Blanca Heredia
¿Qué experiencias concretas compartimos los mexicanos en la actualidad? ¿El México que vive una estudiante de la Universidad Anáhuac de la capital del país, tiene algo que ver con el que experimenta diariamente una joven de la misma edad en Tláhuac? ¿Qué tienen en común la experiencia del país que le toca navegar todos los días a un hombre mayor de clase trabajadora en Chiapas, con la que vive un hombre, también de edad avanzada, en un barrio de altos ingresos de Tapachula? ¿Se parece en algo la vida de un niño de primaria que estudia en el colegio Americano de Monterrey con la de un niño chiapaneco que asiste a una escuela Conafe?
A juzgar por el aumento en la desigualdad (muy especialmente entre los minúsculos sectores de altísimos ingresos y el resto de la población) de México, entendido como experiencia compartida en los hechos, debe quedar más bien poco. Seguramente y aunque vivido con intensidad y cercanía diferente, nos vincula (por desgracia, cada vez más) el espanto común frente a la inseguridad creciente. También el enojo frente a la corrupción rampante y progresivamente más visible. Nos sigue vinculando asimismo el alto aprecio por la familia, así como el gusto por los afectos intensos y cercanos. Eso nos queda del México en común, poco más, poco menos.
Con niveles de desigualdad objetiva y subjetiva tan gigantescos, cabe preguntarse sobre de cuál México hablarán nuestros políticos en general y, muy particularmente, aquellos que aspiran a colocarse sobre el pecho la banda presidencial en diciembre de este año. ¿En cuál México, vivido y conocido efectivamente, estarán pensando?
Las fuentes de nuestra desigualdad abismal son diversas y de larga data. Destacan, entre otras, la brutal concentración de la riqueza, las escasas oportunidades de movilidad social a través del esfuerzo, el trabajo y el mérito, y, muy especialmente, un aparato de ‘justicia’ que pareciera diseñado no para igualar la cancha, sino para perpetuar las enormes distancias que nos separan. Distancias producto, con excesiva frecuencia, de azares del destino (en qué lugar de la pirámide mexicana te tocó nacer), y de la posibilidad de acceder o no a cercanías provechosas con los que detentan el poder político, mismos que de una y mil maneras organizan y gestionan (llevándose para sí y los suyos una tajada variable de beneficios) la desigualdad imperante.
Contribuyen, en lo cotidiano, a configurar experiencias de vida radicalmente disímiles entre los mexicanos en general y entre el grueso de la población y sus élites, tanto económicas como políticas; además de las mencionadas, la escasez de ocasiones para experimentar lo ‘público’ (en principio y a cuenta de los impuestos de todos, aquello que es o debiera ser común) de forma mínimamente comparable. Me refiero a los espacios públicos (calles, parques y demás), pero también y en especial a los servicios públicos.
¿Cuándo fue la última vez –si acaso alguna– que nuestros candidatos presidenciales hayan hecho una cola en el ISSSTE, en el IMSS o en cualquier oficina pública? ¿Habrán tenido que tronarse los dedos alguna vez para pagar una cuota para que su hijo/a pudiera tomar un examen en su escuela pública? ¿Cuál de ellos habrá padecido la falta de agua en su colonia, la angustia de una hija teniendo que caminar sola todas las tardes o noches a la escuela/trabajo en un barrio difícil, o a la impotencia completa de enfrentarse a la ‘justicia’ en el caso de un abuso por parte de la policía?
Si bien no lo resolvería todo, ayudaría mucho tener gobernantes para quienes los servicios públicos no fuesen algo que padecen otros, sino una experiencia cotidiana que los conectase con la que la vive la inmensa mayoría del país. Por ejemplo, ¿no tendría la política educativa mejores resultados si la escuela de los hijos o nietos de nuestros gobernantes fuese la escuela pública?
Para creerles alguna cosa de las muchas que nos prometen, sería muy útil también saber qué tanto nuestros candidatos presidenciales estarían dispuestos a depositar del cuidado de su seguridad y su salud y la de sus familias, por ejemplo, en manos del gobierno que aspiran a encabezar. Muy útil, pues no es lo mismo gobernar una casa efectivamente compartida (en la que todos usan, por ejemplo, el mismo baño) que una en la que los gobernantes viven en una casa y el resto del país en otra.
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