Toda ciudad cuenta con espacios públicos: plazas, parques, arterias viales, pero también centros culturales, recreativos, de servicios y otros ámbitos en los que está presente el intercambio social. En unos, más que en otros, pero en todos sin excepción, opera y se manifiesta una dimensión cultural que es a su vez reflejo de conductas cívicas, actitudes éticas y nociones estéticas.
Una sociedad como la nuestra, o con mayor exactitud a la que aspiramos, debe precisar el alcance conceptual de lo que esos espacios representan tanto en el plano simbólico como funcional, y en un orden mucho más puntual, hallar correspondencias entre la manera de gestionarlos y su incidencia en la calidad de vida de las comunidades donde se insertan.
Cuando hablo de gestión no me refiero únicamente a la administración aun cuando en ciertos casos sea deficiente y hasta negligente, sino al uso que se les dé a partir de la comprensión de su necesidad como bien público. A la administración se debe exigir cumplir con lo que toca, pero sin el compromiso y la participación ciudadana nada será posible.
Permítaseme colocar un ejemplo. En el centro de El Vedado se levanta un monumento que honra a Mariana Grajales, la madre de los Maceo. Por años parque y monumento vinieron a menos en cuanto a estado físico, hasta que por interés y voluntad de la Oficina del Historiador de la Ciudad y el órgano de gobierno de la capital se restauró la escultura y rehabilitaron el mobiliario y las áreas verdes del parque.
Pero tales acciones solo se completaron cuando al darle nueva vida a ese espacio, de memoria sagrada para la Patria, se comprometieron con su cuidado a los actores de la comunidad, léase el Consejo Popular, la Asociación de Combatientes de la Revolución Cubana, la Federación de Mujeres Cubanas y el preuniversitario Saúl Delgado. Lo que se veía y padecía poco tiempo atrás —retozos sobre la estatua, balonazos que se estrellaban contra esta, pintadas en los pasajes, maltrato a los bancos, escándalos producidos por la ebriedad— se ha reducido a la mínima expresión y cuando sucede se toman las medidas pertinentes.
Mantenimiento, protección y llamadas de atención pesan, pero lo decisivo pasa por informar, orientar, educar, compulsar y comprometer: crear conciencia entre los vecinos y estudiantes acerca de los valores de ese espacio público.
Hace dos años, Eusebio Leal decía: «Hoy existe una conciencia más amplia en la población del carácter patrimonial de su ciudad, no solamente del centro histórico. La patrimonialidad de La Habana desborda con creces el Centro Histórico, y existe también una gran preocupación por su preservación, para que no aumente, más bien se detenga, la degradación urbana, la descalificación de los espacios públicos».
No hay ningún municipio del país, por pequeño que sea, en el que deje de existir un sitio relacionado con nuestra historia. De lo que se trata es de potenciarlos como parte de la memoria colectiva del presente y el futuro.
Pero también debemos ocuparnos de aquellos espacios de uso cotidiano, donde transcurre una parte importante de nuestras vidas. Qué santiaguero no siente orgullo de la calle Enramadas, o de la trama cultural de la calle Heredia. A ninguno habrá que decirle cómo comportarse, mantener limpio el ambiente, dar muestras consuetudinarias de civilidad y respeto.
Lo que no puede ocurrir es algo que observé el año pasado en el Parque de la Libertad, de Matanzas, donde la apertura de una zona de conexión inalámbrica (wifi) se traducía en el agrupamiento de decenas de personas sobre los símbolos del lugar, o lo que en fecha más reciente ví en el parque Ignacio Agramonte, de Camagüey, en el que no hay momento del día y parte de la noche sin la emisión de músicas urbanas de pésima calidad reproducidas por bicitaxistas a todo meter.
En este último caso es deplorable que un esfuerzo tan afanoso como el que llevan a cabo las autoridades locales y la Oficina del Historiador de la Ciudad —entre el 2016 y 2017 se acomete un programa inversionista de notable magnitud para el cuidado, mantenimiento y protección del patrimonio tangible de la villa— se empañe por indisciplinas sociales.
Ni que en una trama cultural que sobresale a escala nacional, como la Calle de los Cines, que alienta un inédito proyecto para la educación de los jóvenes en el universo digital con fines estéticos, se convoque, en el cine Casablanca, a una llamada discofiñe, donde la música dista de ser de la mejor calidad.
Es quizá la utilización de la música en los espacios públicos la asignatura de más baja calificación en el país. Pareciera territorio de nadie, aunque se sabe que se halla a merced del gusto o el mal gusto de los operadores de audio. Suele confundirse animación con estridencia. Vaya usted a la pizzería de la Marina Hemingway un fin de semana para que se aturda con el volumen indiscriminado de los reguetones más pedestres.
No es cuestión de género, aunque cabría en otro momento analizar de dónde viene y de qué va el reguetón. Rock, pop, salsa, o esas indefiniciones que ahora pasan por músicas tropicales, en vivo, en grabaciones o en pantallas, a todo volumen y arbitrariamente programados, agreden oídos y degradan sensibilidades, ya sea en espacios gestionados por el estado o por el emergente sector no estatal.
Al Instituto Cubano de la Música le cabe el encargo de establecer regulaciones y normas válidas para ambos sectores, pero se ha dilatado en demasía su dictado. No se trata de prohibir ni aplicar absurdas o inviables restricciones, sino humanizar el disfrute de la diversidad sonora de nuestro entorno.
Si hemos llegado al consenso, explícito en la actualización de los Lineamientos Económicos y Sociales aprobados por el 7mo. Congreso del Partido y asumidos por los diputados que nos representan en la Asamblea Nacional del Poder Popular, de que estamos en la obligación de promover y reafirmar la adopción de los valores, prácticas y actitudes que deben distinguir a nuestra sociedad, no podemos darnos el lujo de desatender el tema que nos ocupa.
Fuente: http://www.granma.cu/opinion/2016-10-18/espacios-publicos-cotos-privados-18-10-2016-23-10-56
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