Por: Andrés García Barrios
Los seres humanos no podemos ser por completo obedientes. No podemos nunca ser algo por completo, ni obedientes, ni quietos, ni ordenados… ni buenos, ni malos. Ni todo ni nada.
¿Total obediencia?
Quiero comenzar este artículo (esta fantasía filosófica) hablando sobre los límites de nuestra obediencia. Como todos sabemos, los seres humanos no podemos ser por completo obedientes. Ni siquiera en los regímenes llamados totalitarios (que no son sólo políticos) lo logramos. Y es que, como también sabemos, las personas no podemos nunca ser algo por completo, ni obedientes, ni quietos, ni ordenados… ni buenos, ni malos, ni nada. Ni todo ni nada. Lo sabemos, lo sentimos y además lo hemos oídos siempre en todas partes. La filósofa española María Zambrano lo resume describiéndonos como “una totalidad a la que algo le falta”. Por eso nos la pasamos fluctuando ―más o menos bruscamente― entre distintas versiones de nosotros mismos, intentando hacer de ese fluctuar un fluir llevadero, manejable, incluso pacífico y, si se puede, feliz de vez en cuando.
Es posible que, con la esperanza de adquirir cierta estabilidad, los seres humanos hayamos creado leyes, inventado penalidades e intentado forjar una disciplina para cumplir con ambas. Sin embargo, las normas y su regularidad siguen siendo algo difícil de establecer y de cumplir. Y aunque hacemos acuerdos unos con otros ―poniendo en ello un denodado esfuerzo―, caemos con frecuencia en la desesperación de no poder tener un refugio permanente.
Lo receptivo y lo creativo
En el salón de clases los niños y jóvenes se deslizan también entre extremos, por ejemplo, del de la necesidad de resguardo a su opuesto, la de salir al mundo. Estos dos polos dialogan entre sí para que el estudiante aprenda a cuidarse. La escuela busca, en última instancia, contener al alumno y a la vez impulsar su creatividad para que pueda habitar la realidad circundante.
Antiguos filósofos orientales describían ese diálogo (esa comunicación) como un movimiento e intercambio perpetuo entre dos fuerzas, una receptiva y otra creativa, que regían el comportamiento individual y eran también la base de todo lo existente. A esas dos fuerzas las comparaban con lo femenino y lo masculino, la madre y el padre, la Tierra y el Sol, la oscuridad que todo lo resguarda y la luz que todo lo pone al descubierto. Aquellos hombres trazaban analogías entre el mundo exterior y la naturaleza humana, como una forma de comprender y guiar tanto a la persona como a la sociedad.
En un ejercicio semejante, podemos compararnos con un río que nace en el interior de una montaña: ahí el agua pasa largas temporadas acumulándose bajo la tierra, concentrando presión y brotando finalmente a la superficie en forma de manantial. El proceso que sigue se parece a la terquedad infantil y juvenil. El I Ching o Libro de las Mutaciones (texto sagrado de las antiguas doctrinas taoísta y confucianista) nos explica esa necedad más o menos de la siguiente forma: “Al emerger del manantial, de buenas a primeras el agua no sabe adónde dirigirse, pero con su constante fluir va sorteando los obstáculos y rellenando cada hueco que encuentra en el camino. Así acaba por cubrirlo todo y avanzar, obteniendo el éxito”.
El agua, pues, se convierte en río, aumenta su fuerza, entra en calma y en ocasiones se desborda fertilizando el terreno, pero también poniendo en peligro la vida que ella misma ayudó a sostener. Para aquellos maestros chinos, todo lo anterior supone un infinito número de movimientos en que lo receptivo y lo creativo se entrelazan para, como hemos dicho, crear leyes, establecer penalidades y forjar un modelo disciplinario que ayude al cumplimiento de ambas.[i] De acuerdo con este saber milenario, rara vez la disciplina es introyección forzada de una ley o esfuerzo ciego para obtener un logro. Esto se parece más (y probablemente proviene de ahí) a ese pequeño látigo que, en siglos pasados y en lugares como la escuela o el convento, se usaba para reprender a otros y auto-reprenderse. Se llamaba “disciplina”, y recibir disciplinas era recibir azotes. Es mejor entender el término como perseverancia para armonizar lo personal con lo social, lo natural y lo trascendente, y regir nuestra conducta con base en ello (por ejemplo, contenernos y contener a otros, corregir el rumbo, recuperar fuerzas, arriesgarnos sólo cuando es debido, saber retirarnos, pelear y un largo etcétera antes de alcanzar el éxito). En resumen, contener y crear ―solos y en comunicación con otros― nuestro flujo vital.
Madre y padre
La época actual se caracteriza por un enfrentamiento arrebatado entre lo femenino y lo masculino, un diálogo controversial para reconsiderar los atributos de ambos. Digo lo anterior porque hablar de función materna y función paterna empieza a sonar un poco anticuado, confuso. Esto, aunque decisivo en la actualidad, no es inédito. Hay que reconocer que desde tiempos inmemoriales existe tanto en la mujer como en el hombre la habilidad de encarnar múltiples matices del espectro femenino/masculino, y que ―hablando específicamente de la crianza de los niños― madre y padre son capaces tanto de proteger a los hijos como de impulsarlos a enfrentar las leyes del mundo. Hoy se busca fortalecer esa equidad, pero los logros son más lentos de lo que se quiere, y todavía hay muchas cosas que no podemos explicar sin la vieja mitología legada en las palabras.
Así, cuando el río se desborda se dice que “se salió de madre”. La frase es sugestiva: de la palabra madre se derivan madera y materia. La madre es la madera, la materia, el soporte; la madre nos otorga un cuerpo, un asidero al cosmos. Salirse de ella conlleva el peligro de desbordarse sin límites, de perderse fuera de uno mismo, de que el río que somos se extienda hasta extraviarse en el mundo.
La madre abraza al hijo como las riberas del río abrazan a éste:
Madre, no es que nos protejas del exterior, es que haces de todo un interior.
Los niños que se salen de madre corren peligro si no está ahí el padre para recibirlos y conducirlos, de la misma forma en que no estarán seguros si no se encuentra ahí también lo materno para recibirlos de vuelta. De la palabra padre viene patrimonio, que evoca aquello que alguien reúne para sí al salir al mundo. También de ahí viene la palabra patria, mundo exterior al que vamos conociendo, y al que finalmente convertimos en un exterior/interior, llamándole madre patria.
En la escuela también confluyen lo femenino y lo masculino, lo materno y lo paterno. Ahí los maestros nos impulsan a salir a explorar el mundo y nos esperan a la vuelta. Es el lugar preciso para jugar a extraviarnos y recuperarnos. Si a la lista de los atributos de lo receptivo y lo creativo añadimos los principios básicos de la comunicación (escuchar/ser receptivos, y responder creativamente), comprendemos por qué los docentes cuentan con la comunicación como primera y mejor herramienta para manejar el delicado ir y venir de sus alumnos; comunicación entendida como diálogo donde receptividad y creatividad se unen para conducir nuestro propio andar y guiar a otros.
Exceso y límites
El escritor inglés G. K. Chesterton (a quien algún estudioso llegó a considerar una de las personas más inteligentes de la historia), estaba seguro de su forma de pensar que afirmaba, con su particular humor, que él podría convencer a cualquier persona de sus ideas si pudiera tenerla a su mesa cada noche durante cuarenta años, cenando juntos y platicando.
Pues bien, pongámonos en ese lugar, e imaginemos que somos sabios y que la razón nos asiste. En tal caso quizás, sí, nos bastaría con platicar interminablemente con alguien para conseguir que pensara como nosotros; por ejemplo, para que acatara una regla que estuviéramos seguros de ser justa. Pero como una comunicación así es imposible, aun siendo sabios llega un punto en que, a quien se excede, tenemos que ponerle un “hasta aquí” que lo detenga. Idealmente se trataría de un límite oportunamente impuesto y por completo adecuado a esa persona y a la situación. Pero lo cierto es que ―de nuevo, por sabios que seamos― jamás podremos poner a cada quién el límite perfecto que necesita y merece: no somos Dios y no podemos conocer a nadie como si lo hubiéramos creado. Somos humanos, y en realidad no tan sabios, así que por lo general nos apresuramos a poner un “hasta aquí” severo (de una severidad que nos ayude a ocultar nuestras dudas) o nos ablandamos y aplazamos la determinación, tentados a platicar interminablemente con el infractor hasta convencerlo. Finalmente, salvo en momentos de verdadera inspiración, los límites que ponemos tienen algo de arbitrario y nuestros “hasta aquí” nos hacen dudar.
Tarde o temprano todo maestro, convertido en magister (magistrado), debe tomar la balanza de la justicia en las manos, aguzando el oído para escuchar (siendo receptivo) y disponiendo toda su creatividad para dar respuesta. Sí, incluso si alguien rompe una regla, la comunicación sigue teniendo lugar: la ley nunca es el final del camino, siempre forma parte de la delicada dinámica entre lo receptivo y lo creativo y su intención es corregir el rumbo. Así pues, al menos idealmente ―como también querían los sabios chinos― el lugar del límite debe ser un sitio de paso; un espacio, aunque restringido, internamente ensanchado por la sensación de resguardo, donde de verdad se pueda reflexionar sobre la propia falta y del que la personalidad emerja no sólo entera sino fortalecida.
Pero los maestros no deben sentirse avergonzados si pocas veces atinan a poner el límite justo en el momento exacto. Todos sabemos lo difícil que es poner en equilibrio una balanza. Ejemplos de esa dificultad tenemos todos los del mundo, así que quizás diremos más si mencionamos un caso contrario, uno en que hacer justicia resulta fácil. Yo sólo conozco un ejemplo. Aparece en El Quijote de Cervantes y contiene una enseñanza que siempre podemos tener presente a la hora de juzgar. Se trata del acertijo que unos sujetos bromistas plantean a Sancho Panza cuando éste recibe el cargo de gobernador de una imaginaria isla. El acertijo es, en resumen, aquel del hombre que llega a un puente sobre el que cuelga la advertencia “El que mienta, será colgado”. Desafiando las razones de la justicia, el hombre asegura: “Vengo a que me cuelguen” (si lo cuelgan habrá dicho la verdad, y si no, habrá mentido y tendrían que colgarlo). Es así como, para demostrar sus dotes de gobernante, Sancho tiene que resolver este dilema en apariencia irresoluble. Pero para el ingenuo labrador y escudero no hay dificultad alguna. Incluso se da el lujo de bromear: “Que deste hombre aquella parte que juró verdad la dejen pasar, y la que dijo mentira la ahorquen”. Finalmente presume que resolverá el asunto en dos patadas (véase por favor la nota[ii] al final de este artículo): “Porque si no hay manera de ahorcar a medio hombre dejando en libertad al otro medio; y si la balanza está en el fiel con las mismas razones para condenarle que para perdonarle… lo que sobra es la ley. Con que perdónese a ese hombre, que de doblarse alguna vez la vara de la justicia, más vale que se doble hacia la misericordia y no hacia el castigo”.
[i] Esos movimientos involucran tanto a la persona como a la comunidad y a la naturaleza circundante, y como digo son innumerables. El I Ching reúne 64 especie de parábolas que intentan descifrar esos movimientos. Cada uno de esos relatos se aplica a seis situaciones distintas, y además se transforma, o muta, en otra de las 64 parábolas para añadir algo.
[ii] La presente versión del pasaje de El Quijote está tomada de la obra Sancho Panza en la ínsula, del dramaturgo español Alejandro Casona, que recapitula páginas del original de Cervantes.