A las niñas indígenas nadie las defiende

Por: Abel Barrera Hernández

En las comunidades pobres de la Montaña de Guerrero, principalmente en los municipios de Cochoapa el Grande y Metlatonoc, se arraigó la costumbre de los matrimonios forzados de niñas que truncan su vida desde los 12 años. Los padres han normalizado la venta de sus hijas fijando cantidades que oscilan entre los 100 mil a 250 mil pesos. Son los hombres mayores los que formalizan estas alianzas matrimoniales, ignorando la opinión de las esposas y de las mismas niñas. Las autoridades comunitarias son las que testifican y legitiman las uniones de las menores. Lo más grave es que las niñas quedan en total indefensión desde el momento mismo en que sus papás las entregan a quienes serán sus esposos. El mismo día que reciben el dinero y hacen la fiesta, las niñas-esposas son tratadas como sirvientas de los suegros y del marido. Las esclavizan por el precio que pagaron por ellas. Quedan sometidas a un régimen patriarcal en el que los mismos padres se vuelven cómplices de las violencias que padecen sus hijas. No pueden reclamar a los suegros las vejaciones que sufren, de lo contrario, tendrían que regresar todo el dinero con intereses, además de ir a la cárcel junto con la hija desobediente.

A las niñas indígenas les conculcan sus derechos. Le imponen marido y le ponen precio. Como esposas quedan silenciadas de por vida. Nadie se atreve a defenderlas porque puede costarle la expulsión de la comunidad o el encarcelamiento. Las autoridades municipales, por acción u omisión, forman parte de esta red de complicidades. Las autoridades estatales y federales no llegan a estos lugares. Los diputados y diputadas locales tampoco ubican las causas estructurales del problema. Sus reformas solo criminalizan a los padres de familia. Existe un gran abismo entre la visión que permea en la clase política y el drama económico que padecen las comunidades indígenas. Se invisibiliza la desigualdad social y se estigmatiza la cultura de los pueblos indígenas y afromexicanos. Las intervenciones que realizan quedan plasmadas en convenios y acuerdos burocráticos que no inciden en la esfera comunitaria. Para las niñas-esposas el matrimonio forzado es una condena de por vida. Las 4 paredes de la casa de los suegros es su cárcel y su marido el capataz. Mientras la burocracia gubernamental solo contempla la tragedia desde sus cubículos.

La ausencia de las instituciones del estado en las comunidades indígenas propicia estas prácticas denigrantes. Su inoperancia permite que los agresores de las niñas se ensañen, porque saben que nadie las defiende. Los funcionarios esperan que las menores acudan a sus oficinas, sin tomar en cuenta los riesgos que corren. El monolingüismo de muchas niñas es parte de las políticas racistas que violentan su derecho a la educación. Sus trágicas historias no se conocen porque viven en lugares inhóspitos y no aparecen en el facebook.

Su dependencia económica las supedita a los caprichos de los maridos. Como esposas realizan trabajos extenuantes. Nunca reciben una remuneración por todo lo que hacen. La sujeción está basada en el uso de la fuerza de los hombres. Los mayores imponen la costumbre de que ellas deben cuidar y mantener a la prole, tienen que preparar la comida, trabajar en el campo, lavar la ropa, hervir el nixtamal y poner la lumbre en la madrugada. No reconocen su aporte sustantivo en la cultura, la alimentación, la salud, el trabajo comunitario y su creatividad artística.

Los padres de familia de estos municipios aprendieron desde pequeños a sembrar maíz en el tlacolol, en condiciones sumamente precarias. Toda la familia tiene que realizar la tumba, la roza y la quema, porque no hay recursos para pagar peones. Cosechan por año alrededor de 300 a 500 kilos de maíz. El policultivo les permite saborear frutos frescos derivados de la calabaza, el frijol y el maíz. Han heredado saberes culinarios que son manjares de la cultura mesoamericana por la multiplicidad de sabores que logran extraer y mezclar en cada producto. En la fiesta de muertos comparten la comida en el cementerio con las abuelas y abuelos difuntos.

En la temporada de secas el hambre arrecia en la Montaña porque la cosecha es raquítica y solo dura 3 meses. Las familias indígenas se ven obligadas a abandonar sus comunidades para instalarse en los campos agrícolas. Al principio su desplazamiento era a los estados de Puebla y Morelos, para el corte de la caña. Posteriormente se dio el enganchamiento de los jóvenes para trabajar en los municipios de la Sierra y la Costa Grande del Estado, como sembradores y rayadores de amapola. Muy pronto la planta roja empezó a florecer en las laderas de la Montaña y en los patios de las casas. Su siembra reforzó la militarización e incrementó la violencia. La venta de la goma abrió las rutas del trasiego y alentó la disputa por el control territorial. La fragmentación comunitaria debilitó las redes de apoyo local y expulsó a las familias sin tierra. La ola migratoria se expandió hacia los estados de Michoacán, Jalisco, Sinaloa y Chihuahua donde están asentados grupos del crimen organizado y empresas agroexportadoras, que contratan mucha mano de obra barata en condiciones sumamente deplorables y riesgosas.

Con la migración jornalera la situación de las niñas, niños y mujeres empeoró, no solo por las olas del Covid 19, que causó más muertes de las que normalmente suceden en las comunidades indígenas, sino por el recrudecimiento de la violencia que ha segado la vida de esposas y niñas en municipios pobres. Los matrimonios forzados de niñas han incubado la violencia dentro de los mismos hogares. Este ambiente hostil es propiciado por los suegros y maridos y permitido por las autoridades municipales que se mantienen pasivas e indiferentes. Ante la embestida virulenta de los hombres mayores que acechan a las niñas-esposas, no les queda otra alternativa que huir de este infierno para refugiarse en la casa de sus padres.

El caso de Celia, es indignante y aberrante.  En julio del 2021 la forzaron a casarse con Raúl. Ante la ausencia del papá, los negociadores fueron el tío paterno y el abuelo materno. Fijaron la cantidad de 160 mil pesos. Doña Cecilia no pudo evitar que su menor hija fuera vendida. El botín se lo repartieron los hombres de la familia: 110 mil recibió el tío y 50 mil el abuelo. Los principales de la comunidad formalizaron el enlace matrimonial. Comieron y bebieron por su felicidad. Al siguiente día Celia viajó con la familia de Raúl a los campos agrícolas de Autlán, Jalisco. A sus escasos 13 años enfrentó las pruebas más difíciles de su vida. Fue la sirvienta del marido y de los suegros. En la galera donde vivían no le alcanzaba el tiempo para preparar el nixtamal y hacer las tortillas. Desde las 7 de la mañana se disponía para ir al corte de jitomate. El dinero que ganaba lo cobraba el suegro. Le decían que tenía que trabajar duro para que repusiera la cantidad que pagaron por ella. El marido, en lugar de ayudar a cubrir la supuesta deuda de Celia, se dedicó a tomar y a golpearla. Fueron 8 meses de sufrimiento, sin que nadie la defendiera.

Fue un alivio regresar a la Montaña. Por su embarazo de alto riesgo pudo llegar a la clínica de Cochoapa el Grande. Se reencontró con su madre y sus dos hermanas mayores. Al verlas no pudo contener el llanto. Por fin había llegado el momento de contarles todo. Como mujeres comprendieron el drama de la hija menor. El nacimiento de su bebé, en lugar de unir a la familia se distanciaron más porque la suegra le espetaba que no era su nieto. Celia prefirió guardar silencio y emprender la huida con su pequeño hijo, para refugiarse en la casa de su mamá. Aún convaleciente por el parto, la policía comunitaria entró a su domicilio para detenerla junto con su hermana mayor. La acusaban de haber abandonado a su esposo y por la deuda que tenía su familia por el pago de su matrimonio. Doña Cecilia, madre de Celia pidió el apoyo de la síndica municipal y de la juez de paz, sin embargo, las dos tuvieron temor de intervenir ante la policía comunitaria. Comentan que ellos se han erigido en los guardianes de la ley en el municipio. No forman parte de la coordinadora de autoridades comunitarias ni de los grupos de autodefensa, surgieron más bien por la ausencia de la autoridad municipal que tiene abandonadas a las comunidades indígenas.

Cecilia tuvo que vencer el miedo. Consiguió dinero para viajar 2 horas en taxi colectivo a la cabecera municipal de Tlapa. Solicitó la intervención del centro de derechos humanos de la Montaña, que interpuso una denuncia por la privación de la libertad de sus dos hijas. Se requirió también la comparecencia del tío paterno para que regresara los 110 mil pesos que recibió por la venta de Celia. Las reacciones subieron de tono. La policía comunitaria acusó a las hijas de Cecilia de que se habían robado una pistola de la comandancia. El tío paterno amenazó a la hermana y el hermano de Cecilia para que ellos pagaran la deuda, de lo contrario los expulsarían de la comunidad. El poder de los hombres no cedía ante la denuncia de las mujeres. La policía comunitaria no tuvo otra alternativa que trasladar a las dos hermanas a la fiscalía regional, que las puso en libertad. Por su parte, el tío sigue amenazando a los hermanos de la mamá de Celia para que paguen la deuda. Mientras tanto Cecilia, sus tres hijas y sus cinco nietas, que vivían en una casa de madera en Cochoapa huyeron del lugar, porque saben que en cualquier momento los policías comunitarios, el tío paterno, los suegros y el marido cobrarán muy caro su osadía. Deambulan fuera de la Montaña, sin que nadie las defienda.

Fuente de la información: https://desinformemonos.org

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Niñas madres

Por: Tlachinollan

María, una niña de 12 años del pueblo Me phaá, nunca imaginó que después de participar en la posada de la iglesia, sería raptada por un vecino de la comunidad. El violador ubicó a la víctima y buscó el mejor momento para interceptarla y subirla a su vehículo. La oscuridad del callejón que lleva a la casa de la menor, fue el lugar propicio para llevársela. No solo fue víctima del ultraje sino de las amenazas que resonaban en su mente: “si te atreves a denunciarme, te voy a matar”. Tuvo que padecer en silencio esta tropelía y soportar en su cuerpo la asquerosidad del perpetrador. Fue un martirio. Por las noches, su mamá tenía que consolar a su niña sin saber qué remedio darle. La pequeña no se atrevía a decir lo que había sufrido.

Ya no era la misma niña que jugaba y cuidaba a sus 4 hermanitos. Sus malestares físicos y psicológicos se complicaban. Además de estar triste, ya no tenia hambre y sufría de mareos. La doctora del pueblo la atendió y constató que llevaba tres meses de embarazo. Ante esta evidencia, María tuvo que confesar a sus padres lo que había padecido en el mes de diciembre. Acudieron a la comisaría a interponer la denuncia, sin embargo, el comisario no se atrevió a intervenir. Tuvo miedo a las represalias, porque el agresor de 40 años se desempeñaba como servidor de la nación. Su cargo como funcionario público le daba poder en la comunidad, y por lo mismo, actuaba con total impunidad.

Los padres de María no se amedrentaron. Consiguieron dinero prestado para interponer la denuncia en la fiscalía de Tlapa. Fue admirable su sacrificio y el acompañamiento en todo el proceso de la denuncia penal. Las cinco horas del viaje con la polvareda del camino, así como las complicaciones del embarazo de María, no fueron obstáculo para acudir a Tlapa, con tal de que la investigación avanzara. Su persistencia rindió resultados al emitir el juez la orden de aprehensión. De inmediato el agresor tuvo conocimiento por los contactos que tenía en la misma fiscalía. Se amparó para asegurar la protección de la justicia federal, sin embargo, el recurso no prosperó por tratarse de un delito grave.

Al advertir que su situación legal se complicaba, buscó apoyo con políticos de la región para evitar que la orden de aprehensión se ejecutara. Su familia acudió con el comisario municipal para pedir que citara a la mamá de la menor. Ante el temor de que la autoridad actuara arbitrariamente, la mamá optó por presentarse en la comisaría. Los padres del acusado la señalaron como responsable de lo que le fuera a pasar a su hijo. Insistieron en que su denuncia era falsa y que, por lo mismo, también la denunciarían por sus declaraciones sin fundamento. Trataron de convencerla, por la buena y por la mala, para que se desistiera de la denuncia. Ante la negativa le advirtieron que se metería en problemas más graves. Creyeron que al ofrecer dinero lograrían su objetivo. Todo fue en vano, porque la postura firme de la mamá de María fue una demostración de dignidad, porque ni las amenazas ni el dinero doblegaron su afán de justicia.

Ante la imposibilidad de evitar que la orden de aprehensión se aplicara, el agresor huyó de la región y planeó cruzar la frontera para librar la cárcel. Su preocupación fue evadir la justicia y desentenderse de la situación de la niña que dejó embarazada. Los padres de María, a pesar de la vejación que sufrió, le pidieron que tuviera al bebé con la promesa de que ellos la adoptarían como otra hija más. El umbral de la maternidad fue una experiencia dolorosa para la menor por todo lo que implicó la violación y lo que representó la gestación del feto en su cuerpo diminuto.

María tuvo que sobreponerse a un sinnúmero de problemas de salud ante la falta de atención médica en su comunidad. Tuvo que soportar en silencio todos los estragos de un embarazo temprano. Se resignó a tener un hijo, sin poder dimensionar lo que esto representa para su corta vida. En una comunidad pequeña, el embarazo de una niña, el escándalo es mayor contra la mujer, no contra el hombre. Es un hecho grave imposible de ocultarlo y revertirlo contra el agresor. El escarnio clava sus flechas contra la menor, dejando una herida que lacera y que no se cierra.

María tuvo que permanecer confinada en la precariedad de su casa con piso de tierra. El mundo se le derrumbó, se truncaron todos sus sueños y resquebrajaron sus ilusiones, como las demás niñas de la Montaña. En medio de las complicaciones de su embarazo, su abuelo, que es partero, le tocó atenderla. Entre sus rezos y brebajes logró que su nieta tuviera un parto normal. Desde hace nueve meses María tuvo que asumir el rol de madre, además de amamantar a su niña tiene que velar por su salud y trabajar para sostenerla. Ha buscado un empleo pero no la quieren contratar, porque es una niña madre, que además de cargar su morral, carga sobre su espalda a su pequeña niña.

En el mes de febrero, cuando la fiscal general del estado, la maestra Sandra Luz Valdovinos, se reunió con varias familias en la ciudad de Tlapa, platicó con María y su tía. Escucho la triste historia de María que cargando a su bebé le narraba llorando lo que había sufrido. A pesar de enfrentar una situación sumamente precaria, centró su exigencia en que se hiciera justicia, por la violación que había sufrido. La fiscal conoció a su bebé y la reciedumbre de una niña madre que lucha para que se castigue a quienes violan a las mujeres. En el mes de marzo, la fiscalía notificó a los papas de María había detenido a su agresor en la ciudad de Tijuana, cuando se disponía a cruzar la frontera.

El calvario de María, es representativo del gran número de casos de niñas que asumen el rol de madres por diferentes causas. La violación sexual de niñas es un problema creciente que las autoridades encargadas de investigar los delitos no han revertido. Existen graves deficiencias y vicios entre el mismo personal que no integra bien la carpeta de investigación y no realiza todas las diligencias que amerita el caso. No hay peritos que realicen los estudios que se requieren. Hace falta personal especializado para proporcionar una atención apropiada a las víctimas de violación sexual. El número de denuncias no corresponde al alto número de casos de mujeres violentadas, porque no hay suficiente personal que las atienda y lo peor de todo, es que no se les brinda un trato adecuado y se les revictimiza. Es común que las denuncias que se interponen se filtren a los medios amarillistas que se encargan de publicar casos que requieren sigilo. Hacen escarnio de los agravios que denuncian las víctimas causando mayores riesgos a su integridad física y vida misma.

A nivel regional los matrimonios forzados de niñas es otro problema que no es atendido en su justa dimensión por las autoridades estatales ni municipales. A pesar de los esfuerzos que existen para implementar estrategias de atención interinstitucional para evitar los matrimonios forzados, no se logra incidir en el ámbito comunitario. Se ha avanzado en los diagnósticos para ubicar en qué municipios hay mayor incidencia de los matrimonios forzados y se ha logrado convocar a las autoridades municipales para que se involucren como parte de la estrategia interinstitucional. La realidad es que no existe interés genuino en la mayoría de los presidentes municipales. Se reducen a formalizar convenios pero no se comprometen a implementar acciones concretas para que en su municipio se atienda a las niñas que son víctimas de matrimonio forzado.

En el ámbito municipal no se pueden centrar las estrategias de atención, se requiere trabajar en el nivel comunitario, sobre todo en las localidades donde la práctica es generalizada. Pero la intervención no se puede reducir a un programa de pláticas para sensibilizar a los hombres sobre la gravedad de estas prácticas. Tiene que trabajarse una propuesta integral con la participación de personas de la misma comunidad. Es un trabajo que requiere una inserción a la dinámica comunitaria, conocer el contexto y ubicar el sentido que le dan a estos matrimonios de niñas. No es suficiente enfocarse a este problema, implica detonar acciones eficaces en el campo educativo, en el tema de la salud y den el mejoramiento productivo. También es urgente un atención especializada  a la niñez indígena, que desde pequeños tienen que salir con sus padres a trabajar en los campos agrícolas. La precarización de la vida comunitaria es un problema estructural que no esta siendo atendido por los gobiernos municipales. Lo más grave es que las autoridades municipales en lugar de revertir los rezagos sociales, se interesan en establecer negocios privados con los recursos públicos. Hacen alianzas con las empresas que ya tienen experiencia en cómo realizar obras de mala calidad para obtener grandes ganancias. Lo más grave es que los presidentes municipales y el partido gobernante han optado por establecer alianzas con grupos del crimen organizado, quienes se encargan de la seguridad del municipio, a cambio de que se les garantice tener el control territorial. Imponen su ley atemorizando a la población y controlando giros comerciales. También forman parte de los proveedores del municipio. Son el poder fáctico que tienen el control de las instituciones y que opera con el uso de las armas, para allanarle el camino al presidente municipal en su proyección política. Esta criminalidad enquistada en las instancias municipales son la mayor amenaza que enfrenta la población por la supeditación del poder político al poder de la delincuencia organizada. En este entramado criminal las niñas madres, se encuentran en total indefensión. En lugar de encontrar protección y cobijo en las autoridades municipales se topan con los perpetradores.

Centro de derechos humanos de la Montaña, Tlachinollan

Fuente de la información e imagen: https://www.tlachinollan.org

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