La escuela-hogar de Belmonte de Miranda lucha por salir a flote en pleno siglo XXI, con una matrícula limitada. Los docentes trabajan por la excelencia académica de sus alumnos y para enterrar estigmas injustificados.
Son las cuatro y media de la tarde y en el edificio reina un silencio absoluto. Es tiempo de estudio. Cuatro alumnos hacen los deberes y preparan los exámenes en dos grupos con el apoyo de dos profesores. El último trimestre es siempre el más duro. Sus fotografías en las puertas identifican cuáles son sus habitaciones, distribuidas en dos alas, la masculina y la femenina, con la sala de dirección justo en el medio. La biblioteca, la sala de juegos, la de televisión, el pequeño gimnasio, unas duchas renovadas,… El edificio cuenta con todo tipo de servicios. Por la arquitectura, podría parecer un colegio. Pero no lo es. Tampoco los docentes ejercen exactamente como tales. Ni los menores son solo estudiantes. En una Escuela-Hogar como la de Belmonte de Miranda los papeles se entremezclan, las líneas que marcan los roles se difuminan. Lo cuentan los profesores, que llegan a la plaza por comisión de servicio. Ese puesto es más que un trabajo. Lo reconocen los chavales. No están en su casa pero, matizan, «esto no es un internado».
En pleno siglo XXI Asturias aún necesita escuelas-hogar. La región cuenta en la actualidad con cuatro. Además de la de Belmonte, permanecen abiertas otras tres, en Cangas de Onís, Cangas del Narcea y Pola de Allande. Son unas instalaciones públicas dependientes de la Consejería de Educación que ofrecen un servicio de residencia y además de apoyo educativo y social a estudiantes desde Primaria hasta Bachillerato y Formación Profesional. Los alumnos de la zona de influencia que viven a gran distancia del centro reciben una beca que cubre el importe mensual del servicio. Las familias que quieren utilizar el recurso por razones personales, las que necesitan ayuda por motivos laborales o formativos pero que no les corresponde geográficamente el recurso también pueden acceder a él. También les derivan menores de Asuntos Sociales. La tarifa mensual establecida, que es la misma para los becados que para los no becados, es de 220 por alumno.
El equipo y la rutina
«Aquí tenemos que ser sensibles, empáticos y, en cierta medida, colgar la bata de maestro. Somos más paño de lágrimas, amigos o consejeros. Compartimos muchas cosas y hay emociones en juego». Así describe la relación que se establece Eva Salinas, la directora de la escuela, que ya lleva dos años en el centro y que, si puede, estaría encantada de continuar porque tiene proyectos en mente y fortaleza suficiente para ponerlos en marcha. A su lado Pedro García, para el que también es su segundo curso y que también tiene vocación de continuidad. «Es muy importante, como en las familias, que vean que somos un equipo cohesionado, que tomamos decisiones conjuntas. Porque, de lo contrario, son muy listas y saben aprovecharse, poner de ejemplo al otro docente que no está delante», explica. Completan el grupo Jacobo Vázquez, que tiene plaza en Carbayín y que también está en comisión de servicio -«quería probar la experiencia», comenta-, y Tania Díaz, que es interina. Juntos están elaborando el proyecto educativo de centro, una hoja de ruta en la que marcarán desde los objetivos que se marcan curso a curso con los alumnos, a los procedimientos las rutinas. Ese trabajo será un espejo para siguientes curso y equipos.
El programa quedará sobre el papel porque la experiencia ya la practican día a día. La rutina en una escuela-hogar es estricta. Tienes unos horarios pautados. Los docentes explican que en este tipo de centros es necesario marcar un ritmo para que la convivencia sea buena. Los despertadores suenan a las seis y media de la mañana. Necesitan madrugar tanto para estar listos en la parada del autobús que les lleva al instituto de Grado a las siete y veinte. Este curso todos los residentes son de Secundaria y Bachillerato y los institutos de referencia están en Grado. Cuando son más pequeños y acuden a Primaria, el colegio que les toca es el de Belmonte, al que la propia escuela-taller le ha cedido instalaciones. Regresan a las tres, comen y a las cuatro y media comienzan las sesiones de estudio. Tras una hora libre que suelen pasar en el exterior, siempre que el tiempo lo permite, vuelven para participar en talleres que organizan los propios docentes. Con Jacobo Vázquez toca música. De Pedro García son actividades físicas. Tania Díaz les propone tareas de jardinería. Con Eva Salinas han montado una cooperativa en la que venden productos para financiar el viaje de fin de curso. Después de las ocho y media, llega el momento de la ducha y de aprovechar el tiempo con libertad. Algunos ven la tele, otros estudian. Un dato importante. Los móviles solo están permitidos en los tiempos libres.
Aparcando estigmas con las notas
Uno de los retos de este equipo es acabar con el estigma que en los últimos años se ha cebado con la imagen de las escuelas-hogar. A principios de los 80, la escuela-hogar de Belmonte llegó a tener 350 residentes. Eran jóvenes de los pueblos de Belmonte y de los concejos cercanos, sobre todo Somiedo, para los que era más cómodo pasar la semana en el centro y regresar a casa los fines de semana. Hoy en día, la matrícula es muy baja. Este curso solo cuentan con seis y dos de ellos no estaban en los últimos días por motivos personales. «Somos conscientes de que la imagen que se tiene del centro es negativa, que se vincula a estos chicos con conductas disruptivas y no es así. Son chavales normales. Pasa incluso con los profesores de los institutos. Nosotros trabajamos para desmontar esta falsa idea, que subyace también en el pueblo», comenta Salinas. Los propios chicos son conscientes de la situación y lo disimulan.
El equipo de este curso ha elegido dos caminos para terminar de sacudirse ese estigma de centro de jóvenes problemáticos. El primero es con la excelencia académica. Se vuelcan con el rendimiento, les ayudan con los deberes, con los trabajos, les dan apoyo en el estudio. Hasta ahora, está siendo un éxito. Ya el curso pasado las notas les reconocieron que estaban en el buen camino. Este año está sucediendo lo mismo. La segunda parte consiste en abrirse a la comunidad. Dos miembros del equipo han participado en un taller de formación que se llama aprendizaje y servicio. De ahí nació Compartiendo vida, un programa de colaboración con el centro de mayores de Belmonte. Un día a la semana, los alumnos van el centro y comparten actividades con los ancianos. Unos días les sacan a pasear por el pueblo. Si la meteorología no acompaña, buscan alternativas en las salas de usos múltiples. «Queremos que establezcan lazos, que se enriquezcan mutuamente», comenta Pedro García.
Un apoyo importante en esta apertura a la comunidad ha sido el director del centro de mayores, Faustino de la Peña. Cree en los beneficios de colaborar y así lo ha hecho durante años también con el colegio de Primaria. Para pasear suelen elegir a residentes que salen muy poco y apenas reciben visitas. Para las manualidades el perfil es diferente, mayores más activos, hábiles y conversadores. «Se les ve con otra cara. Disfrutan mucho. Esta idea de colaboración es fantástica», explica. Las charlas que los estudiantes mantuvieron con sus residentes, las risas y lo rápido que pasa el tiempo en el taller parecen darle la razón. «Muchos son gente con pocas opciones de salir y de interactuar», insiste, un día en el que las tormentas han obligado al grupo a quedarse en el interior, mientras decoran paisajes con papeles de colores. El tiempo pasa entre charlas y anécdotas.
Un partido de la Champions empieza a las nueve menos cuarto. No todos son demasiado futboleros, pero la cita es importante. Así que hay que cierta prisa. El maestro Jacobo Vázquez tiene cuenta en la plataforma que emite el encuentro, así que hoy todos le miran con cierto mimo. Son los mismos códigos con los que una familia se comporta en casa.
Son las cuatro y media de la tarde y en el edificio reina un silencio absoluto. Es tiempo de estudio. Cuatro alumnos hacen los deberes y preparan los exámenes en dos grupos con el apoyo de dos profesores. El último trimestre es siempre el más duro. Sus fotografías en las puertas identifican cuáles son sus habitaciones, distribuidas en dos alas, la masculina y la femenina, con la sala de dirección justo en el medio. La biblioteca, la sala de juegos, la de televisión, el pequeño gimnasio, unas duchas renovadas,… El edificio cuenta con todo tipo de servicios. Por la arquitectura, podría parecer un colegio. Pero no lo es. Tampoco los docentes ejercen exactamente como tales. Ni los menores son solo estudiantes. En una Escuela-Hogar como la de Belmonte de Miranda los papeles se entremezclan, las líneas que marcan los roles se difuminan. Lo cuentan los profesores, que llegan a la plaza por comisión de servicio. Ese puesto es más que un trabajo. Lo reconocen los chavales. No están en su casa pero, matizan, «esto no es un internado».
En pleno siglo XXI Asturias aún necesita escuelas-hogar. La región cuenta en la actualidad con cuatro. Además de la de Belmonte, permanecen abiertas otras tres, en Cangas de Onís, Cangas del Narcea y Pola de Allande. Son unas instalaciones públicas dependientes de la Consejería de Educación que ofrecen un servicio de residencia y además de apoyo educativo y social a estudiantes desde Primaria hasta Bachillerato y Formación Profesional. Los alumnos de la zona de influencia que viven a gran distancia del centro reciben una beca que cubre el importe mensual del servicio. Las familias que quieren utilizar el recurso por razones personales, las que necesitan ayuda por motivos laborales o formativos pero que no les corresponde geográficamente el recurso también pueden acceder a él. También les derivan menores de Asuntos Sociales. La tarifa mensual establecida, que es la misma para los becados que para los no becados, es de 220 por alumno.
El equipo y la rutina
El programa quedará sobre el papel porque la experiencia ya la practican día a día. La rutina en una escuela-hogar es estricta. Tienes unos horarios pautados. Los docentes explican que en este tipo de centros es necesario marcar un ritmo para que la convivencia sea buena. Los despertadores suenan a las seis y media de la mañana. Necesitan madrugar tanto para estar listos en la parada del autobús que les lleva al instituto de Grado a las siete y veinte. Este curso todos los residentes son de Secundaria y Bachillerato y los institutos de referencia están en Grado. Cuando son más pequeños y acuden a Primaria, el colegio que les toca es el de Belmonte, al que la propia escuela-taller le ha cedido instalaciones. Regresan a las tres, comen y a las cuatro y media comienzan las sesiones de estudio. Tras una hora libre que suelen pasar en el exterior, siempre que el tiempo lo permite, vuelven para participar en talleres que organizan los propios docentes. Con Jacobo Vázquez toca música. De Pedro García son actividades físicas. Tania Díaz les propone tareas de jardinería. Con Eva Salinas han montado una cooperativa en la que venden productos para financiar el viaje de fin de curso. Después de las ocho y media, llega el momento de la ducha y de aprovechar el tiempo con libertad. Algunos ven la tele, otros estudian. Un dato importante. Los móviles solo están permitidos en los tiempos libres.
Aparcando estigmas con las notas
Uno de los retos de este equipo es acabar con el estigma que en los últimos años se ha cebado con la imagen de las escuelas-hogar. A principios de los 80, la escuela-hogar de Belmonte llegó a tener 350 residentes. Eran jóvenes de los pueblos de Belmonte y de los concejos cercanos, sobre todo Somiedo, para los que era más cómodo pasar la semana en el centro y regresar a casa los fines de semana. Hoy en día, la matrícula es muy baja. Este curso solo cuentan con seis y dos de ellos no estaban en los últimos días por motivos personales. «Somos conscientes de que la imagen que se tiene del centro es negativa, que se vincula a estos chicos con conductas disruptivas y no es así. Son chavales normales. Pasa incluso con los profesores de los institutos. Nosotros trabajamos para desmontar esta falsa idea, que subyace también en el pueblo», comenta Salinas. Los propios chicos son conscientes de la situación y lo disimulan.
El equipo de este curso ha elegido dos caminos para terminar de sacudirse ese estigma de centro de jóvenes problemáticos. El primero es con la excelencia académica. Se vuelcan con el rendimiento, les ayudan con los deberes, con los trabajos, les dan apoyo en el estudio. Hasta ahora, está siendo un éxito. Ya el curso pasado las notas les reconocieron que estaban en el buen camino. Este año está sucediendo lo mismo. La segunda parte consiste en abrirse a la comunidad. Dos miembros del equipo han participado en un taller de formación que se llama aprendizaje y servicio. De ahí nació Compartiendo vida, un programa de colaboración con el centro de mayores de Belmonte. Un día a la semana, los alumnos van el centro y comparten actividades con los ancianos. Unos días les sacan a pasear por el pueblo. Si la meteorología no acompaña, buscan alternativas en las salas de usos múltiples. «Queremos que establezcan lazos, que se enriquezcan mutuamente», comenta Pedro García.
Un apoyo importante en esta apertura a la comunidad ha sido el director del centro de mayores, Faustino de la Peña. Cree en los beneficios de colaborar y así lo ha hecho durante años también con el colegio de Primaria. Para pasear suelen elegir a residentes que salen muy poco y apenas reciben visitas. Para las manualidades el perfil es diferente, mayores más activos, hábiles y conversadores. «Se les ve con otra cara. Disfrutan mucho. Esta idea de colaboración es fantástica», explica. Las charlas que los estudiantes mantuvieron con sus residentes, las risas y lo rápido que pasa el tiempo en el taller parecen darle la razón. «Muchos son gente con pocas opciones de salir y de interactuar», insiste, un día en el que las tormentas han obligado al grupo a quedarse en el interior, mientras decoran paisajes con papeles de colores. El tiempo pasa entre charlas y anécdotas.
Un partido de la Champions empieza a las nueve menos cuarto. No todos son demasiado futboleros, pero la cita es importante. Así que hay que cierta prisa. El maestro Jacobo Vázquez tiene cuenta en la plataforma que emite el encuentro, así que hoy todos le miran con cierto mimo. Son los mismos códigos con los que una familia se comporta en casa.