Por: Ezequiel Kopel
El asesinato de Mahsa Amini ha desatado una ola de protestas en Irán. Las mujeres y los jóvenes han desafiado al régimen y su política restrictiva y patriarcal. El uso del velo está en el centro de los debates, pero el régimen iraní tiene muchos otros asuntos que pueden minar su supervivencia.
Mahsa Amini salió el lunes 13 de septiembre de su casa en la ciudad kurda de Saghez (en Irán) y nunca más volvió. La primera información que se tuvo de ella es que se encontraba en un hospital conectada a un respirador. Pero después de tres días de permanecer internada fue declarada muerta.
A partir de ese momento comenzó una saga en la que la familia y amigos de Mahsa acusaron a la Gasht-e Ershad (Patrullas de la Moral, un ente de las fuerzas de seguridad iraníes dedicado a velar por el cumplimiento de las normas islámicas de pudor) de haberla golpeado reiteradamente cuando la arrestaron por no llevar bien colocado el velo islámico que debía cubrir su cabello. La policía tardó en responder a las acusaciones, pero contestó mostrando un video de Mahsa dentro de la estación de policía donde se ve a la iraní de origen kurdo (su verdadero nombre era Zhina, pero las autoridades iraníes acostumbran a resentir todo signo de pertenencia kurda, por lo que los padres debieron anotarla con el nombre Mahsa) desvanecerse de repente mientras hablaba con una oficial de policía.
Poco importó –y poco importa hoy– si Mahsa Amini falleció producto de los golpes de la policía o de un ataque cardíaco ocasionado por el miedo y la estresante situación de estar incomunicada, pues lo que estuvo claro desde un principio es que Mahsa no debía estar detenida en una comisaría ese fatídico día de septiembre por no llevar bien colocado el velo.
Apenas se conoció el deceso de Mahsa, comenzaron a producirse una serie de protestas contra las máximas autoridades iraníes. La primera demostración se produjo el 17 de septiembre en el propio cementerio donde se enterró a Amini, en su ciudad natal, cuando, luego de los sollozos de su madre que a los gritos se preguntaba por qué habían matado a su hija, las asistentes a la ceremonia empezaron a quitarse los velos y agitarlos por los aires gritando «Abajo el dictador», en clara alusión al líder supremo Ali Jamenei, máxima autoridad de la República Islámica iraní fundada en 1979.
Ya a nadie pareció importarle cuál había sido la causa real de la controversial muerte (hay informaciones de que los propios médicos que la atendieron constataron golpes, pero decidieron mantener el anonimato por miedo a las represalias) debido a que han sido tantos los abusos cometidos por la propia policía iraní desde que se instauró el dominio de los ayatolás que Mahsa Amini terminó transformándose en un ícono contra el abuso policial y clerical.
Las protestas se han llevado a cabo en 24 de las 31 provincias iraníes y han estado encabezadas por mujeres y jóvenes. No solo han criticado la obligatoriedad del velo, sino que han atacado directamente a las fuerzas de seguridad y sus símbolos. En estas manifestaciones no se han registrado importantes actos de saqueo ni ataques contra la propiedad privada.
Hoy quizás no haya un mejor símbolo para ilustrar la tensión que viven las mujeres musulmanas que la cuestión del hiyab (velo islámico). En tiempos preislámicos el hiyab era considerado como un atuendo femenino de clase alta. Las esclavas o las mujeres pobres tenían, en cambio, menos posibilidades de utilizar velos. Hoy, el velo funciona de otro modo. Mediante su uso la mujer musulmana considera que puede moverse libremente y realizar actividades laborales en ambientes o espacios dominados por varones, quienes a su vez exigen a las mujeres su utilización para no lucir pecaminosas ante los ojos masculinos. Este tipo de vestimenta es considerada como el signo más visible del resurgimiento del islam en los tiempos modernos, lo que desata intensos debates en toda la región.
Es pertinente aclarar que en el Corán no se habla del hiyab como velo islámico que cubre la cabeza de una mujer o una ropa de cualquier tipo –femenina o no–, sino que se alude a una «barrera» que puede ser física, visual o ética. El término más cercano al de «velo islámico» que está presente en el Corán es el de khimār, que alude al «ornamento» con el que las mujeres deben cubrir sus pechos. La idea de que el hiyab denota un estilo particular de velo femenino no es una «revelación» del Corán o una enseñanza del profeta Mahoma, sino algo estipulado más tarde por sus seguidores. A la par, en el extranjero continúa la fascinación por el estereotipo de mujer musulmana, que oscila entre dos vectores: por un lado, la que usa diferentes tipos de velos como ejemplo del fundamentalismo religioso y, por otro, la artista de la danza del vientre como símbolo de libertinaje.
En las áreas del derecho familiar y la herencia, las mujeres de Oriente Medio –donde las musulmanas son una amplia mayoría– tienen menos derechos que los varones y están subordinadas a su autoridad. Donde rige el código legal islámico tradicional, se permiten los matrimonios infantiles en los que una niña puede ser obligada a contraer matrimonio por una relación masculina calificada y una mujer puede casarse con solo un hombre a la vez, a diferencia del género masculino, que tiene permitido hasta cuatro esposas (aunque la práctica es muy poco común en lugares como Irán). Las leyes familiares basadas en la sharia islámica requieren, con frecuencia, que las mujeres obtengan el permiso de un pariente masculino para realizar actividades que deberían ser autónomas y personales por derecho propio, lo que aumenta la dependencia que las mujeres tienen de los miembros masculinos de su familia en asuntos económicos, sociales y legales.
En cuanto a las reglas del divorcio, las escuelas del derecho islámico han diferido en los detalles, pero todas coinciden en que las mujeres no pueden obtener la separación legal a menos que sus esposos cooperen. El varón puede divorciarse en cualquier momento sin la aprobación de su compañera –y solo emitiendo una declaración al respecto–, por lo que muchos cónyuges masculinos tienden a abusar de este método extremadamente fácil que conlleva una gran inseguridad para sus esposas. La jurisprudencia, tanto sunita como chiíta, está de acuerdo en que las mujeres tienen los mismos derechos para adquirir y administrar bienes, pero estipula que deben heredar la mitad que los hombres –esta discriminación se ve algo mitigada por el hecho de que los hombres deben asumir los gastos de mantener a sus esposas, hijos y familias–. La distinción de la ley islámica entre los derechos de propiedad y los de herencia permite preguntarse si solo es la religión o también la presencia de otras instituciones patriarcales lo que limita los derechos de las mujeres.
La irrupción de la Revolución Islámica iraní en 1979 funcionó como un importante mojón con respecto al estatus de las mujeres de la región, debido a que la mayoría de las reformas legales instauradas por el régimen anterior en su beneficio fueron canceladas. La medida más conocida de la revolución, por su carácter visible, fue obligar a las mujeres a usar velos islámicos en público (en clara contraposición con la normativa impuesta por el primer shah Reza Pahlavi en 1936 de prohibir su uso en la vía pública). Durante el fervor revolucionario de fines de la década de 1970, el debate por los derechos de las mujeres se interpretó de diferente manera entre los grupos que lucharon contra el shah –lo que incluye tanto a las fuerzas proseculares como a las político-religiosas encarnadas en los ayatolas–.
Bajo la dinastía de los Pahlavi, la introducción de derechos para las mujeres había funcionado como un intento del Estado de occidentalizar y modernizar el país (de manera similar a lo actuado por Mustafa Kemal Atatürk en Turquía), y no como respuesta a un llamado de una sociedad en gran parte religiosa. Cuando la revolución se encaminó a declararse como una teocracia islámica –a pesar de la masiva participación de las mujeres–, los varones religiosos que la comandaban empezaron a promover una narrativa que los autoproclamaba como los «verdaderos protectores de las mujeres iraníes».
Esta era una retórica parecida a la declamada décadas atrás por el segundo sha Pahlavi, aunque en este caso con el fin de ser idealizadas de manera opuesta. Si el gobierno de Mohammed Reza Pahlavi dictaminó que las mujeres (a pesar de su falta de libertad política) podían vestirse como quisieran, los ayatolas las circunscribieron e idealizaron como «guardianas de la Revolución».
Cuando el ayatola Ruhollah Jomeini tomó el poder, dictó una serie de leyes que modificaron el estatus de las mujeres. La edad de matrimonio para las niñas se redujo de 18 a 9 años (hoy está en 13 años), las mujeres perdieron el derecho a la custodia de su hijo, perdieron su derecho a cantar en público, se les prohibió ser jueces y se les denegó todo pedido de divorcio, exceptuando los casos en que existieran evidencias de adulterio o abuso. Estas controvertidas medidas funcionaron como una plataforma para legitimar a la nueva república religiosa, pero también para destacar su oposición a ella. Dentro de los ahora lineamientos oficiales piadosos se buscó que la función primordial de las mujeres fuese la de ser «protectoras» del islam, del velo y la segregación, convirtiéndolas –en su función de «madres e hijas»– en un nuevo paradigma revolucionario de «pilar de la familia».
Con la llegada de la cruenta y larga guerra de ocho años entre Irán e Iraq, la situación contribuyó a cimentar la imagen de la mujer como piedra basal de la estructura familiar, cuando gran parte de los hombres iraníes debieron trasladarse al frente de guerra y ellas se encargaron de la economía del hogar. Esto terminó solidificando la idea de las mujeres como uno de los más notorios símbolos de la Revolución y un nuevo sostén de la teocracia islámica.
Sin embargo, las nuevas medidas revolucionarias fueron pronto desafiadas (en marzo de 1979) mediante masivas marchas de mujeres para protestar contra la ley que las obligaba a usar el velo islámico en público. A pesar de las restricciones impuestas por Jomeini, a las mujeres, como ciudadanas por derecho propio, se les permitió votar a sus candidatos a presidente y parlamentarios, pero no así a la autoridad máxima del Estado, el líder supremo, o al Consejo Guardián de la Constitución, que lo supervisa. Las mujeres iraníes pueden conducir automóviles y trabajar en la mayoría de las profesiones, pero su estatus legal, sus derechos de herencia y su derecho a obtener un pasaporte o divorcio están, por lo menos, lejos de la norma moderna (a pesar de que las miradas del mundo tienden a enfocarse en Irán, la situación de las mujeres en Arabia Saudita, su rival regional, son incluso más angustiantes).
En un principio, las autoridades de la República Islámica iraní tardaron en responder a las actuales protestas como lo habían hecho frente a las masivas manifestaciones de 2009 (contra un fraude electoral), las de 2018 (que empezaron con una joven quitándose el velo en una protesta pública) y 2019 (por la creciente crisis económica y aumentos). En todas ellas la represión fue inmediata, cruenta y asesina. En la de fines de 2019, las fuerzas de seguridad iraníes sacaron helicópteros de combate y tanques para reprimir a los opositores y todo terminó con una caza puerta por puerta de los manifestantes identificados.
El modus operandi iraní fue incluso copiado por otros regímenes represivos en todo el mundo, pues siempre, antes de cada represión, las autoridades iraníes cortan el servicio de internet para que sea imposible la comunicación entre los diferentes grupos de la protesta y para que la información no llegue en tiempo y forma al exterior. En esta oportunidad, el corte de internet parece ser más escaso o limitado a horas especificas porque un cierre completo de la red le cuesta al gobierno varios millones de dólares, por lo que las autoridades quieren reducir algunos costos financieros que impliquen más descontento en la población, en medio de una gran crisis económica local.
El liderazgo iraní parece estar dispuesto a confrontar las protestas en sus propios términos, calificando a todo aquel que participa como «enemigo del pueblo», junto al tan usado comodín de que las manifestaciones críticas están «dirigidas por el imperialismo internacional». Se trata de una dinámica que el propio presidente iraní Ebraim Raisi (notorio asesino de militantes de izquierda, como quedó claro en su rol de juez y verdugo en las ejecuciones en masa de más de 5.000 opositores políticos durante 1988) refrendó cuando durante su viaje a Nueva York para hablar en la Organización de las Naciones Unidas decidió no presentarse a una entrevista con la reconocida periodista Christiane Amanpour y desaprovechar la oportunidad de transmitir el mensaje de su gobierno al mundo sobre el tema del hiyab y las protestas. La excusa esgrimida por Raisi fue que la presentadora de ascendencia iraní no quería usar el velo islámico durante la entrevista, aunque el reportaje no se realizaba en Teherán sino en Estados Unidos, donde su uso no es obligatorio (lo que recuerda la anécdota de la visita del ex-presidente iraní Hassan Rouhani, supuestamente moderado, a Europa durante 2016 y su exigencia de que nadie tomase vino en una cena en su honor en Francia; fue una situación que ofendió a sus anfitriones franceses, a punto tal que la consideraron una afrenta directa a sus propias tradiciones, por lo que terminaron cancelando la velada).
Más tarde, cuando el presidente iraní regresó a su país (cargado de regalos y productos electrónicos comprados en el «Gran Satán»), declaró que «los enemigos de la Revolución están creando disturbios» y que los enfrentará con todos los medios disponibles «para garantizar la seguridad». Es pertinente resaltar que desde que Raisi llegó a la Presidencia, la persecución –y la retórica- contra las mujeres iraníes que no usan correctamente el hiyab se intensificó considerablemente. Esto dejó en evidencia que existe una disputa en el mismo liderazgo iraní para cimentar una sucesión conservadora al propio líder supremo, quien se encuentra enfermo y transitando sus últimos años de vida.
La muerte de Amini ha reavivado la ira por las restricciones a las libertades personales en Irán, incluidos los estrictos códigos de vestimenta para las mujeres. A todo esto se le suma una economía tambaleante por las sanciones internacionales junto al desmanejo gubernamental, que envía millonarias remesas del dinero iraní a sus aliados militares en el Líbano o Siria mientras su propia población ve cómo su nivel de vida sigue cayendo. Ya se ha visto lo que la negativa a reformar un sistema ha provocado en países como Siria.
Ahora, el miedo del régimen iraní al cambio –instaurado en el cul de sac de su sistema político- provoca que muchos ciudadanos consideren que la insurrección es la única vía para conseguir una transformación. Está claro que al gobierno iraní le preocupa que si cede a las demandas de las mujeres podrían desarrollarse pedidos adicionales de libertad, derechos humanos y democracia (hoy en día los candidatos políticos son vetados a gusto y conveniencia del líder supremo y su Consejo Guardián).
Es imposible saber hasta dónde llegará el actual levantamiento ciudadano, aunque hay algunos parámetros para no ser demasiado optimistas. En Irán existe, sin duda, una movilización popular de masas, pero también un régimen unido, en el que las elites económicas y militares del país siguen detrás del sostenimiento de la República Islámica. A la vez, las protestas –repitiendo un parámetro ya visto en la Primavera Árabe– no tienen liderazgos, programas ni rumbos claros. Sin esos componentes alineados resultará difícil que los manifestantes puedan hacer algo (mucho menos derrocarlo) contra un sistema que ha confrontado con este tipo de amenazas durante más de cuatro décadas y siempre ha resultado victorioso mediante un aceitado y rápido antídoto de violencia, persecución y descalificación de sus oponentes para contener los levantamientos.
Lo que es también es cierto es que el statu quo se está resquebrajando año a año en la República Islámica y que el descontento sigue creciendo dentro de una población mayoritariamente joven que puede resultar incontenible cuando la piedra basal que sostiene el sistema (los grupos económicos y de seguridad) retire su apoyo al régimen por su propia necesidad de supervivencia.
Aún no parecen estar dadas las condiciones –el liderazgo fundador de la Revolución sigue vivo y existen generaciones que recuerdan el Irán monárquico previo a 1979-, pero la historia nos enseña que a todo sistema le llega su hora señalada. Incluso cuando menos lo espera.
Fuente de la información e imagen: https://nuso.org/