Sobre evaluaciones, exámenes, educación y desobediencia

Por: Jaume Martínez Bonafe

La obsesión por las pruebas externas, exámenes y reválidas tiene que ver con esa necesidad de etiquetaje social y jerarquización de centros educativos en función de los resultados.

Tengo un vecino que es ingeniero nuclear y actúa como un auténtico analfabeto de los cuidados familiares. También sé de otro que es un alto ejecutivo en una importante empresa de alimentación y se pasa lo domingos en chándal trabajando y si lo veo con pinganillos en las orejas es que está reunido, aunque dicen que tiene un buen sueldo.

También tengo otra vecina que es farmacéutica pero tendrían que oírla hablar de arte, economía o política, ver cómo cuida su cuerpo, cómo relata sus viajes y qué estilo de relación más amoroso tiene con sus clientes y amigos. Vengo a decir esto porque todos pasaron sus exámenes para alcanzar sus titulaciones, es más, pasaron por la vida académica básicamente aprobando exámenes, pero nada de eso garantizó que acabaran siendo unas personas educadas. Unas sí, otros no.

Si, sí, pero soy ingeniero, me dirá mi vecino. Y aquí entra en conflicto nuestra mirada sobre la vida y sobre el sentido y finalidad de la educación. Reconozco la colonización del mundo de la vida por la ideología neoliberal, que mide resultados, éxito, jerarquización y clasificación social. Y seguramente, la obsesión por las pruebas externas, exámenes y reválidas tiene que ver con esa necesidad de etiquetaje social y jerarquización de centros educativos en función de los resultados. Desde esa óptica, gana mi vecino, que mira la educación como valor de cambio (quizá por eso lleva a sus hijas a un cole de monjas donde los papás y las mamás ponen cara de clientela tranquila). Pero yo me he pasado la vida trabajando en y por la educación pública, y tengo otra idea de lo que deben hacer las escuelas y para qué han de servir las evaluaciones.

Creo que las escuelas, por mandato constitucional, además, son las únicas instituciones cuya función es ayudar a los niños y a las niñas a que crezcan en el pleno desarrollo de su personalidad, eso dice el artículo 27. Yo lo puedo decir con otras palabras, las escuelas (públicas) están al servicio de la emancipación de los seres humanos, y deben poner el conocimiento científico al servicio de ese proyecto emancipador. Las escuelas (públicas) abren sus puertas a una compleja diversidad humana y deben ponerse al servicio del crecimiento de sujetos y pueblos desde el reconocimiento de esa diversidad. Las escuelas (públicas) saben que aquella colonización neoliberal que anteriormente citaba necesita la reproducción de la desigualdad social, el triunfo de unos para el fracaso de otros, y por eso asumen el compromiso social no solo de compensar sino de combatir esa desigualdad desde sus proyectos educativos. El proyecto de la escuelas públicas es entonces un proyecto político comprometido con la emancipación.

Y ese proyecto político necesita una evaluación, es decir, necesita de un diálogo público dirigido a la comprensión crítica y mejora de lo que nos pasa. Ese proyecto de evaluación es complejo porque pone en relación los aprendizajes de los niños y niñas con las políticas educativas, las prácticas de formación docente y los saberes profesionales, las estrategias de gestión, la administración de recursos, las políticas de financiación, etc., etc. Es, ciertamente, otra cosa muy distinta a lo que quieren hacer las políticas educativas neoliberales con la imposición burocrática y autoritaria de exámenes finales, reválidas, y pruebas externas. Como buenas políticas neoliberales, además, externalizan el proceso y eso nos cuesta una pasta añadida a quienes no nos beneficiamos para nada de esos controles, porque hay que subrayarlo, a nosotros (un nosotros en el que incluyo a niños y niñas, maestras y maestros) esas pruebas no nos sirven para nada.

La escuela está cada vez más colonizada por normas administrativas que regulan el conjunto de actos en su interior, y creo que era Habermas quien explicaba muy bien coómo la generalización de las acciones instrumentales poco a poco anula la posibilidad del diálogo, la comunicación, y el entendimiento entre los sujetos; un modo de colonización por el que cada vez tenemos menos espacios de libertad para la expresión y la construcción social autónoma. La evaluación pública que necesita la escuela pública, la que nos ayudaría con diálogo a crecer como sujetos, como institución, o como profesionales, se hace más difícil si se incrementa un modo aparentemente banal de entretenernos con la norma administrativa. Un día nos dijeron que debíamos programar por objetivos, otro día pretendieron hacernos constructivistas, y cuando nos los creímos llegaron las competencias para regresar a los objetivos, aunque yo continué programando pensando sobre todo en la calidad y el sentido de las actividades que proponía en el aula. Y explicaba allá donde podía mi negativa a programar según un modelo impuesto de un modo burocrático, porque una de las características, a mi modo de ver, de la desobediencia es su carácter público, dejando testimonio de una conciencia política que busca en la confluencia con los otros y las otras la posibilidad del cambio.

Por eso me sumo ahora al generoso esfuerzo de quienes se niegan a cumplir con el mandato administrativo de la evaluación neoliberal, finalista y punitiva, sabiendo que de no hacerlo, cada día perderemos capacidad de autonomía, y de creación de un sujeto docente con capacidad y voluntad para responder por sus actos. Si nos dejamos hacer, nos hacen a su manera y conveniencia. Ante esa presión, política, sólo se me ocurre una respuesta política: la desobediencia.

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2018/04/25/sobre-evaluaciones-examenes-educacion-y-desobediencia/

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Hazte un Cifu: no hagas exámenes, súmate a la lucha contra las pruebas externas

Por: Enrique Díez

Es necesario un modelo social de universidad pública, que ponga el conocimiento al servicio y al alcance de toda la sociedad frente a los objetivos clasistas, privatizadores y mercantilistas de la ofensiva neoliberal.

Corría este y otros mensajes similares por las redes estos días con motivo del escándalo de la presidenta de la Comunidad de Madrid del Partido Popular, en cuyo currículum figura un Máster de Derecho de la Universidad Rey Juan Carlos (URJC), que a todas luces parece que obtuvo de forma fraudulenta.

Los datos que han salido a la luz muestran que aprobó asignaturas que se habían impartido antes de que Cristina Cifuentes se matriculase en el Máster en que se impartían, cuando además se había matriculado tres meses después del plazo legal para hacerlo. Falsificación de firmas en actas, trabajos de fin de máster que no se presentaron, tribunales que no existieron, no asistencia a clases en un máster presencial, aprobar sin hacer exámenes obligatorios… Algo que hasta la propia presidenta de la Comunidad de Madrid admitió ante el parlamento regional, que ni fue a clase ni hizo los exámenes.

Todo un despropósito, que en cualquier Estado “civilizado” habría supuesto la inmediata dimisión o destitución de un cargo público de este nivel, no solo por el presunto fraude universitario cometido, sino especialmente por su reiterada persistencia en falsear la realidad o dicho más claramente, mentir, y cambiar las versiones de sus declaraciones en función de las nuevas denuncias periodísticas que se iban sucediendo.

Este tipo de actuaciones de algunos dirigentes políticos (aunque no solo políticos, por cierto), se asienta en la impunidad que parece regir en este Estado, donde se encarcela a raperos por cantar estrofas críticas y prescriben delitos de grandes causas de corrupción, se amnistía a las grandes fortunas que defraudan fiscalmente o se rescatan a los bancos con 1,5 billones de euros (no los 60.000 millones que nos suelen decir).

Impunidad cimentada por la cúpula de determinados partidos (los denominados partidos del régimen) y sus connivencias con el poder económico y mediático (véase el listado de dirigentes políticos de estos partidos que ocupan consejos de administración de empresas públicas privatizadas o de grupos de comunicación). Dirigentes políticos que han tratado de convertir la política en un negocio, como manifestaba Vicente Sanz, exsecretario general del PP de Valencia, cuando afirmaba “yo he venido a la política para forrarme” y que el exministro y Portavoz del Gobierno del PP, Eduardo Zaplana, confirmaba diciendo “me tengo que hacer rico” (de ahí buena parte del hastío de la población ante la política en general, y los partidos en particular).

Este clima de impunidad está generando que el humor se convierta en válvula de escape ante una realidad que parece desbordar todas las previsiones. Cada mañana nos desayunamos con nuevos casos de corrupción, sí, pero también de impunidad y vemos cómo Urdangarín celebraba su cumpleaños en Ginebra rodeado de la familia “real”, sin devolver un euro de lo que nos ha robado a todos y todas. Por eso el tuit que circula por las redes “hazte un Cifu: no hagas exámenes, súmate a la lucha contra las pruebas externas” emplea la ironía, casi el cinismo, para señalar quizá lo que se nos pasa por alto, en este espectáculo frenético de noticias de corrupción y escándalos, recordando el dicho: “cuando el sabio señala la luna, el necio mira el dedo”.

Porque mientras se señala la corrupción, la “normativa” del PSOE y del PP legalizan la evasión fiscal a través de las SICAV. Mientras señalamos el rescate de autopistas, han desmantelado la banca pública y quebrado las cajas de ahorro. Mientras denunciamos el brutal aumento de la compra de armamento, han privatizado el sector estratégico de la energía y nos han convencido de que no tiene sentido el artículo 128 de la Constitución que señala que “toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general”.

Lo mismo pasa en este caso con la Universidad. Nos centramos en el escándalo Cifuentes, olvidando que ha sido esta presidenta de la Comunidad de Madrid la abanderada en el intento de aprobar una legislación universitaria, la LEMES, concebida como una avanzadilla de una próxima ley estatal, como denuncia la Coordinadora Universidades Públicas de Madrid.

Ya no se trata de que dos de los partidos del régimen, PSOE y PP, creen universidades a su imagen y semejanza (la Carlos III, el primero o la Rey Juan Carlos, el segundo). O que alguna de éstas parezca estar al servicio del partido (en el caso de la URJC cargada de escándalos como el del rector plagiario, el refugio dado a dirigentes implicados en la Púnica, la contratación ilegal de la hermana de Cristina Cifuentes o ahora el culebrón del master de la propia Cifuentes con la manipulación de un expediente para beneficiar a un cargo público). Ni siquiera de las conexiones con el poder, que amenazan la independencia de uno de los órganos vitales de toda democracia que debe generar progreso científico, humano, social y cultural. Se trata del modelo de Universidad Pública gerencial, elitista y segregadora que pretenden consolidar y que pone en evidencia este reguero de escándalos.

La doctrina neoliberal aplicada a la enseñanza superior en la LEMES, en un contexto de recorte presupuestario continuado, conduce a lo que se ha denominado el “capitalismo académico”: universidades cada vez más comprometidas en una competencia de tipo comercial, en busca de fuentes de financiación complementarias y con una formación y docencia fundamentalmente orientada por las competencias pre-identificadas por el mercado de trabajo. Otras capacidades que podrían promover una sociedad más justa y mejor van quedando “obsoletas” y se las obvia progresivamente. Este modelo pone la universidad al servicio del mercado, recortando la financiación pública, asignando presupuestos en función de la posición en rankings, utilizando los contratos-programa para decidir prioridades (incentivan, por ejemplo, el uso del inglés o la investigación frente a la docencia), y fomentando una lucha competitiva por los escasos recursos entre universidades, en vez de potenciar la cooperación interuniversitaria. Crea figuras de profesor visitante “distinguido” para conseguir la anhelada “flexibilización” en la contratación del profesorado, asegurándose el control del profesorado universitario y creando docentes de “elite” con contratos blindados y otros a 5 euros la hora.

Las universidades han dejado de ser espacios para enseñar, realizar trabajo académico, investigar y debatir sobre la ciencia y el conocimiento a ritmo pausado y profundo, y se están transformando en “universidades corporativas o emprendedoras” que requieren la obtención de resultados cuantificables, que puedan ser patentados, transferidos y explotados, mientras se recortan presupuestos para proyectos “improductivos” de orientación humanística o crítica. Orientándose de manera creciente a la formación para el mercado laboral, con un doble modelo: de élite para quienes se lo pueden pagar y de precariado para quienes no tienen recursos y medios. La universalidad propia del conocimiento universitario ha sucumbido al modelo pragmático e instrumental del saber al servicio de la economía. Parece no encontrar ya más razón de ser legítima que la salida profesional de los estudiantes universitarios y el beneficio que las empresas pueden extraer de las investigaciones y del “entrenamiento” que pueden recibir en ella los futuros trabajadores y trabajadoras de sus empresas, formados a costa del dinero público.

Fruto de ello es la penetración de la lógica del beneficio inmediato, que se va introduciendo progresivamente también en las dinámicas de investigadoras y académicos en que se enmarca este “cifuentesgate”. Lo que se está jugando, en definitiva, es el modelo de Educación Superior que se pretende y que responde a un modelo de sociedad.

Es hora de defender un modelo de universidad pública al servicio de las necesidades sociales reales y prioritarias, que pare los recortes privatizadores y mercantilistas de la ofensiva neoliberal. Es necesario conseguir una Universidad pública y gratuita para asegurar el derecho de toda la ciudadanía a la educación superior, como sucede al menos en diez países europeos. Pero también es necesario profundizar y priorizar la función social de la universidad, consiguiendo un contrato educativo con la sociedad en su conjunto, que entienda la institución académica como un bien público y permita su desarrollo como tal, con una democratización radical de su funcionamiento y contenido.

En definitiva, un modelo social de universidad pública, que ponga el conocimiento al servicio y al alcance de toda la sociedad frente a los objetivos clasistas, privatizadores y mercantilistas de la ofensiva neoliberal, exigiendo una universidad pública de todos y todas y para todos y todas.

Por cierto, mi enhorabuena, desde aquí al equipo de periodistas de eldiario.esque han destapado este “cifuentesgate”, recuperando la tradición de investigación más admirable del periodismo al servicio de la verdad y como vigilancia y denuncia del poder corrupto.

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2018/04/19/hazte-un-cifu-no-hagas-examenes-sumate-a-la-lucha-contra-las-pruebas-externas/

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