Por: Mariano Fernández Enguita
Me refiero a lo que todos llaman pacto, aunque yo prefiero llamarlo compromiso, ya diré por qué. El penúltimo intento fue el de Gabilondo, frustrado por la negativa de un PP que sabía que iba a ganar las elecciones; el último es el que promueve J.A. Marina, rechazado con cajas destempladas por cierta izquierda que creía otro tanto. Pero el PP está ya lejos de la mayoría absoluta y el sorpasso no ha llegado, de manera que quizá podamos todos recapacitar, empezando por entender que vivimos en democracia, un régimen que une al gobierno de la mayoría el respeto a las minorías, pero superando la aritmética elemental en estos conceptos. No nos llevarán muy lejos visiones como la cantinela de Rajoy sobre que gobierne «el partido más votado» (aunque sea también el más rechazado), el desparpajo del secesionismo que con la mitad más uno de escaños (ni siquiera votos) se cree legitimado para todo, o la disposición que algunos muestran a dar la vuelta a la tortilla con apenas más escaños o más votos positivos que negativos en el hemiciclo. Es de desear que el actual bloqueo político, que ya se antoja grotesco, ayude a comprender lo absurdo que resulta pretender blindar o subvertir una política institucional y a largo plazo, sea la que sea, con una mayoría, simple o absoluta, cogida con alfileres, es decir, con unos pocos sufragios, escaños o apenas votos en el hemiciclo. No necesitamos ni el maximin de la minoría más votada ni el minimax de la coalición menos rechazada, sino el maximax del acuerdo más generoso, el de una mayoría más amplia posible. En sentido contrario, el respeto a la minoría parlamentaria, electoral o política no se limita a no exterminarla, ni prohibirla (lo que se da por supuesto), ni hostigarla (lo que a veces se olvida), sino que pasa por tratar de gobernar para todos (es decir, con todos, además de sobre todos).
Por supuesto, esto no siempre es viable, ni siquiera necesario, por lo que muchas decisiones parlamentarias y gobiernos habrán de basarse en mayorías exiguas aunque suficientes, pero cuando llegamos a la educación hay que tener en cuenta, más allá de la deseabilidad general de acuerdos amplios en democracia, que hablamos del futuro y de la parte más vulnerable de la sociedad. De un futuro, en este caso, expresamente considerado, dado que unas generaciones, los políticos y en general los adultos de hoy, deciden por los alumnos presentes y por venir, que vivirán los efectos mañana (al ritmo actual, ya es difícil terminar la educación obligatoria sin vivir un par de reformas). Y de los más vulnerables, esto es, de quienes todos afirman que querrían resguardar de las pugnas políticas pero a quienes se expone demasiado a menudo a la incertidumbre o al torbellino. No se trata de poner la educación fuera del alcance de la política, pues eso sería privarla del amparo y del impulso de la democracia, pero sí de ampliar al máximo acuerdos que puedan perdurar más allá de los cambios de gobierno y los vuelcos electorales, por lo demás previsibles y saludables.
Pero el pacto o compromiso es difícil por varios motivos, entre los cuales destacaré cuatro. El primero y más aparente es la tremenda ideologización del debate, con discursos a veces guerracivilistas en los que unos parecen creerse en lucha contra el Santo Oficio y otros contra el demonio bolchevique, como han hecho recientemente PP e IU, en los dos extremos del arco parlamentario, desenterrando la guerra escolar. El segundo, en parte consecuencia del primero, es el vaciamiento del lenguaje, que permite blandir a la vez las exigencias más sectarias y la pretensión de que quien hace imposible un acuerdo es siempre el otro; un vaciamiento que alcanza más o menos a lo principal del vocabulario de la política educativa: libertad, equidad, calidad, inclusión, participación… y, por descontado, pacto, como cuando Rajoy, después de dos legislaturas del PP solo contra la LOE y otras dos igual de solo con la LOMCE cree hacer haber hecho algo grande con apenas algún gesto vacío y retórico sobre el pacto educativo dirigido a Ciudadanos, o cuando Garzón se descuelga en periodo electoral con la surrealista y oximorónica propuesta de un pacto por una educación republicana. Un tercer motivo, menos obvio pero más poderoso, es el papel de la escuela en las estrategias sociales de las familias, muy visible en la búsqueda de la mejor educación para los hijos, tanto da que se concrete en la mejor escuela o en el mejor desempeño individual en ella, y que tiene su contraparte en la pretensión no menos estratégica, aunque defensiva, de suprimir todo elemento de diferenciación, sea la elección de centro, el (muy discutible) modelo bilingüe, el uso de recursos digitales, los deberes para casa o cualquier otro. Cuarto, y no menos importante, el infundado paternalismo de la profesión docente, siempre tan inclinada a pensar que sabe mejor que su público lo que le conviene; esto es, a desoír a la sociedad, o a oír solo lo que quiere oír, como cuando funcionarios incondicionales de su fuente de empleo, la enseñanza pública, no quieren ver que un tercio del alumnado lleva medio siglo eligiendo la privada y otro sexto, hasta la mitad, lo haría si pudiera, o cuando los sicofantes de la inmersión lingüística ignoran que más de la mitad de la población con hijos en edad escolar ni la quiere ahí ni la practica en otros ámbitos libres de coerción y de presión; o cuando todos coinciden en que lo primero y principal que necesita la educación es, cómo no… más educadores.
Pero hay otro obstáculo formidable para un pacto: su trivialización. Asoma cuando se formula como el objetivo de ponernos de acuerdo en lo que nos une (ya se sabe: acabar con el abandono, conjugar equidad y calidad, reconocer y dignificar al profesorado, mejorar los resultados, aumentar los recursos…), o evitar lo que nos separa (los cleavages o fracturas como la religión, la financiación de la escuela privada, las lenguas propias, la evaluación del profesorado, etc.). El problema es que tales acuerdos de mínimos no sirven de mucho, o no sirven de nada. De hecho presentan el riesgo añadido de precipitar, hipostasiar, politizar o adjudicar opciones y políticas que no están adscritas necesariamente a un lado ni a otro de las fracturas habituales, desde el momento mismo en que las colocan en el centro de una negociación entre partidos y grupos de intereses; en todo caso, al dejar fuera lo que realmente ha venido dividiendo a la sociedad, simplemente posponen los problemas por muy poco tiempo, si es que no los enquistan y los agravan. Por eso no me gusta la palabra pacto, que alude por igual a la formalización de un acuerdo preexistente, entre quienes ya coinciden en algo o en todo, y a la confluencia desde el desacuerdo o el conflicto previo de intereses y valores. Es lo segundo lo que la educación española necesita: un acuerdo que cree un escenario comúnmente aceptado desde ambos lados de las viejas fracturas, en el que todos estén razonablemente a gusto aunque ninguno esté enteramente a su gusto, y que traiga consigo una suspensión duradera, que ya sabemos no será definitiva, de las hostilidades. Por eso prefiero hablar de un compromiso: compromiso entre los actores, entre los intereses en conflicto y los valores en disputa, así como entre lo deseado por cada uno y lo aceptable para los demás, lo que implica ceder y conceder.
Un compromiso por la educación debería abordar, precisamente, lo que hasta hoy ha venido arrojando a la escuela al ojo del huracán: la titularidad de los centros, el lugar de lo laico y lo religioso, la coexistencia de las lenguas propias y la lengua común, el alcance y límites de la comprehensividad, las bases económicas de una expansión sostenible, la autonomía y transparencia de los centros y la reestructuración de la profesión docente. Formular los términos es ya otra historia, tema para otro día.
Tomado de: http://blog.enguita.info/2016/07/habra-al-fin-un-compromiso-por-la.html
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