- Introducción: comienzo a escribir una serie de relatos en personal para hacerme una imagen lo más amplia, profunda, completa, diversa y espero que oscura para quienes nos puedan leer, con el único propósito, de que cada lector se anime afrontar su propia historia pedagógica formal, escolar, sistemática, oficial con sus modalidades pública o privada; laica o religiosa, de cualquier creencia o sincrética.
- Sin puentes se pasa el río en canoa o nadando o nunca lo pasas.Es casi universal y a través de todos los tiempos, la experiencia de shock que se experimenta en la transición de una educación natural, informal, del mundo familiar, social, cultural, político y religiosa,con referencia a la educación formal, cuando no se utiliza algún puente de conexión o proceso de inducción, para que los maestros, educadores, docentes o profesores tengan dominio sobre lo que podrían ser, saber, hacer y vivir en relación a un grupo de alumnos, estudiantes, discentes y con cada uno en particular; así como lo mismo para su contraparte, el estudiante. He manejado desde niño la superación de esta abismal realidad desde mi propia experiencia escolar.
El comienzo en la escuela, se presentó como una experiencia estúpida, tonta, ridícula y altamente tóxica. El primer día en la escuela disfruté de una especie de teatro mágico, de mundos paralelos y se prolongó dentro de un espacio personal, familiar, social, cultural, político y religioso en muchas formas manejable positivamente. Quizás tuve a mi favor la experiencia mágica del ser llanero en donde los espantos de las sabanas, las historias de aparecidos, el silbón, la llorona y el ánima sola, representaban lo que había sido la radio, la televisión, el cine, los videos y la Web en otros lugares y diferentes tiempos. Motivo y tema de tertulias familiares diarias como lo ha sido el rezo del rosario para otros pueblos.
Era muy rica, diversa y feliz la vida familiar, social, cultural, política, religiosa y hasta económica; ello impidió que lo vivido en la escuela no alcanzara el estímulo umbral para producir una herida psicopedagógica y con ella un trauma que me destruyera mi posterior vida escolar.
El ámbito de la escuela era un mundo de tinieblas, de oscuridad, de violencia, de temores, especialmente dentro del aula y frente a la maestra que casi nunca iba al baño o se ausentaba del salón. Si lo hacía dejaba a alguien encargado del orden y la disciplina con el mismo poder y autoridad que ella; el “sapeo” era más terrible que la Operación Cóndor o la Seguridad Nacional de Pérez Jiménez, según los mayores; lo afirmaban de manera especial los adecos. La relación impersonal se vivía de una forma distinta ante los condiscípulos; a quienes podía diariamente casi “fotografiar” sus cabelleras, sus trenzas, colas de caballos o moños, si eran niñas y la variedad de cortes de pelo, muchos de tipo militar, de policías o guardias nacionales y algunos coco pelaos, a quienes seguro que le hizo ese corte la mamá, una hermana, un hermano o un vecino y muchas veces trasquilados. No habían llegado la moda de las largas cabelleras de los hippies y los afros de los líderes negros de los Estados Unidos.
Los podíamos ver por algunos momentos de frente cuando estaban respondiendo a la maestra alguna operación o lección de escritura o de matemáticas. Los infelices daban expresión de miedo, terror, vergüenza y muchas veces provocaban risas que no podía expresar con libertad ni siquiera suavecito, porque eso se consideraba provocar desórdenes, ruidos, movimientos, bochinche o simplemente falta de respeto a la maestra.
Aprendí a reír hacia adentro; con una especie de silenciador que creaba una respiración abdominal que se escondía detrás de la mesa del pupitre grande, ancho y pesado con una gaveta en la cual se podía guardar el libro y el cuaderno. Quizás ese modo de respirar me dilató desde temprano los músculos abdominales por cuanto me pusieron en la escuela el apodo de barriguita y hacían chiste durante el último año de interno, en donde en el internado tuvimos por primera vez hombres como maestros y nos aplicaban un régimen militar y cuando me pedían que sacara pecho, sacaba la barriga. Un reflejo condicionado aprendido desde ese primer año para que no se escucharan la risa y menos los pensamientos de todo lo que vivía en la escuela.
La maestra no hacía la pregunta: ¿Quién quiere pasar a la pizarra? Ella, con una mirada penetrante que asustaba al más valiente, que se anticipaba a su orden de mando, decía, con expresión de policía, enfermera, médico o cualquier jefe de gobierno o cura de pueblo a quien iba a fusilar, castigar y hacer sentir generalmente, de que era bruto, bobo, flojo, indisciplinado o simplemente indigno de valoración con una nota muy cerca del 0 (cero).
Al más asustado, distraído o indisciplinado era el elegido que pasaba a la pizarra o desde el pupitre siempre parado, para someterse a la prueba de la verdad: decir lo que la maestra había dicho sobre cualquier tema. El dictado nunca faltaba, la plana tampoco y escribir cien o más veces una palabra o una oración como corrección de una falta ortográfica o por castigo era el pan de la educación de casi todos los días para muchos y por supuesto yo no fui víctima de esas torturas por lo que expondremos a continuación.
Lo primero que nos colocó la maestra, en la pizarra de color negro, oscuro, tenebroso como las noches sin lunas, sin estrellas y sin la luz de las lámparas de kerosene que se encendía hasta temprano de la noche antes de ir a dormir con sueño o sin sueño, fue las siguientes letras: a-e-i-o-u. Con unas letras gorditas y muy lindas; parecían como sacadas de Mi Libro Primero o Abajo Cadenas.
Comenzó por los y las primeras alumnas, según la letra de sus apellidos y darle nombre a cada letra que iba indicando con gran tino con una regla de madera larga y gruesa.
Algunas veces durante el año supimos muchas cosas para las cuales servía aquella regla: para medir, para hacer líneas rectas, cuadrados, triángulos y también para hacer alguna marca en nuestra piel, como si fuéramos becerros, en los brazos, piernas, espaldas o a donde podía golpear, cuando se ponía brava porque no se le hacía caso, se hacía algún ruido o se sentaba uno mal. A veces por un golpecito o pellizco a un compañero o también por jalarle una trenza o cola de caballo a una niña.
Esa primera lección y su correspondiente evaluación para mi es inolvidable. Todos los niños aprendieron al decir correctamente a, e, i, o, u y por supuesto que fueron tenidos por inteligentes por la profesora. Ella tuvo que sentirse la maestra más competente de toda la escuela y feliz. Todos sus alumnos aprendieron la primera lección que llamó VOCALES; todos menos yo.
A cada letra que ella me decía que leyera, no se sí dejaba salir un ligero silbido, ronquido o soplido. La veía a sus ojos, a su cara, a todo su cuerpo y ante mi negativa a decir el nombre de cada una de las vocales, ella se ponía más brava y gritaba las letras y por supuesto mi respuesta fue siempre cerrar y apretar los labios. Por dentro me reía y quizás esa expresión ella la veía en mis ojos en mi rostro.
Cuando ella comenzó a decir a, e, i, o, u yo en un monólogo llevado a lo profundo de mi mente, le decía: “EL BURRO SABE MÁS QUE TÚ”. Eso mismo le decía y lo gozaba con todos los compañeros y compañeras. Nadie supo de mi experiencia. Viví una especie de disociación, de desdoblamiento astral o como un sueño despierto. Se me venían a la memoria las experiencias, los juegos, las risas con quienes respondían a la pregunta ¿Si no eres bruto o burro dime cuales son las vocales? Respondían quienes no conocían que era una “pega” o broma: a, e, i, o, u y recibían con carcajada que parecía la explosión de un disparo de chopo o escopeta de fabricación artesanal: “EL BURRO SABE MÁS QUE TÚ.”.
Si esto se hubiera presentado en la primera clase y luego tenido un regular, bueno o excelente desempeño, con las posteriores lecciones y hubiera aprendido algo de la maestra, del aula, de las lecciones, de los libros o de la propia familia o un compañerito; podría ser recordada como una anécdota que algunos niños o niñas tuvieron el primer día de clase.
Resultó que todos los días del año escolar 1.958-59 en la Escuela “Diego Eugenio Chacón”, de El Amparo, Distrito Páez, Estado Apure, Venezuela; cuando niño de seis años no respondí jamás una pregunta ni di una lección bajo la guía, dirección, exigencia o mando de la maestra.
Las notas se hicieron completamente predecibles: 01 desde el primer día hasta el examen final. Me gradué de bruto, de analfabeta, de sordo, mudo, tonto, burro y fui puesto en el selecto grupo que monopolizaba un niño grandote de cuerpo, quien se llamaba Basilio y lo llamaban en la escuela y el pueblo Torolilo, por cuanto tenía dificultad para hablar. Había repetido tres o más años el primer grado y durante un año fui llamado Torolilito; una especie de hermano menor de Torolilo.
En tres oportunidades pude dar la lección aplicando una ley matemática, aplicada a la suma o adición, la cual reza: «El orden de los factores no altera el producto». Pero que lo supe después no aplica cuando se aprende a leer o escribir desde las vocales, el alfabeto y luego por el método de sílabas. Yo he recreado esas dos lecciones muchas veces en mis momentos de ocios que ahora son las 24 horas del día que la maestra de mi primer grado por primera vez se dijo: “Mejor que este niño nunca hable; porque va a provocar muchos desórdenes y problemas durante toda su vida.”. Por no haber aprendido a leer, no leí el cuento de Pedro Emilio Coll (no Colt), El Diente Roto. Leerlo en:
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/coll/el_diente_roto.htm; estoy seguro que si lo hubiera hecho, me habrían elegido como Presidente en la IV República y habría permanecido en el poder durante todo el siglo xx y jamás habría dicho nada en la Asamblea General de la ONU sobre un Diablo Suelto ni que allí “huele a azufre”. Tendríamos Embajada Gringa con Embajador incluido y también Embajada Venezolana con Embajador que hablara y pensara en inglés para que nunca se presentara ningún desacuerdo con el país que ha producido su mayor sinsentido en Política Exterior en su Historia como Nación ( El decreto Obama con prórroga por un año más o por todo el Siglo XXI, hasta que llegue alguien como el personaje del Diente Roto y se dé cuenta que ha sido un gravísimo error y que no sirvió para tumbar al Presidente (Chófer de autobuses) Nicolás Maduro.