”). Sus elogios a las actuaciones de Peter Sellers y Sterling Hayden no tenían límite.

6) “Tres notes sobre l’aliança impia” [Tres notas sobre la alianza impía], Horitzons [Horizontes], n.º 1960, n.º 2, p. 22. Por motivos editoriales y legales la revista pasó a llamarse Nous Horitzons [Nuevos Horizontes] poco tiempo después. Sacristán fue su director clandestino desde mediados de los años setenta hasta el final de la década.

7) Recuérdese el Marx (sin ismos), Mataró (Barcelona), El Viejo Topo, 1999, de su discípulo, amigo y compañero en mil luchas Francisco Fernández Buey (Palencia, 1943-Barcelona, 2012) y su dedicatoria: “Para Neus, para Eloy. En recuerdo de Manuel Sacristán y Giulia Adinolfi, comunistas, a los que amamos y de los que aprendimos”. Está anunciado para 2018, Marxismos sin ismos, con una selección de textos del autor desde 1999 hasta el final de sus días, para celebrar el bicentenario del nacimiento del padre de Tussy Marx.

8) Unas 28 mil páginas o más -según cálculo de Albert Domingo Curto, el editor y presentador de Lecturas de filosofía contemporánea- traducidas del alemán, italiano, francés, inglés, griego clásico, latín y catalán. Unas cinco mil de estas páginas son traducciones de las obras de György Lukács; Historia y consciencia de clase entre ellas. La correspondencia entre ambos fue una de las aportaciones del profesor Miguel Manzanera en su tesis doctoral (uno de los anexos) de 1993, la primera dedicada a la obra de Sacristán, presentada en la UNED con dirección de José María Ripalda. Anteriormente, en abril de 1985, el profesor Jorge Vital de Brito Moreira, alumno de Sacristán en sus cursos de la UNAM, había presentado una tesis dirigida por el profesor Severo de Salles para la obtención del grado de Maestría en Sociología de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales -departamento de Sociología- de la UNAM con el título “Ciencia, concepción del mundo y marxismo”, centrada, especialmente en su primera parte, en la obra del que fuera miembro del Comité Ejecutivo del PSUC. Muy pocos meses después de la presentación de la tesis del profesor Sarrión, la segunda y también en la UNED, M.ª Francisca Fernández Cáceres presentaba la suya en la Universidad de Cádiz, bajo la dirección de José Luis Moreno Pestaña: “El patrimonio intelectual español: un acercamiento desde la figura de Manuel Sacristán Luzón» (pendiente de publicación).

9) Manuel Sacristán, “Corrientes principales del pensamiento filosófico”. En Papeles de filosofía, Icaria, Barcelona, 1984, p. 396.

10) Perspectiva renovadora y crítica muy presente desde el principio de su militancia, desde que escribiera sus primeros “Panfletos y Materiales” después de su regreso del Instituto de Lógica y Fundamentos de la Ciencia de la Universidad de Münster (Westfalia, Alemania), y tras su ingreso en el Partido. Un ejemplo de esto que comentamos: un escrito de introducción al Manifiesto Comunista, que permanece inédito, pensado y elaborado (con la ayuda de Pilar Fibla y Giulia Adinolfi) para militantes comunistas-antifascistas del PSUC-PCE y activistas próximos. Para aproximarse a la osadía política, algo alocada o cuanto menos imprudente, de Sacristán en sus primeros meses de militancia, véase la entrevista con Miguel Núñez en “Integral Sacristán” (dirección de Xavier Juncosa) y uno de los ensayos más importantes que se han escrito sobre el grupo Laye: Esteban Pinilla de las Heras, En menos de la libertad. Dimensiones políticas del grupo Laye en Barcelona y en España, Barcelona, Anthropos, 1991, pp. 400 y ss.

11) Una coincidencia más: ambos han sido profesores expulsados de sus respectivas universidades por motivos políticos.

12) En la presentación en 2004 de las memorias del que fuera su maestro, Raimon Galí, un acto que contó con su presencia estelar, se afirmó por uno de los ponentes que “Las universidades catalanas fueron gobernadas [¡durante el fascismo!] por profesores marxistas de valía, como Manuel Sacristán o Pierre Vilar, que durante muchas generaciones permitieron triturar nuestra memoria histórica [se sobreentiende, la verdaderamente catalana] e impidieron a la juventud catalana ver y juzgar rectamente su pasado”. Recordemos que Sacristán fue expulsado de la universidad barcelonesa en 1965 por motivos políticos, que no pudo regresar a ella hasta después de la muerte del dictador, que anteriormente, finales de los cincuenta, fue trasladado de facultad por orden -pactada, el objetivo era su expulsión- del arzobispado nacional-católico barcelonés y que el autor del “Manifiesto por una Universidad Democrática” fue un profesor no-titular, una especie de profesor asociado de la época, hasta 1984, cuando le fue concedido finalmente el nombramiento de catedrático extraordinario de Metodología de las Ciencias Sociales. Para la respuesta de Francisco Fernández Buey a ese comentario sobre los gobernantes de la universidad “que impidieron a la juventud catalana ver y juzgar rectamente su pasado”, véase Jordi Mir García y Víctor Ríos, Francisco Fernández Buey. Filosofando desde abajo, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2014, pp. 100-101.

13) Las líneas programáticas del sindicato de enseñanza fueron escritas, tras discusión colectiva, por Manuel Sacristán. Pueden verse en S. López Arnal,Homenaje a Manuel Sacristán. Escritos sindicales y de política educativa, Barcelona, EUB, 1997, pp. 99-123. La escuela de adultos del sindicato en Barcelona lleva su nombre.

14) El capítulo V, “Conclusión”, es en mi opinión uno de sus textos más impactantes. Véase, Manuel Sacristán, Las ideas gnoseológicas de Heidegger, Barcelona, Crítica, 1995, edición y prólogo de Francisco Fernández Buey. Lo mismo puede afirmarse del escrito de presentación de su discípulo. Véase también Francisco Fernández Buey, Sobre Manuel Sacristán, Vilassar de Dalt (Barcelona), El Viejo Topo, 2016.

15) Reconocida por Antoni Tàpies y su esposa en carta personal. Puede consultarse entre la documentación de Manuel Sacristán depositada en la Biblioteca de la Facultad de Economía y Empresa de la UB.

16) Huellas claras de esta influencia pueden verse rápidamente en S. López Arnal, Siete historias lógicas y un cuento breve. En torno a la obra lógica y epistemológica de Manuel Sacristán Luzón, Barcelona, Ediciones Bellaterra, 2017.

17) ¡Qué suerte la suya! ¡Qué descubrimiento les queda por hacer!

18) Así se lo comentaba en tono humorístico en una carta enviada desde México en 1983 a su discípulo y amigo Antoni Domènech, fallecido en septiembre de 2017.

19) Parcialmente recogidos en “Apuntes de filosofía de la lógica”. Véase Papeles de filosofía, ob cit, pp. 90-219.

20) Por ejemplo, de Abstraction, Relation, and Induction. Three Essays in the History of Thought ,de Julius Weinberg, un trabajo de colaborador para la editorial Ariel o Grijalbo.

21) Uno de sus alumnos en aquel curso (probablemente “Karl Marx como sociólogo de la ciencia” o “Inducción y dialéctica”) de la UNAM, Ignacio Perrotini, más tarde amigo, acaba de escribir un prólogo extraordinario a la reedición de El Capital por el FCE donde recoge, aparte de otras consideraciones, algunas de las ideas presentadas y comentadas por el profesor Sarrión en este libro.

22) Anotaciones de trabajo, no pensadas para su publicación, pero centrales para sus clases y conferencia. Sus apuntes sobre el clásico de Kuhn, por ejemplo, merecen un largo y adecuado desarrollo por parte del autor. También, por ejemplo, la obra de Karl Popper, a quien, por cierto, jamás trató Sacristán con desprecio sectario. Más bien lo contrario.

23) Manuel Sacristán, “El undécimo cuaderno de Gramsci en la cárcel”. En Pacifismo, ecologismo y política alternativa, Público-Icaria, Barcelona, 2009, pp.- 238-268. Fechado en mayo de 1985, como el profesor Sarrión señala, esta presentación, un texto muy trabajado y sentido, es uno de los grandes clásicos del autor de la influyente Antología de Gramsci.

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Fuente: https://www.rebelion.org/noticia.php?id=233151

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Un intelectual revolucionario

Por: Emir Sader

Fernando Martínez  Heredia, muerto esta semana en La Habana, fue el intelectual más importante de la revolución cubana. Su trayectoria, su obra, su actuación en Cuba y en toda América Latina, han hecho de él y de sus pensamientos, una presencia insustituible en la lucha de ideas.

Fernando dirigió la revista Pensamiento Crítico, la más importante del continente en los años 60, que hacía llegar a Cuba y a muchísimos países de América Latina lo más nuevo y relevante que producía la nueva izquierda mundial. Se mezclaban textos del Che, discursos de Fidel, con artículos de Ernest Mandel, de Althusser, de líderes de la izquierda latinoamericana, junto a la redición de textos clásicos del marxismo.

Más adelante, Fernando fue un activo participante del Centro de Estudios de América (CEA), que reagrupó lo mejor y lo más importante de la intelectualidad cubana, publicando textos determinantes para entender la realidad en Cuba y de todo el continente.

En el momento de su muerte, trato de rescatar su trayectoria personal, su formación política, para que se tenga una idea de cómo se formaba la intelectualidad cubana en los comienzos de la revolución. Siempre uno llegaba a La Habana y buscaba a Fernando para enterarse de cómo andaba la isla, a qué se dedicaba él, cuáles eran sus grandes preocupaciones. Y puedo decir que siempre, a lo largo de tantas décadas transcurridas desde el comienzo de la revolución, hemos coincidido siempre en nuestras visiones políticas y preocupaciones teóricas.

En uno de esos viajes le hice una larga entrevista para la revista Crítica y Emancipación (año 9, número 5) que yo fundé y dirigí en sus primeros años, cuando dirigía Clacso. Así él se refería a sus orígenes: “Nací en el pueblo de Yaguajay, en la antigua provincia de Las Villas. Mi padre pedía limosna en la calle cuando era niño y no fue nunca a una escuela. Mi madre hizo sólo el primer año de primaria y de ahí pasó a ser una niña obrera en la industria del tabaco. Eramos seis hermanos pero sólo cuatro llegamos a adultos. Yo nací en 1939. Estudié siempre en escuelas públicas. Comencé a leer cosas politizadas en Bohemia, la revista semanal cubana más famosa, de extraordinaria calidad. Tiraba más de 300 mil ejemplares. Enviaba 700 ejemplares a Buenos Aires por avión.

En Santa Clara participé en las protestas estudiantiles. Por primera vez oí hablar de Fidel. Asaltaron al cuartel Moncada el 26 de julio de 1953 y ello me causó un impacto decisivo. Yo tenía entonces 14 años y mi mamá me había llevado a ver unos familiares a un poblado. Al salir vimos el cuartel con todos los soldados en guardia. Preguntamos a alguien, que nos dijo que habían peleado en Santiago de Cuba y que el ejército estaba movilizado. Al día siguiente el dictador habló al país, lo escuché y pensé que había dicho muchas mentiras, y que los asaltantes al Moncada eran unos héroes revolucionarios. Para hacer algo comencé a anotar en una libreta los pocos nombres de los muertos que iban apareciendo, para evitar que cayeran en el olvido.

Cómo viviste el primero de enero del 1959, le pregunté: “Yo estaba en Santa Clara, se estaba combatiendo ahí desde el 28 de diciembre. Es la famosa batalla que dirigió el Che. Recuerdo al Che con un brazo fracturado, con una seguridad absoluta en sí mismo, caminando por una vía principal, la calle Independencia, ancha y recta. El ejército trataba de avanzar como a 700 metros, venía con dos tanques; sus disparos eran lejanos, pero en línea recta el fusil es efectivo a esa distancia y más. El Che se detuvo delante de una vidriera destrozada del Ten Acentos, y llegó bajo el fuego hasta la esquina siguiente, donde había cinco o seis rebeldes. Yo estaba a unos 50 metros, con bastante miedo, pegado a la acera. Ahora pienso que actuaba así para darles confianza a los que veían, porque los cañones de tanques en una ciudad hacen un ruido espantoso.”

Así Fernando tuvo las primeras noticias y los primeros contactos con Fidel y con el Che, así empezó a integrarse a la revolución en su país. La primera lectura de marxismo que le dieron fue el Manual de Economía Política, de la Academia de Ciencias de la Unión Soviética. Y reaccionó rápido: Si esto es el marxismo, yo no sigo, esto es insoportable. Felizmente para el marxismo cubano pocos meses después le dieron El Estado y la Revolución, de Lenin, cuya lectura le encantó. Pero su maestra principal del marxismo era la revolución. Yo absorbía todo lo que Fidel decía.

En la entrevista Fernando relata cómo nació la idea de la revista Pensamiento Crítico, cómo surgió su primer número a finales de 1966, sobre las luchas armadas en América Latina. A partir de ahí Fernando Martínez Heredia se proyectó como un líder de vanguardia del pensamiento crítico cubano y latinoamericano. En los últimos años se dedicó a un balance de la historia cubana del siglo XX, retomando temas como la cuestión nacional, su articulación con la lucha por el socialismo, así como un balance del pensamiento y de la vida de Fidel, su última obra.

Fuente: https://www.rebelion.org/noticia.php?id=228006

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Entrevista a Salvador López Arnal sobre Manuel Sacristán (1925-1985) (I) “Sacristán pensó y habló para la Academia (poco) y para la ciudadanía (más)”

Entrevista a Salvador López Arnal sobre Manuel Sacristán (1925-1985) (I)
“Sacristán pensó y habló para la Academia (poco) y para la ciudadanía (más)”
Ariel Petruccelli

Salvador López Arnal es profesor-tutor de Matemáticas en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) y profesor de Economía e Informática de Ciclos Formativos en el Instituto de enseñanza media Puig Castellar de Santa Coloma de Gramenet. Colabora en las revistas El Viejo Topo y Papeles de relaciones ecosociales y cambio global, en el diario electrónico Rebelión y es autor de diversos ensayos sobre la obra de Manuel Sacristán, del que también ha sido editor: La destrucción de una esperanza (Akal, 2010); Entre clásicos (La Oveja Roja, 2012), La observación de Goethe (La Linterna Sorda, 2015) y Siete historias lógicas y un cuento breve (Ediciones Bellaterra, 2017).

AP: Pese a haber sido considerado (junto a Ortega) uno de los dos más grandes filósofos españoles del siglo XX, y a pesar de ser con toda probabilidad, el más eminente filósofo marxista que haya escrito en castellano, Manuel Sacristán es un autor muy poco conocido en Argentina y en América Latina, ¿qué nos podría decir sobre la naturaleza de su obra?

SLA. Poco conocido, ciertamente, pero en su momento, en los años setenta y ochenta del siglo pasado, la Antología de Antonio Gramsci que presentó, tradujo y anotó para Siglo XXI tuvo su influencia en círculos académicos y militantes si no estoy equivocado. No debe olvidarse tampoco su estancia en la UNAM, durante el curso 1982-1983. Allí impartió dos cursos de doctorado -”Karl Marx como sociólogo de la ciencia” e “Inducción y dialéctica”-, además de algunas conferencias, y concedió entrevistas que aún se recuerdan: la que se publicó en la revista Dialéctica, una de las más importantes. También dejó huella entre algunos intelectuales mexicanos. Pienso, por ejemplo, en Ignacio Perrotini, alumno suyo en aquellos cursos, o en la que sería su segunda esposa, la profesora María Ángeles Lizón.

Perdone por la digresión. Contesto ahora a su pregunta, aunque me temo que no voy a ser muy breve. Intento resumir. La naturaleza de la obra de Sacristán es, por un lado, muy poliédrica, por decirlo de algún modo, y por otro, está marcada por las difíciles circunstancias políticas en las que vivió y combatió. Sacristán no sólo fue un compañero de viaje. Fue un activo militante y durante cinco años miembro del comité ejecutivo de un partido clandestino duramente perseguido por el fascismo, el PSUC, el partido de los comunistas catalanes. Su noción de la filosofía y del filosofar es consistente con lo que acabo de señalar.

Licenciado en Derecho y Filosofía, doctor en esta última disciplina con una tesis sobre Las ideas gnoseológicas de Heidegger, el traductor de El Capital fue de joven un crítico literario, musical, teatral (autor también de una obra de teatro de un solo acto, publicada pero no representada: “El pasillo”), un comentarista político también, que publicó sus primeros trabajos filosóficos en una revista disidente barcelonesa llamada Laye. De estos últimos destaco dos: “Verdad: desvelación y ley”, sobre la noción de verdad en Ortega y Heidegger, y “Nota acerca de la constitución de una nueva filosofía”. Escribió muchos más y también reseñas (cinco sobre obras de Simone Weil, entonces una perfecta desconocida entre nosotros). Algunos de estos textos, no todos, están recogidos en los cuatro volúmenes que componen sus “Panfletos y Materiales”, editados a partir de 1983: Sobre Marx y marxismo, Papeles de filosofía, Intervenciones políticas y Lecturas, los dos últimos son póstumos.

En 1954, tenía entonces 29 años, consiguió una beca y fue a estudiar a Alemania, a la Universidad de Münster en Westfalia. Estudió en el Instituto de Lógica y Fundamentos de la Ciencia que entonces dirigía (aunque ya muy enfermo) el gran lógico-filósofo-teólogo Heinrich Scholz, uno de sus pocos maestros como él apuntó en una ocasión. Sus estudios de posgrado y las personas que conoció en el Instituto alemán fueron decisivos en su evolución filosófica y en su compromiso político. Destaco en este punto la influencia que tuvo sobre él Ettore Casari, un lógico y epistemólogo pisano entonces militante del Partido Comunista Italiano.

Tras su estancia en Alemania, donde renunció a una plaza de profesor en el Instituto para incorporarse a la lucha antifranquista, Sacristán pasó a militar, clandestinamente, antes he hablado de ello, en el Partit Socialista Unificat de Catalunya, el partido de los comunistas catalanes, estrechamente vinculado al PCE, al Partido Comunista de España, del que fue miembro del Comité Central.

Se convirtió entonces en una especialista en lógica formal -y en su filosofía- a la que no se pudo dedicar con toda la intensidad, tiempo y tranquilidad que él hubiera deseado en circunstancias más apacibles. Su fuerte compromiso político y, además, tenerse que ganar la vida son causa de ello. Su sueldo de profesor universitario, cuando pudo serlo que no fue siempre (fue trasladado de la Facultad de Filosofía a la de Económicas a finales de los cincuenta por presiones del nacional-católico arzobispado barcelonés, expulsado por el rector fascista y gran farmacólogo Francisco García-Valdecasas en 1965 hasta después de la muerte del dictador golpista Francisco Franco y antes, en 1962, no consiguió la cátedra de lógica de la Universidad de Valencia por razones políticas), su retribución, decía, siempre fue muy mermada. Por ello tuvo que convertirse en un traductor y colaborador de editoriales como Ariel, Grijalbo, Alianza, Revista de Occidente, Labor, etc. Aparte de informes, cartas e iniciativas editoriales en torno a la edición de la obra de Lukács, por ejemplo, o a las obras completas de Marx y Engels, las MEW, llegó a traducir más de 30.000 páginas del alemán, francés, italiano, inglés, griego clásico, latín y catalán, especialmente desde 1956 hasta 1977.

Como sé que me estoy alargando en demasía, resumo y finalizo. A partir de 1956, Sacristán publicó dos ensayos: su tesis doctoral, la he citado anteriormente, y, a medidos de los sesenta, una obra de lógica y epistemología que fue esencial en la consolidación de estos estudios en España: Introducción a la lógica y al análisis formal. Dejó también un libro inédito de lógica que su hija, Vera Sacristán, publicó años después de su fallecimiento, en 1996. Lógica elemental es su título; fue presentado por Jesús Mosterín. Cabe recordar igualmente un breve ensayo que recoge dos de sus incursiones en el ámbito de la crítica literaria, Lecturas, y un opúsculo Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores, muy polémico en su momento -abrió una discusión sobre la filosofía y el filosofar con un filósofo español recientemente fallecido, Gustavo Bueno- y también en años posteriores. Un joven filósofo español, José Luis Moreno Pestaña, ha escrito páginas de enorme interés sobre este trabajo.

Hay que sumar a lo anterior, su papel, esencial en mi opinión, de introductor de grandes autores de la tradición marxista. Empezando por Marx y Engels, siguiendo por Labriola, Gramsci, Korsch, Marcuse y Lukács, y finalizando en Zeleny y Harich por ejemplo. Quedan muchos más en el tintero.

Una gran parte de los trabajos que he ido citando se han recogido en los cuatro volúmenes de “Panfletos y materiales”, he hablado antes de ellos, y en Pacifismo, ecologismo y política alternativa, una obra editada por Juan-Ramón Capella, uno de sus discípulos y autor de una biografía política sobre él publicada por Trotta en 2005, que recoge sus últimos textos. Entre ellos, una sentida presentación al undécimo cuaderno de Gramsci, en traducción de Miguel Candel, otro de sus discípulos, y la entrevista, magnífica en mi opinión, con Dialéctica a la que he hecho antes referencia.

Hay también un nudo central que no debe olvidarse: la irrupción en su obra, a partir de principios de los setenta, del ecologismo, cuando nadie o casi nadie en España, y en muchos otros países, hablaba de estas temáticas y de los movimientos sociales anexos. Este giro político-filosófico es esencial para comprender sus últimas aportaciones y sus nuevos intereses y enfoques, siempre renovadores (recuerdo, cito de memoria, uno de sus aforismos preferidos: “Todo pensamiento decente debe estar en crisis permanente”). Entre estas novedades es necesario citar la revisión del ideario comunista (que no implicó nunca una renuncia a él ni su desnaturalización) y su interés creciente por temáticas de sociología y política de la ciencia, asunto no muy estudiado de su obra hasta fechas recientes (el profesor José Sarrión presentó en 2014 una tesis doctoral sobre estos asuntos).

Por mi parte, yo mismo estoy preparando actualmente un ensayo sobre la tecnociencia contemporánea y la reflexión poliética en su obra. Recuerdo otro de sus aforismos centrales: “lo malo de la ciencia actual (hablando poliéticamente) es que demasiado buena (desde un punto de vista epistemológico)”.

Pido disculpas por la extensión. No he cumplido uno de los lemas clásicos, muy del gusto de Sacristán: de nada en demasía.

AP: El filosofar de Sacristán ha estado estrechamente vinculado a su rol político militante: ¿cómo cree que sus convicciones filosóficas influyeron en su práctica política y, recíprocamente, en qué sentido cree usted que las coyunturas políticas influyeron en el filosofar de Sacristán?

SLA. No siempre en mi opinión, como ya he comentado, el filosofar de Sacristán ha estado estrechamente vinculado a su militancia política. Aún más: después de 1956 y hasta el final (prematuro) de su tiempo, y-a pesar de sus 23 o 24 años de militancia en el PSUC-PCE y en otros colectivos como el CANC, el comité antinuclear de Cataluña, interesado y concernido siempre por los asuntos públicos, hay muchas aristas de su obra que no están relacionadas con su práctica política. Pienso, por ejemplo, en su obra lógica y epistemológica. No olvidemos que, cuando le dejaron, el traductor de Gramsci, Marcuse y Adorno fue profesor de “Fundamentos de la Filosofía” y de “Metodología de las Ciencias sociales”, no de “Marxismo y política” por ejemplo. Otra cosa es que también en estos ámbitos teóricos su mirada político-filosófica fuera siempre penetrante y singular y no olvidara nunca las dimensiones sociales de esa cosa, en el decir de Alam Chalmers, llamada ciencia o tecnociencia contemporánea. He hablado antes de ello.

Más allá de lo que acabo de apuntar, tiene usted razón cuando señala esa doble influencia, esa doble implicación filosófico-política. Las convicciones filosóficas de Sacristán, siempre revisables por cierto y siempre enriquecidas, influyeron en su práctica política, en los fundamentos que, en general, intentó apuntar y mostrar en su práctica política y en la de su organización (cambiar el mundo, exige pensarlo y conocerlo y, por supuesto, tener voluntad de transformación socialista). También influyó en su búsqueda de temas y autores relevantes, evitando además errores de bulto en la tradición que en ocasiones, bastante frecuentes, se repetían (e incluso se repiten) como lemas litúrgicos indocumentados. Por ejemplo y destacadamente: considerar la dialéctica como una lógica proletaria, perfecta, alternativa y lista para un guisado y un descosido, frente a la burguesa, fijista, idiotizante y simplista lógica formal que no era capaz, ceguera burguesa se afirmaba, de captar la esencias y las contradicciones del mundo, de la historia y de la vida. Frente a la rica y contradictoria vida dialéctica, la lógica formal debía enmudecer. ¡Respetaba, absurdamente, el principio de contradicción!

El nudo didáctico, en el mejor de los sentidos del término, tuvo aquí un papel muy importante, destacado. Sacristán pensó y habló para la Academia (poco) y para la ciudadanía (más). Por ejemplo, tras su vuelta de Alemania, escribió, con la ayuda de su esposa-compañera Giulia Adinolfi, una gran hispanista italiana, y su discípula activista, Pilar Fibla, un papel netamente filosófico, un material diría él probablemente, con el título “Para leer el Manifiesto Comunista”. ¿Con qué objetivo? Con la finalidad de aproximar a los lectores a una lectura crítica, no servil ni repetitiva, con problemas y cuestiones abiertas, del clásico marx-engelsiano a los militantes y simpatizantes del PSUC-PCE. La tarea socrática de Sacristán, lo señaló hace muchos años con toda razón otro de sus grandes discípulos, Joaquim Sempere, es esencial para comprender muchas aristas de su obra y de su hacer.

Para decirlo rápido: su práctica política intentó tener siempre fundamentos filosóficos conscientes, sin olvidar lo básico: Sacristán fue un comunista democrático -que dictó una excelente y, en su momento, muy polémica conferencia sobre el estalinismo en 1978- hasta el final de sus días, y dijo, repitió y argumentó que el serlo no era asunto meramente intelectual, filosófico, teórico, sino tema de moral, de indignación, de rebeldía ante la injusticia y el dolor de este mundo grande y terrible, en el decir de Gramsci y en el de su discípulo y traductor.

La otra parte de la implicación es acaso más evidente. En dos sentidos: algunas de las temáticas filosóficas que analizó tenían motivaciones políticas en su base. Pienso, por ejemplo, en lo que se llamó eurocomunismo, una -lo digo generosamente- teoría política que entusiasmó a muchos partidos comunistas occidentales, el Partido Comunista italiano entre ellos, y a muchos de los dirigentes políticos e intelectuales marxistas aquellos años setenta. No a él, en absoluto (su texto más importante sobre el tema, “A propósito del ‘eurocomunismo” está recogido en Intervenciones políticas). Su giro ecocomunista, su interés científico-filosófico central en sus últimos años por estas temáticas, a veces en minoría de a uno (con el apoyo, entre otros, de su discípulo y amigo, Francisco Fernández Buey, probablemente una de las personas que más ha entendido su obra y su compromiso militante: recomiendo calurosamente su Sobre Manuel Sacristán, Barcelona, El Viejo Topo, 2005) y con notables silencios en su propia organización, es otro ejemplo destacado de cómo temáticas político-económicas influyeron en su reflexión filosófica, en sus “giros copernicanos”. Cuando se piensa desde abajo, cuando tu noción del filosofar y de la filosofía tiene una neta derivada político-social, en el sentido más noble del término, suelen pasar esas cosas.

En síntesis: sin olvidar desarrollos filosóficos no directamente relacionados, que abarcarían incluso temáticas estéticas (fue el traductor de la Estética lukácsiana y escribió sobre poética y estética), la doble implicación que usted ha señalado me parece más que pertinente. No hay duda, por otra parte, de que lo mismo puede decirse de otros muchos autores. Salvando todas las distancias y sin olvidar grandes diferencias entre ellos y respecto a Sacristán, bastaría pensar también en Althusser, Lukács o Harich por ejemplo. Y también en Platón o en Spinoza por citar dos grandes clásicos que también le interesaron. Tradujo, anotó y presentó de joven El Banquete, unas de sus traducciones más celebradas y reconocidas.

Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=225856&titular=%93sacrist%E1n-pens%F3-y-habl%F3-para-la-academia-(poco)-y-para-la-ciudadan%EDa-(m%E1s)%94-

Imagen: http://www.rebeldemule.org/foro/biblioteca/tema8223.html

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América latina, más allá de la filosofía de la historia

América del Sur / Colombia/ Septiembre 2016/ Santiago Castro Goméz/http://www.ensayistas.org

«La historia, genealógicamente dirigida, no tiene
por meta encontrar las raíces de nuestra identidad,
sino, al contrario, empeñarse en disiparla»
M. Foucault

En un estudio reciente, el filósofo e historiador de las ideas José Luis Gómez-Martínez ha resaltado el lugar primordial que ocupa la figura de Ortega y Gasset en el desarrollo de la filosofía latinoamericana del siglo XX. Dos fueron, en opinión de Gómez-Martínez, las tesis del maestro español que se convirtieron en baluartes fundamentales para la reflexión latinoamericana: en primer lugar el circunstancialismo o teoría de las circunstancias, que postulaba la necesidad de asumir el propio contexto socio-cultural como problema filosófico; y en segundo lugar el generacionalismo o teoría de las generaciones, que pretendía ofrecer un modelo de análisis para explicar la evolución histórica. Estas dos tesis fueron sometidas a un desarrollo creador por sus discípulos José Gaos y Leopoldo Zea, quienes a través de una reinterpretación del pasado filosófico hispanoamericano colocarían las bases sobre las que se construiría el actual pensamiento de la liberación (Gómez-Martínez, 9-18

A continuación quisiera explorar la conexión que señala Gómez-Martínez entre las figuras de la «circunstancia», la «generación» y la «liberación». Mostraré de qué manera se inscriben estas figuras en la narrativa orteguiana, y la forma en que son resemantizadas posteriormente en el discurso de José Gaos. En un segundo momento, examinaré su tránsito hacia el registro «filosofía de la historia» en el pensamiento de Leopoldo Zea y Arturo Roig. Finalmente, y aprovechando las posibilidades heurísticas que brinda el concepto foucaultiano de episteme, intentaré mostrar en qué tipo de red arqueológica se generan las tres figuras mencionadas, y cuáles son los mecanismos de exclusión a ellas vinculados. Mi propósito es examinar en qué consiste la «violencia epistémica» (G. Spivak) que lleva consigo el metarrelato de una «filosofía de la historia» aplicada al ámbito latinoamericano.

  1. La «razón histórica» en Ortega y Gaos

El punto de partida del historicismo orteguiano es su oposición a la fe en la razón objetiva, que dominó el panorama intelectual europeo desde el siglo XVII. A partir de Descartes, el hombre europeo creyó haber descubierto que el mundo posee una estructura racional coincidente con la forma más pura del intelecto humano, que es la razón matemática. Orgulloso de tal descubrimiento, el racionalismo proclamó el comienzo de una época en la que ya no existiría secreto alguno para los hombres. Bastaría con no dejarse obnubilar la mente por las pasiones y con usar serenamente la facultad universal del pensamiento, para que el sujeto pensante, independientemente de sus circunstancias históricas, pudiera tranquilamente hundirse en los fondos abisales del universo, seguro de extraer consigo la esencia última de la verdad (Ortega y Gasset 33-37). Pero, según Ortega, esta visión racionalista conllevaba en el fondo una renuncia total a la vida. Al poner su fe en las capacidades de un sujeto abstracto que se basta a sí mismo, el racionalismo se convirtió en una visión ahistórica, opuesta a todo lo espontáneo y natural de la existencia. Bajo la máscara de la objetividad y la verdad, el racionalismo dejó la propia vida humana sin cimientos y sin encaje profundo. Frente a los problemas más urgentes y subjetivos del hombre, la «razón pura», orientada hacia el análisis de estructuras objetivas, nada podía ni tenía que decir (Ortega y Gasset 46, 49). Pues, en opinión de Ortega, la «realidad radical», aquel ámbito al cual se refieren necesariamente todas las demás realidades, no es el cogito cartesiano sino la vida humana (63 ss).

En efecto, para el filósofo español la razón humana es siempre «razón práctica», pues se orienta a resolver problemas que afectan directamente la vida del sujeto que piensa. Vivir consiste fundamentalmente en tener que vérselas con el mundo que nos circunda, con lascircunstancias. Como la vida no está hecha, sino por hacer, el hombre tiene que elegir constantemente entre las posibilidades que el mundo le ofrece. Pero elegir significa pensar, y pensar es, a su vez, la capacidad de inventar proyectos que respondan satisfactoriamente a las dificultades impuestas por la circunstancia (Ortega y Gasset 66). El pensamiento funciona, entonces, como un órgano de comprensión de la realidad que le indica al hombre cuáles posibilidades le conviene más elegir y qué proyectos debe inventar, en orden a conservar y perpetuar su vida. Tales proyectos se articulan alrededor de lo que Ortega llama «creencias fundamentales», que son el repertorio de ideas básicas sobre las que el individuo y la sociedad fundamentan su existencia (29-32). Se trata de un conjunto de creencias de orden técnico, filosófico, moral o político, que no son derivadas a priori de una razón metahistórica, sino que emergen a posteriori como fruto de la relación dinámica entre el sujeto y su mundo. Es, por ello, una razón vital e histórica.

Para Ortega, la misión de esta «razón histórica» es diagnosticar el presente de la sociedad mediante una comprensión de lo que ella ha sidoen el pasado, con el fin de darle herramientas para la proyección de su futuro. «El hombre —escribe— es lo que le ha pasado, lo que ha hecho. Pudieron pasarle, pudo hacer otras cosas, pero he aquí que lo que efectivamente le ha pasado y ha hecho constituye una inexorable trayectoria de experiencias que lleva a su espalda, como el vagabundo el hatillo de su haber… Las experiencias de vida estrechan el futuro del hombre. Si no sabemos lo que va a ser, sabemos lo que no va a ser. Se vive en vista del pasado» (77). La comprensión del pasado es, entonces, la clave para la salvación del presente. Ya no es posible apelar más a ideales construidos a priori que le digan al hombre lo que debe o no debe hacer, sino que debemos mirar hacia lo único que tenemos, nuestra propia historia, para aprender a evitar los errores del pasado. Es necesario mirar qué tipo de creencias fundamentales hemos ido construyendo en el pasado y entender cuál ha sido la función de las ideas filosóficas en este proceso. Aquí, en la aclaración de la función social del pensamiento, radica justamente el papel de la razón histórica. «La idea —escribe Ortega en otro lugar— no tiene su auténtico contenido, su propio y preciso ‘sentido’, sino cumpliendo el papel activo o función para que fue pensada, y ese papel o función es lo que tiene de acción frente a una circunstancia. No hay, pues, ‘ideas eternas’. Toda idea está adscrita irremediablemente a la situación o circunstancia frente a la cual representa su activo papel y ejerce su función» (128).

En realidad, Ortega está convencido de que los cambios históricos obedecen a la debilitación o intensificación de las «creencias fundamentales» de una sociedad. Y si la vida social es sostenida por un repertorio de creencias, entonces es claro que los cambios históricos son influenciados directamente por aquel grupo de personas que se ocupan de elaborar y redefinir esas ideas: las élites intelectuales. Ellos son el verdadero motor de la historia, pues son los encargados de generar aquellas ideas que sustituyen los usos vigentes ya debilitados con el paso de los años. Al transformar el sistema vigente de creencias mediante el ejercisio crítico del pensamiento y la meditación filosófica, los intelectuales ejercen una misión salvífica en el seno de la colectividad.

Estas ideas de Ortega tuvieron gran aceptación en América Latina durante los años veinte y treinta, especialmente en la obra de pensadores como Haya de la Torre, Antenor Orrego y Samuel Ramos (Medin 46-72). Pero fue indudablemente José Gaos quien, desde su llegada a México en 1939, consolidó definitivamente esta recepción y señaló el camino por donde habría luego de marchar el pensamiento historicista de Roig y de Zea. De hecho, el mérito de Gaos consiste en haber «latinoamericanizado» la filosofía de Ortega, en especial la tesis de que los cambios históricos obedecen a la manera como, en un momento dado, se percibe intelectualmente la realidad circundante. Esto abría las puertas al entendimiento de la filosofía como «filosofía de las circunstancias», y consecuentemente, a la postulación de una filosofía auténticamente hispano-americana. Tal invitación a recuperar la circunstancia venía muy bien en una época de fuerte reivindicación autoctonista en México, donde la creación de una cultura nacional se encontraba bien arriba en el orden de las prioridades políticas (Gómez-Martínez 66-100, Villegas 145 ss.).

Recuperar filosóficamente la circunstancia significaba, de acuerdo al programa de Gaos, examinar cómo ciertas ideas se han convertido en agentes de transformación socio-política en la historia de América Latina. Tal programa podría entenderse, utilizando la terminología orteguiana, como el intento de aclarar por qué razón algunas ideas lograron imponerse en una determinada época como «creencias fundamentales», transformando la manera como la sociedad entera reacciona frente a ciertas circunstancias. Ello suponía necesariamente la elaboración de una «Historia de las ideas» que mostrara la forma en que el pensamiento se ha ido manifestando a diferentes niveles: sociológico, económico, religioso, estético, político. Lo que se buscaba era saltar al escenario de la historia para ver de qué manera los pensadores latinoamericanos habían dado cuenta de su propia circunstancia (Gómez-Martínez: 1991). El programa de una «filosofía latinoamericana» derivó así en la reconstrucción del pasado hecha desde una «sensibilidad vital» (Ortega) anclada firmemente en el presente. Para el filósofo hispano-mexicano, la reflexión histórica se convertía en una manera de salvarse a sí mismo, salvando también las circunstancias iberoamericanas en las que discurría su propia vida. Esto representaba naturalmente una ruptura con el paradigma universalista que concebía al filósofo como vocero de un pensamiento que se piensa a sí mismo, y a la filosofía como un saber desarraigado que nada tiene que ver con la «sensibilidad vital» de una cultura. Lo que Gaos consigue mostrar es que la filosofía no se articula solamente en ciertas circunstancias, sino que es siempre filosofía de esas circunstancias. La realidad histórica desde donde se filosofa determina no solo la forma como se piensa, sino también los contenidos del filosofar. Hablamos así de una filosofía griega, alemana, francesa, anglosajona, que se diferencian entre sí tanto por el talante en que se expresan, como por el tipo de problemas que atraen su interés.

Con estos argumentos, Gaos creía haber despejado el camino para elaborar una caracterología de la filosofía hispanoamericana, programa que inició en 1945 con la publicación de su libro Pensamiento de lengua española. Ahí expresó Gaos su convicción de que el talante específico del pensamiento hispanoamericano se halla vinculado a los procesos históricos de conformación de los estados nacionales, tanto en España como en América Latina. En lo referente a sus contenidos, se trata de un pensamiento que otorga prioridad a los temas socio-políticos, y de manera especial a la problemática de la identidad cultural. Esto se explica por el hecho de que, a raíz de la independencia política en el siglo XIX, las jóvenes naciones se inclinaron a definir su identidad frente al legado cultural recibido de España y, posteriormente, frente al tipo de cultura difundida por el imperialismo norteamericano (Gaos 37-44). No es extraño, entonces, que los pensadores latinoamericanos hayan adoptado siempre una actitud «inmanentista», ajena por completo a preocupaciones metafísicas, y orientada más bien a la meditación crítica sobre la propia circunstancia. En lo referente a la forma, se trata de un pensamiento estético y asistemático, que prefiere el ensayo, el artículo, la conferencia y el discurso como vehículos de expresión. Esto, según Gaos, debido a las características especiales de la lengua española, tan favorable a los registros poéticos y literarios (58-69). Definido en estos términos, el pensamiento hispanoamericano se halla plenamente incrustado en la tradición inmanentista y crítica de la modernidad occidental (Gaos 50-55); aquella que, siguiendo los postulados definidos por la ilustración, se propone tomar la «realidad radical», la vida del hombre concreto, como punto de partida del filosofar (Gaos 47 ss). Como veremos posteriormente, tal visión de la filosofía latinoamericana como un «pensamiento de salvación» tributario de la modernidad europea se encuentra en el centro mismo de la filosofía de la historia latinoamericana desarrollada por el mexicano Leopoldo Zea y por el argentino Arturo Andrés

. Zea, Roig y la filosofía de la historia latinoamericana

Antes de considerar los contenidos específicos de la filosofía de la historia en Zea y Roig, convendría examinar primero cuáles son loselementos formales que estos dos pensadores adoptan del concepto de «razón histórica» elaborado por Ortega y Gaos. Se trata, a nuestro juicio, de tres elementos centrales. El primero —y más importante de ellos— es la tesis de que los discursos tienen su origen en lasintenciones de un sujeto cognoscente. Tanto Ortega como Gaos consideran que las ideas son «respuestas» del sujeto viviente a los desafíos que le plantea la circunstancia. En caso de tratarse de un sujeto colectivo, tenemos entonces el concepto de «generación», que en Ortega se refiere a la actividad cognoscitiva de las élites intelectuales en un momento histórico determinado. En ambos pensadores, la vinculación de las ideas a las intenciones del sujeto encuentra su mejor expresión en el tema de la «salvación» de las circunstancias. El segundo elemento —derivado del anterior— es la tesis de que la historia se articula como un proceso continuo, dotado de una «lógica» inmanente a las relaciones sujeto-circunstancia, y que es, por tanto, susceptible de ser reconstruido a través del pensamiento. Ortega y Gaos piensan que las «creencias fundamentales» de una sociedad son como el hilo de Ariadna que le permite al filósofo reconstruir paso por paso, y sin dejar vacíos en el medio, el pasado histórico de esa sociedad. Lo que se ha pensado es fiel reflejo de lo que se ha hecho, por lo cual bastará con adentrarse en el mundo de los antecedentes cronológicos, las influencias intelectuales y las crisis ideológicas, para saber cuál ha sido la lógica del devenir histórico, e identificar la «sensibilidad vital» que informa a la sociedad en un momento dado. El tercer elemento —que se desprende de los dos anteriores— es la postulación del saber historiográfico como un instrumento de autopercepción. Para los dos filósofos españoles, mirar al pasado equivale a saber cómo hemos sido y, por ello, a reconocer los elementos que definen nuestra identidadcultural.

Es precisamente este motivo de la identidad cultural el que explica la gran recepción que gozó el historicismo de Ortega y Gaos en toda Latinoamérica. Pues lo que más atrajo a Zea, Ramos, Roig, Ardao y tantos otros, fue la desmitificación hecha por los dos filósofos españoles del pensamiento europeo, al ligarlo a circunstancias históricas concretas. La filosofía aparecía como un saber histórico y no como producto de una «razón pura» que trasciende las coordenadas del tiempo y el espacio, lo cual permitía la superación del servilismo acrítico que los filósofos latinoamericanos habían guardado tradicionalmente frente al pensamiento europeo. De este modo quedaba abierta la puerta para una reflexión filosófica sobre la propia historia y, consecuentemente, para la elaboración de una filosofía auténticamente universal. La misión de esa filosofía sería traer a la conciencia aquello que hace del latinoamericano un ser diferente del europeo, propiciando así una recuperación y valorización de su propia cultura.(1) Veamos primero cómo aparecen estos motivos en el pensamiento de Leopoldo Zea.

En el espíritu de Gaos y Ortega, el filósofo mexicano se propone realizar una interpretación filosófica de la historia latinoamericana que fuera capaz de colocar las bases ideológicas para una recuperación del pasado, así como para la formulación de un programa político orientado hacia el futuro. Para ello toma como hipótesis de trabajo dos premisas fundamentales. Una es el célebre dictum hegeliano de que la filosofía es la «época puesta en conceptos», en donde tanto «filosofía» como «época» son expresiones entendidas en el sentido definido por Gaos y Ortega: meditación sobre la propia circunstancia. La segunda premisa, también de corte hegeliano, es que la «salvación» de esa circunstancia es un movimiento de apropiación y cancelación (Aufhebung) que tiene lugar en la «conciencia» y se articula como una asimilación crítica del propio pasado, con el fin de no volverlo a repetir. Apoyado en estas dos premisas, Leopoldo Zea inicia una reconstrucción de la historia tendiente a descubrir —análogamente a lo realizado por Hegel en la Fenomenología del Espíritu— el tortuoso camino seguido por el pensamiento latinoamericano hacia la conciencia de su propia universalidad.(2)

Este camino se inició, según Zea, a mediados del siglo XVII con la generación de ilustrados criollos que se rebelaron frente al señorío del colonialismo español en sus territorios americanos (Zea, 1976: 65-66). Los ideales de la ilustración sirvieron entonces como instrumento para una primera «toma de conciencia» de la propia circunstancia. Este despertar del largo sueño colonial enseñó a los hispanoamericanos a conocer y amar su realidad natural y a sentirse hondamente ligados con ella. Aprendieron que la América española tenía una personalidad propia y que los problemas de esa circunstancia podían ser entendidos exclusivamente por sus propios hijos, los criollos. Se comenzó a pensar, entonces, en la autonomía política, pero la incomprensión de España obligó a la formulación de un «proyecto libertario» que desembocaría en el gran movimiento independentista. Pensadores como Bolívar, Miranda y Rodríguez formularon la utopía de la nación americana, la Gran Colombia que reuniría a todos los pueblos de origen hispánico e ibérico en una comunidad de hombres libres (Zea, 1987: 188 ss). Pero una vez lograda la independencia, se hicieron evidentes las limitaciones inherentes al primer momento dialéctico de la «conciencia americana». Los ilustrados criollos pensaron ingenuamente que bastaría con imitar las constituciones vigentes en Europa y los Estados Unidos para que las naciones hispanoamericanas alcanzaran milagrosamente la libertad. Pero esa libertad que prometían las arengas revolucionarias no parecía corresponder a la realidad de las jóvenes repúblicas, sumidas ahora en sangrientas y dolorosas guerras civiles. El optimismo que había antecedido al movimiento de independencia se tornó muy pronto en hondo pesimismo. A mediados del siglo XIX, había llegado ya la hora en que el pensamiento latinoamericano debía avanzar hacia un segundo momento de autoconciencia.

Descubrir cuál era el obstáculo que impedía a Hispanoamérica ingresar al camino de la libertad es la tarea que, de acuerdo a la narrativa de Zea, se impuso la generación que siguió a las guerras de independencia. Pensadores como Lastarria, Sarmiento, Alberdi, Echeverría, Samper y Bilbao, se dieron cuenta de que la libertad política no había sido acompañada por una «emancipación mental» con respecto al pasado colonial (Zea, 1976: 68 ss). Sin haber logrado la autonomía del intelecto, los hábitos mentales adquiridos durante la colonia seguirían acompañando al hombre latinoamericano, sin importar qué tan racionales e ilustradas fuesen sus constituciones políticas. Por eso, de lo que se trataba ahora era de formar un hombre nuevo, semejante al que había hecho posible una cultura como la europea o la estadounidense. Mediante una reforma de las instituciones políticas y educativas debería lograrse la completa desespañolización de la cultura. Había que redimir a Hispanoamérica de los hábitos y costumbres sembrados por España para inscribirla en el movimiento de la historia universal, en el flujo de todas las naciones hacia el reino de la libertad. Se empezó a hablar de la nación, pero no como si se tratara de un retorno a las raíces culturales del pasado, sino, todo lo contrario, como una tarea orientada hacia el futuro. La construcción de la nación debería fundarse solamente en los ideales a realizar, sin amarres directos con el pasado realizado. Su unidad no reposaba en una cultura ya decantada, sino en una cultura que estaba toda por hacer. Era necesario crear, como de la nada, una gramática, una literatura y una filosofía nacionales (Zea, 1976: 70). Y el instrumento ideológico para lograr este objetivo era el positivismo. Así lo entendió la generación que asumió la jefatura espiritual de Hispanoamérica hacia el último tercio del siglo XIX. Quienes enarbolaron esta doctrina trataron de realizar el «proyecto civilizador» esbozado por Sarmiento, Alberdi, Echeverría y todos los demás pensadores de la generación anterior: establecer el «orden» mediante una reforma de los hábitos y costumbres heredados de la colonia (Zea, 1976: 77; 1987: 244).

Pero —continúa el relato de Zea— no pasaría mucho tiempo antes de que comenzaran a revelarse las limitaciones de este segundo momento dialéctico de la conciencia americana. Las promesas de cambio mental, político y social anunciadas por el positivismo no se cumplieron en absoluto y la gran mayoría de la población se encontraba en una situación que en poco o nada se diferenciaba de la establecida durante la colonia. De otro lado, la burguesía emergente comenzaba a ser consciente de estar sujeta a la subordinación económica con respecto a una nueva potencia imperialista, los Estados Unidos, que encarnaba justamente aquellos valores exaltados por el positivismo. El «proyecto civilizador» fracasó, en opinión de Zea, por las mismas razones que había fracasado el «proyecto libertario»: ambos se habían empeñado en salvar las circunstancias, pero sin atreverse a asumir dialécticamente la herencia del pasado. Buscando asimilar los logros de la modernidad, los latinoamericanos del siglo XIX quisieron ser semejantes a Inglaterra, Francia y los Estados Unidos. Quisieron, en otras palabras, ser otros para llegar a ser sí mismos. Pero de esta paradoja se hizo consciente la generación que empezaba a tomar el relevo de la anterior hacia finales de siglo. Al reparar que el ingreso en la modernidad pasaba necesariamente por una recuperación de la propia historia, aquella generación puso en marcha el tercer momento de la conciencia latinoamericana en su recorrido hacia sí misma.

Este tercer momento, denominado por Zea el «proyecto asuntivo» —y que corresponde a la última figura de la tríada definida por Hegel en la Fenomenología—, es obra conjunta de tres generaciones. La primera de ellas está representada por pensadores como Martí, Rodó, Ugarte, Torres, Vasconcelos y García Calderón, entre otros muchos, quienes combatieron el positivismo de las generaciones anteriores tomando como punto de partida el espíritu latino de «Nuestra América» (Zea, 1976: 424 ss). Para todos estos pensadores, Latinoamérica debía volver los ojos hacia sí misma y buscar en ella no sólo la solución a sus problemas, sino el elemento que le permitiera incorporarse, sin complejo de inferioridad alguno, a una tarea de alcance universal. Este es el programa de Aufhebung que hizo suyo la generación posterior, la de pensadores como Arciniegas, Ramos, Orrego, Paz, Francovich, Martínez Estrada, Reyes, Ardao, Romero y Buharque de Holanda, quienes hacia la década del cuarenta se dieron a la tarea de «salvar» los valores no solo de la cultura latinoamericana en particular, sino de la civilización occidental en su totalidad, amenazados por los embates del fascismo en Europa (para su repercusión en Zea véase Gómez-Martínez 1995). Es así como, de acuerdo a la interpretación de Zea, tomó cuerpo un «nuevo humanismo» en la conciencia filosófica latinoamericana. No se trataba ya del humanismo ilustrado, que había convertido una manifestación concreta de lo humano, la de la cultura europea, en arquetipo universal frente al cual tenían que justificarse todos los pueblos de la tierra. La verdad tan penosamente alcanzada por la conciencia latinoamericana es que se es hombre únicamente al interior de una determinada circunstancia histórica, y en la medida en que las posibilidades ofrecidas por ésta son libremente utilizadas. Y esta verdad es el aporte más genuino de Latinoamérica al concierto de la cultura universal. Así lo entendieron también los pensadores de la generación que empieza a irrumpir hacia mediados de los años sesenta (Zea, 1976). Gentes como Fanon, Cesaire, Ribeiro, Gutiérrez, Salazar Bondy, Cardoso, Freire, Dussel, Roig, Miró Quesada y tantos otros pensadores de esta época, fueron conscientes de que la verdadera libertad humana es no solamente la del colonizado, sino también la del colonizador. Con ellos, el pensamiento latinoamericano consiguió elevarse finalmente —y después de recorrer un largo camino— hasta la esfera de la universalidad.

Como puede observarse, la recepción del circunstancialismo orteguiano está mediada en Leopoldo Zea por la filosofía de la historia de Hegel, a partir de la cual busca descubrir el camino de América Latina hacia su verdadera humanización. También este será el propósito de Arturo Roig, si bien aquí ya no es primeramente Hegel sino Kant —concretamente el Kant de los opúsculos tardíos— quien le permite al argentino organizar los materiales de la «historia de las ideas» en una filosofía latinoamericana de la historia.(3) Como se sabe, la filosofía de la historia no fue objeto de estudio sistemático por parte de Kant, sino que apareció diseminada en breves opúsculos que tienen su centro de gravedad en el concepto de «Razón práctica» desarrollado en la segunda crítica. En esos opúsculos, y principalmente en Idea de una historia universal desde el punto de vista cosmopolita, Kant define su tarea como el intento de concebir una historia según la idea de la marcha que el mundo tendría que seguir para adecuarse a ciertos fines racionales. Es decir que el sentido de la historia no es para Kant una realidad que brote de la observación empírica de los hechos, sino un ideal orientador a priori que debería guiar la marcha de los sucesos humanos. La meta ideal de la historia no debe ser otra que la realización plena y absoluta de todas las potencias racionales del hombre, la humanización plena de la humanidad. No se trata de saber si esta humanización completa es posible o no, sino de actuar como si este supuesto, que tal vez nunca se realice, debiera, no obstante, realizarse. Se trata, entonces, de un imperativo moral.

Precisamente esta idea kantiana de localizar un hilo conductor de la historia latinoamericana a partir de principios a priori, será el punto de partida del pensamiento de Roig. Sólo que, para el filósofo argentino, estos principios no se encuentran anclados en las estructuras cognoscitivas de un sujeto ubicado más allá del tiempo y del espacio, sino en el devenir histórico de un sujeto empírico. Las luchas concretas libradas por ese sujeto para convertirse en autor de su propia historia, libre de todas las coerciones exteriores, se organizan, según Roig, en una normatividad fundamental llamada el «a priori antropológico» (Roig, 1981: 9-23). Estamos frente a un acto originario de autoafirmación a partir del cual un sujeto empírico se «pone a sí mismo como valioso», es decir, se constituye como sujeto. Pero no se trata, como en Descartes, de un proceso que se opera a nivel de la conciencia solipsista, ni tampoco, como en Kant, de un despliegue anclado en las disposiciones racionales de la «especie humana», sino de una lucha por el reconocimiento a nivel de la praxis social. En este punto es donde Roig echa mano del pensamiento de Hegel, concretamente de la famosa figura del amo y el esclavo diseñada por el filósofo alemán en la Fenomenología (Roig, 1981: 79 ss). El hombre se autoconstituye como sujeto —y, por tanto, se «humaniza»—, sólo en la medida en que se enfrenta directamente contra los poderes heterónomos, los que le imponen un dominio desde afuera. Y estos poderes se expresan sobre todo a nivel de las relaciones sociales, específicamente en el ámbito de las relaciones económicas de trabajo. «Ponerse a sí mismo como valioso» es ejercer un acto originario de rebeldía, en el cual el esclavo se niega a contemplarse a sí mismo bajo la mirada del amo, es decir, deja de verse como un medio, para empezar a valorarse como un fin (Roig, 1981: 50, 73, 79). Este acto fundamentalmente axiológico requiere, en un segundo momento, avanzar hacia una «toma de conciencia» de la propia situación dependiente, esto es, hacia la articulación de un pensamiento que haga posible desenmascarar los mecanismos ideológicos de la opresión. La autoconstituición del sujeto conlleva, entonces, una batalla por la des-alienación, por la transformación de todas aquellas estructuras sociales que impiden al hombre humanizarse. Batalla en la cual la filosofía, en tanto pensamiento crítico, jugará un papel fundamental.

Con estos elementos teóricos, Roig emprende una reconstrucción de la historia de las ideas latinoamericanas que le conducirá finalmente a la formulación de una filosofía de la historia. El propósito de esta filosofía puede reducirse a tres elementos centrales: primero, indicar en qué momentos de la historia se han dado procesos de autoconstitución de un «sujeto latinoamericano»; segundo, examinar el papel jugado por el «pensamiento» en todos estos procesos; y tercero, investigar cuáles son aquellas utopías decantadas en la tradición filosófica latinoamericana que pudieran servir como «ideales regulativos» para orientar la historia del continente según fines racionales. Veamos brevemente cómo desarrolla Roig estos tres aspectos fundamentales.

Al igual que en Zea, Gaos y Ortega, el leitmotiv de la filosofía de Roig es la idea de la «salvación de las circunstancias» mediante la «toma de conciencia» que un sujeto hace de su propia historia (Roig, 1981: 310).(4) Ya vimos cómo en Zea el conocimiento de las circunstancias es también una forma de autoconciencia, que en el caso latinoamericano ha pasado por tres etapas diferentes comenzando por el proyecto libertario de los criollos ilustrados en el siglo XVIII. Roig reconoce que ya antes de esta época se habían configurado subjetividades que se afirmaron como un «nosotros», frente a imperativos de fuerza que pretendieron someterlos. Pero coincide con Zea en que fueron los criollos los primeros que se identificaron como un «nosotros los americanos», inaugurando de este modo la autoafirmación del «sujeto latinoamericano». Aquí se empezó a operar el proceso de «transmutación axiológica» que caracteriza, según Roig, al momento dialéctico de la autoconciencia: el esclavo asume como propio el lenguaje del amo y lo pone a su servicio, cambiándole de signo valorativo (Roig, 1981: 51). La cultura española, que durante todo el período colonial había servido para oprimir a los habitantes de América, fue asimilada por los criollos y utilizada como arma para luchar contra el dominio de los españoles. El habla de dominación, que había servido para reducir a los criollos a la condición de medios, es utilizada por éstos como habla de liberación para valorarse a sí mismos como fines. Lo mismo ocurrió a mediados del siglo XIX, cuando otros sujetos sociales empezaron a reivindicar la necesidad de un «discurso propio», anclado en la realidad americana. Fue la «generación argentina del 37», la del joven Alberdi, Sarmiento y Echeverría, quien pidió la elaboración de un discurso vinculado a una estructura axiológica que lo pudiera constituir como «palabra nuestra». No se trataba, según Roig, de crear una filosofía de la nada, sino de apropiarse del legado de la cultura europea, y especialmente del pensamiento francés, para construir un discurso de «nuestras cosas» (Roig, 1981: 284-312). Luego vino la «generación del 900» (Rodó, Ugarte), que reaccionó contra las agresiones del imperialismo estadounidense y reivindicó el «espíritu latino» propio de las naciones hispanoamericanas (Roig, 1981: 64, 69). En todos estos casos —afirma Roig— estamos frente a diferentes grupos sociales que, en un determinado momento de la historia, reconfiguraron axiológicamente el discurso del dominador para «ponerse a sí mismos como valiosos».

Claro que, por tratarse de un proceso dialéctico —nos dice Roig—, las afirmaciones de todos estos sujetos conllevaron un «ocultamiento» de otros sujetos. Así por ejemplo, los criollos ilustrados se pusieron a sí mismos como valiosos, pero a costa de los indios, los negros y los mestizos. Algo similar ocurrió con la generación argentina del 37 y con la generación arielista del 900. Tan sólo unos pocos pensadores, como Francisco Bilbao y José Martí, lograron formular un concepto más universal del «nosotros los latinoamericanos» (Roig, 1981: 32-37). No obstante, Roig piensa que esta universalidad se encontraba ya implícitamente contenida en todos los proyectos de autoafirmación, ya que el «a priori antropológico» demanda (como en el imperativo categórico de Kant) que ese «nosotros» incluya también a todos los demás sujetos latinoamericanos por el solo hecho de ser hombres. Por eso, aunque la enunciación del «nosotros» se dio, en los tres casos mencionados, desde diferentes horizontes de comprensión, había en ellos un elemento común: la postulación de América Latina como idea regulativa. La unidad política y moral de América Latina, aparece en todos ellos como un «deber-ser», como el interés conductor en función del cual transcurre nuestra historia (Roig, 1981: 19). Y fue Bolívar quien formuló con mayor precisión esta idea en la Carta de Jamaica, proyecto que sería recogido posteriormente por Alberdi, Bilbao, Martí, Rodó, Ugarte, Vasconcelos y otros tantos (Roig, 1981: 56-59, 70). América Latina convertida en fin en sí misma, y no en medio para lograr fines ajenos: esta es la idea regulativa que, de ser algún día realizada, deberá incorporar al continente en el «largo y doloroso proceso de humanización» por el que atraviesa toda la humanidad (Roig, 1981: 75, 50).

  1. Hacia una genealogía del «pensamiento latinoamericano»

Resulta fácil advertir que el historicismo filosófico de Zea y Roig expresa legítimamente el «malestar en la cultura» generado en Latinoamérica —y en todo el «tercer mundo» en general— por la experiencia periférica de la occidentalización. Ya en Ortega mismo, el pensamiento historicista es, ante todo, una señal de alarma frente a la crisis de la modernidad europea. Ortega era consciente de estar viviendo un momento histórico (comienzos del siglo XX, primera guerra mundial) en el que la sensibilidad europea daba un viraje radical con respecto a los ideales humanistas que habían sostenido a Occidente durante más de cuatro siglos. En esto, el filósofo español coincidía con pensadores como Nietzsche, Dilthey, Simmel, Weber y Heidegger, para quienes el racionalismo había dado a luz una maquinaria técnica, política y burocrática, que amenazaba con ahogar completamente la vida individual. Por su parte, Gaos entendió que este viraje histórico representaba la crisis definitiva de un discurso filosófico que, aunque asociado vitalmente a circunstancias específicas (la ilustración europea), insistía en presentarse a sí mismo como portador de un saber universal y necesario. Consecuentes con esta reacción, Leopoldo Zea y Arturo Roig se dan a la tarea de elaborar una crítica filosófica a la modernidad europea mediante una latinoamericanización de sus contenidos humanísticos. Al igual que en el drama de Shakespeare, donde el esclavo Calibán utiliza el lenguaje de su amo Próspero para maldecirle, los dos filósofos articulan su crítica en el mismo lenguaje filosófico de la modernidad —y concretamente, a través del registro «filosofía de la historia»—, para criticar a la modernidad misma y superar sus manifestaciones patológicas. Pero, —nos preguntamos— ¿qué pasaría si las «patologías» de la modernidad se encontrasen vinculadas justamente a ese tipo de lenguaje? ¿Qué ocurriría si el colonialismo, la racionalización, el autoritarismo, la tecnificación de la vida cotidiana, en suma, todos los elementos «deshumanizantes» de la modernidad, estuviesen relacionados directamente con los ideales humanistas? ¿En dónde quedarían las críticas de Roig y de Zea si lo que se considera el remedio para la enfermedad, fuese en realidad la causa de la enfermedad misma?

Tanto Ortega y Gaos como Roig y Zea organizan su filosofía sobre la base que sustenta todo el pensamiento de la modernidad europea: la idea del hombre como un ser dotado de capacidades susceptibles de ser racionalmente dirigidas, ora en el plano de la organización social y política, ora en el plano de la cultura. El hombre como «centro» de la realidad y como dueño absoluto de su propia historia. El hombre como «sujeto», es decir, como realidad fundamental que está «debajo» y garantiza la unidad de todos los procesos de cambio. El sujeto concebido humanísticamente como «autoconciencia», esto es, como sede y origen del lenguaje y el sentido. Así, por ejemplo, Ortega estaba convencido de que los cambios políticos y económicos son fenómenos de superficie, que dependen en realidad de las ideas y de las preferencias estéticas y morales predominantes. Esto le llevó a plantear la tesis —aceptada en su totalidad por Zea y Roig— de que la historia es un proceso anclado en la intencionalidad de sujetos agrupados generacionalmente. Ya no es el Espíritu absoluto de Hegel, ni el héroe solitario de Carlyle quienes funcionan como sujetos de la historia, sino el «nosotros» que se sabe perteneciente a una tradición y que adquiere conciencia de sí mismo a través de las élites intelectuales. La generación de los letrados se convierte así, como diría Ortega mismo, en el «gozne sobre el cual la historia ejecuta sus movimientos». Ellos, los letrados, tienen la misión —y la responsabilidad moral— de salvar la circunstancia mediante el pensamiento; de elaborar «proyectos» tendientes a humanizar su propio mundo.

No obstante, a finales del siglo XX han comenzado a elaborarse otro tipo de lecturas sobre la historia latinoamericana. Lecturas que en lugar de ver los discursos como reacciones vitales de un sujeto autónomo, los entienden más bien como fenómenos históricos sin relación alguna con la «naturaleza humana». Teóricos como Angel Rama y Walter Mignolo, para colocar sólo dos ejemplos, han creado narrativas en las que los discursos aparecen como reverberaciones que ya no se configuran al interior de las «conciencias», sino de marcos epistemológicos y relaciones de fuerzas que generan sus propias normas de verdad. Se crea, de este modo, un escenario en el que la letraha sido despojada de su misión salvífica, y en donde ya no queda lugar alguno para una «filosofía de la historia» en el estilo de Leopoldo Zea y Arturo Roig.

Concentrémonos, por el momento, en el soberbio enfoque genealógico del pensamiento latinoamericano que nos ofrece Angel Rama. La tesis central de Rama es que la letra ha funcionado tradicionalmente en las sociedades latinoamericanas como un instrumento de control. Ya desde la época colonial, pero especialmente a raíz de los procesos de urbanización iniciados en Latinoamérica desde finales del siglo XIX, se puso en marcha una dinámica social en la que los lenguajes simbólicos, y concretamente la escritura, empezaron a adquirir una existencia autónoma (Rama 32 ss). Se configuró una élite urbana de letrados, estrechamente vinculados con el poder político, cuya función era controlar la producción y circulación de las ideas en medio de una sociedad analfabeta. Abogados, escribanos, burócratas de la administración e intelectuales tomaron en sus manos el manejo de aquellos lenguajes simbólicos que legitimaban la institucionalidad del poder (ideales políticos, documentos, leyes, edictos, constituciones, etc.) (Rama 57). Se fue instaurando de este modo un profundo divorcio entre la «ciudad real», donde predomina la comunicación oral, y la «ciudad letrada» en donde lo único que vale es la palabra escrita (Rama 41). Los letrados —y en el caso que más nos interesa, los pensadores—, convertidos ahora en directores espirituales de la sociedad, asumieron la «misión» de producir ideologías y políticas culturales destinadas a reglamentar la vida pública. Modelos que, al absorber el mundo pluriforme de las identidades empíricas en los esquemas monolíticos de la escritura ilustrada, conllevaban de por sí una fuerte tendencia a la homogeneización de la vida colectiva.(5)

Como ya puede adivinarse, la lectura que hace Rama de la «conciencia latinoamericana» choca frontalmente con los metarrelatos creados por Arturo Roig y Leopoldo Zea. Tomemos, por ejemplo, el caso del siglo XIX, y concretamente el período de la llamada «emancipación mental», cuando, en opinión de ambos filósofos, pensadores como Alberdi, Bello, Echeverría, Bilbao y Lastarria habrían inaugurado el «para-sí» de la conciencia americana. Si seguimos la interpretación de Rama, lo que estos letrados hicieron no fue otra cosa que consolidar un tipo de legalidad tendiente a unificar racionalmente el tejido entero de la sociedad. Había que «construir la nación» y dotarla de una «identidad» perfectamente definida. Para ello se hacía imprescindible crear una «idiosincrasia» que debería ser reflejada fielmente por la lengua, la historia y la literatura. Nacieron así los proyectos de una reforma de la gramática española (Bello) y de una «historiografía nacional» —con su culto a los héroes y a las acciones patrióticas— que deberían ser institucionalizados a nivel de la escuela. Y, por supuesto, nació también el proyecto de una «filosofía americana» expresado en el famoso manifiesto de Alberdi. Estos proyectos no obedecieron a la necesidad de «salvar la circunstancia» (Gaos / Zea) ni de elevar al «sujeto americano» como «valioso en sí mismo» (Roig), sino de crear una sociedad que pudiera ser administrada desde instancias políticas claramente definidas, y en las que los letrados mismos tendrían participación activa. Una sociedad organizada sobre la idea moderna de la «nación», en donde no había lugar alguno para las «pequeñas historias», aquellas articuladas desde la oralidad y la diferencia. La pluralidad heterogénea de sujetos sociales debería quedar integrada en las «grandes Historias» creadas por los letrados y enseñadas en las escuelas. Desde la interpretación de Rama queda, entonces, mal parada la idea de una «conciencia latinoamericana» libre de las rapiñas, los disfraces y las astucias del poder. Pues lo que el pensador uruguayo muestra es, justamente, que el conocimiento de «lo propio» ha estado ligado siempre a la pasión de los letrados, a sus odios recíprocos, sus discusiones fanáticas y sus ambiciones políticas.

En Rama encontramos ciertamente una ruptura frente al paradigma moderno que atribuye a la «conciencia» la creación de nobles ideales humanísticos tendientes a «salvar las circunstancias». Detrás de los discursos latinoamericanistas ya no se ubica un «sujeto», entendido como origen de los mismos, sino un conjunto de relaciones de fuerzas, intereses de clase y luchas de poder, que «generan» tanto a los sujetos como a los discursos. Por eso, al mostrar las discontinuidades inherentes a la conciencia latinoamericanista, Rama dio un paso importante hacia una genealogía del pensamiento latinoamericano. Pues como bien lo afirma Foucault, «la genealogía no pretende remontar el tiempo para reestablecer una gran continuidad más allá de la dispersión del olvido… Nada que se asemeje a la evolución de una especie, al destino de un pueblo. [Su tarea] es, al contrario,… localizar los accidentes, las mínimas desviaciones, los errores, las faltas de apreciación, los malos cálculos que han dado nacimiento a lo que existe y es válido para nosotros» (Foucault 1992: 27). Es decir que, en lugar de crear narrativamente una serie de continuidades que harían posible reconstruir la evolución del pensamiento latinoamericano, tal como nos propone Zea, la genealogía se ocupa de mostrar las rupturas, los vacíos, las fisuras y las líneas de fuga presentes en la historia. Y esto no lo hace impulsada por algún malvado placer destructivo, sino porque sospecha que es justamente ahí, en el espacio de las discontinuidades, donde se articulan las voces (que no los textos) de aquellos que habitan la «ciudad real» de la que nos habla Rama.(6)Detrás de las máscaras totalizantes del «sujeto latinoamericano» (Roig) y del «proyecto asuntivo» (Zea), elaboradas por la filosofía de la historia, se encuentran preocupaciones muchísimo menos heroicas y profanas: las de una multiplicidad de sujetos híbridos que elaboranestrategias orales de resistencia para transitar las contingencias del presente. Mostrar esos espacios de heterogeneidad es, por tanto, la tarea de la genealogía, en contraposición a los grandes metarrelatos elaborados por la filosofía latinoamericana de la historia.(7)

Pero este primer paso hacia la genealogía debe ser complementado con una reflexión que nos muestre en qué tipo de orden del saber se inscriben los discursos historicistas de la filosofía latinoamericana.(8) Si miramos la descripción que hace Foucault de la episteme moderna en su libro Las palabras y las cosas, nos daremos cuenta de que el registro «filosofía de la historia» pertenece al sistema de discursos científicos que logró imponerse en los medios académicos europeos a mediados del siglo XIX (Foucault 1984: 217 ss). En ese sistema de signos, el saber ya no podía desplegarse sobre el fondo unificado y unificador de la mathesis universalis, tal como había sucedido en laepisteme clásica, sino que requería necesariamente de un fundamento infundamentado que diese coherencia y unidad a los contenidos. Este fundamento será buscado, desde Kant, en las condiciones a priori del conocimiento establecidas por un sujeto capaz de darse representaciones objetivas de sí mismo. Aparece de este modo la figura de la reflexión, que en Hegel se convierte ya en el retorno histórico de la conciencia a sí misma para buscar allí los fundamentos últimos de su propia esencia. Retorno que atribuye al pensamiento una función liberadora, a la manera de una promesa que se va revelando lentamente a los hombres, y cuya concreción histórica tiene lugar en el ámbito de la política. El registro «filosofía de la historia» se comporta, entonces, como la representación que un sujeto preexistente hace de su devenir en la historia, y en la que ésta aparece como el lugar en donde se va cumpliendo poco a poco, a través de revoluciones y contrarrevoluciones, la promesa de su propia liberación. De este modo, la historia es narrada como un proceso dialéctico de autoconstitución de la «conciencia» mediante la reflexión crítica. A través de la crítica, el «sujeto de la historia» avanza hacia la configuración de nuevas formas de autoconciencia que recogen los contenidos de la época anterior y los asume en un movimiento de síntesis.

Foucault mismo ha señalado cuáles son los problemas del ordenamiento moderno del saber en general, y de la filosofía de la historia en particular. En un marco epistemológico en el que la verdad del conocimiento es sostenida por las representaciones de un sujeto único, resulta evidente que las «pequeñas historias» carecen de significación. Las reivindicaciones de sexo, raza, edad y condición social, o bien los simples avatares afectivos de los sujetos empíricos, son integrados en un espacio omnicomprensivo de carácter trascendental, en donde deberá buscarse el «sentido mayor» de nuestras vidas. La mirada se aparta de lo más próximo y se dirige hacia donde siempre quisieron mirar los letrados: hacia las formas más puras y abstractas, hacia los ideales más nobles, hacia los pensamientos más elevados. Allá, en esa lejanía, deberá buscarse el secreto del encadenamiento entre las palabras y las cosas. Conocerlo será la clave para saber quiénes somos, para descubrir nuestra «identidad», para romper las cadenas que nos atan a la «minoría de edad». Las diferencias son subsumidas de este modo en un orden discursivo que señala a cada uno su papel en el escenario de la historia y le prescribe metas a realizar.

Pues bien, precisamente a este orden discursivo pertenecen las narrativas historicistas de Leopoldo Zea y Arturo Roig. Su «filosofía de la historia» funciona utilizando todos los motivos y figuras definidos por aquella red arqueológica del saber que Foucault llama la episteme moderna. Existe una «lógica» de la historia, un sujeto trascendental, unos ideales a priori, unas «objetivaciones» de la conciencia, y unos intelectuales críticos que descubren el secreto de «lo nuestro». Para Zea, la lógica de la historia es la yuxtaposición de proyectos a través de los cuales la «conciencia americana» ha logrado elevarse penosamente hasta el reconocimiento de sí misma. Las guerras de independencia en el siglo XIX, la revolución mexicana, los nacionalismos y populismos del siglo XX, las revoluciones en Cuba y Nicaragua, son vistos por él como «momentos» de lo que llama la «Dialéctica de la conciencia americana» (Zea 1976b). Todo ha sido un proceso histórico de aprendizaje, de «toma de conciencia» y de afirmación de lo «propio» frente a las injerencias del colonialismo; la lenta pero efectiva emergencia de un concepto más amplio y universal de humanidad. Pero de las víctimas humanas y del sufrimiento causado por este «aprendizaje», así como de las estructuras homogeneizantes que de él han resultado, nada nos dice el pensador mexicano. Tampoco nos explica por qué ciertos pensadores o corrientes ideológicas son seleccionados en su reconstrucción de la «historia de las ideas» latinoamericanas, mientras que otros son misteriosamente excluidos.(9) No es extraño: para la «filosofía de la historia», las palabras guardan siempre su sentido, los deseos su dirección y las ideas su lógica. En ella no queda lugar alguno para la disonancia, la hibridez y la discontinuidad.

Por su parte, Arturo Roig presenta la historia latinoamericana como un proyecto asentado en ideales regulativos de carácter antropológico y que tiene, por ello, unas metas específicas: la realización de una «América para nosotros», tal como la pensó Bolívar. El deber serkantiano se mezcla con la dialéctica histórica de Hegel para construir un metarrelato en el que la utopía bolivariana juega como eje central sobre el que se ordena toda la historia del pensamiento latinoamericano. Nada se dice de los mecanismos de exclusión que acompañaron el surgimiento de esa utopía, como tampoco de la existencia de otro tipo de representaciones utópicas, quizás menos fáusticas y diferenciadas, pero que también cumplen una función autovalorativa. La «unidad moral y política» de América Latina es el gran imperativo humanístico al que deberán someterse todas las fuerzas sociales del continente. Y el ámbito burocratizado, corrupto y autorreferencial de la gran política —¿cuál otro podría realizar semejantes metas?— es presentado como el lugar donde se cumplirá la promesa de liberación. Al igual que Kant, y en concordancia con los ideales de la modernidad, Roig parece estar convencido de que el problema político es el problema crucial de la especie humana, ya que de su resolución dependen la felicidad y la «paz perpetua». La aproximación lenta pero segura hacia una «liga de naciones» kantiana —en donde la unidad latinoamericana sería tan sólo un momento previo y necesario—, adquiere las características de un imperativo moral.

Al activar el registro moderno de la «filosofía de la historia», los dos pensadores latinoamericanos reproducen un tipo de discurso que le señala un curso normativo a la vida y a la historia. Un discurso que, además, otorga a los letrados el papel de legisladores e intérpretes de esa vida y de esa historia. La oralidad de la «ciudad real», en donde priman los accidentes, las rupturas y las desviaciones, es «fijada» en los discursos de la «ciudad letrada», que acentúan las unidades, las continuidades y las totalizaciones. Quizás podríamos hablar, con Foucault, de una «historia efectiva» que se contrapone al mito de la «filosofía de la historia». Mientras que ésta aparece como una totalidad en la que la economía, la sociedad y la cultura se encuentran engarzadas «dialécticamente», como si entre ellas existiese una especie de «armonía preestablecida», aquella se presenta como el ámbito propio de la diferencia. O, como bien lo dice Foucault:

«La historia «efectiva» se distingue de la de los historiadores en que no se apoya en ninguna constancia: nada en el hombre es lo suficientemente fijo como para comprender a los demás hombres y reconocerse en ellos… Saber, incluso en el orden histórico, no significa «reconocer» y mucho menos «reconocernos». La historia será «efectiva» en la medida en que introduzca lo discontinuo en nuestro mismo ser» (Foucault 1992: 46-47).

Notas

  1. José Luis Gómez-Martínez describe esta idea como el «proyecto fundamental» de la filosofía latinoamericana. cf. Pensamiento de la liberación., pp. 107-201.
  2. La lectura que haré de Zea se basa fundamentalmente en su libro El pensamiento latinoamericano, Barcelona, Ariel, 1976.
  3. El estudio de la presencia de Kant en pensadores como Roig, Hinkelammert y el último Dussel, es un capítulo que, por desgracia, permanece todavía inédito en la historiografía filosófica latinoamericana.
  4. Roig se apartará, sin embargo, del circunstancialismo de Ortega por considerarle una posición «no dialéctica». cf. id., «La Historia de las ideas cinco lustros después», en: id., Historia de las ideas, Teoría del discurso y Pensamiento latinoamericano, Santafé de Bogotá, USTA, 1993, pp. 63-64.
  5. Por supuesto no todos los «letrados» del siglo XIX y hasta mediados del XX pueden ser leídos desde este esquema. El mismo Rama menciona el caso de Simón Rodríguez como un intelectual alejado de la tentación del poder y cercano, por ello, a los afanes más profanos de la «ciudad real». cf. Ibid., pp. 62-67.
  6. La genealogía no pretende en ningún momento «representar» esas voces. Todo lo contrario, ella busca excavar bajo el suelo de aquellos discursos que sí han pretendido hablar en nombre del «pueblo» y mostrar cuales son las capas heterogéneas sobre las que se construyen.
  7. Sobre este problema, véase: R. Salazar Ramos, «Los grandes meta-relatos en la interpretación de la historia latinoamericana», enReflexión histórica en América Latina. Ponencias VII Congreso Internacional de Filosofía Latinoamericana, Santafé de Bogota, Universidad Santo Tomás, 1993, pp. 63-108.
  8. Este tema lo he desarrollado ampliamente en mi tesis de maestría Die Philosophie der Kalibane. Das Projekt zur «Überwindung Hegels» in der lateinamerikanischen Geschichts-philosophie, Universidad de Tubinga (Alemania), Facultad de Filosofía, 1996. Aquí presento un resumen muy esquemático de algunos argumentos allí trabajados.

No han pensado acaso las mujeres —para quedarnos sólo con el ejemplo más evidente— durante los últimos quinientos años en América Latina? Pero atrapada en los cánones panópticos de la episteme moderna, la filosofía de Zea es incapaz de ver otro pensamiento distinto al de los «letrados»

Bibliografía de obras citadas

  • Foucault, M. Nietzsche, la genealogía, la historia. Valencia: Pre-textos, 1992.
  • Foucault, M. Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas. Barcelona: Planeta-Agostini, 1984.
  • Gaos, José. Pensamiento de lengua española. En Obras Completas. Tomo VI, pp. 31-328. México: UNAM, 1990.
  • Gómez-Martínez, José Luis. Pensamiento de la liberación. Proyección de Ortega y Gasset en Iberoamérica. Madrid: Ediciones EGE, 1995.
  • Gómez-Martínez, José Luis. «Una influencia decisiva: El legado de José Gaos al pensamiento iberoamericano.» Cuadernos Americanos 25 (1991): 49-86.
  • Medin, Tzvi. Ortega y Gasset en la cultura hispanoamericana. México: F.C.E., 1994.
  • Ortega y Gasset, José. «La historia como sistema». En Historia como sistema y otros ensayos filosóficos. Madrid: Sarpe, 1984, pp. 29-95.
  • Rama, Angel. La ciudad letrada: Hanover: Ediciones del Norte, 1984.
  • Roig, Arturo Andrés. Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano. México: F.C.E., 1981.
  • Roig, Arturo Andrés. Historia de las ideas, Teoría del discurso y Pensamiento latinoamericano, Santafé de Bogotá: USTA, 1993.
  • Villegas, Abelardo. El pensamiento mexicano en el siglo XX. México: F.C.E., 1993.
  • Zea, Leopoldo. El pensamiento latinoamericano. Barcelona: Ariel, 1976.
  • Zea, Leopoldo. Dialéctica de la conciencia americana. México: Alianza Editorial, 1976b.

Zea, Leopoldo. Filosofía de la historia americana. México: F.C.E., 1987

Fuente:

http://www.ensayistas.org/critica/generales/castro4.htm

Fuente imagen:

https://lh3.googleusercontent.com/0SN6Was0qf-1zajqh0-KDBAzpny3pwedMIWYTCkkPBmIg4Gl3dLWha5uZKC-lsq62rdO7qI=s85

 

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