Por: Agustina Blanco
Aunque terminar la escolaridad parece un paso más en la vida, no es así para todos. La obligatoriedad de la escuela primaria y secundaria no son suficientes para garantizar la permanencia de los niños. Los datos de Unicef indican que hoy en América Latina hay 6,5 millones de niños fuera y otros 15,6 que se encuentran rezagados. La permanencia no parece ser tarea fácil para todos y la exclusión comienza a mostrar una nueva faceta.
La exclusión, más allá del no poder acceder, hoy se observa dentro de la misma inclusión, al no posibilitar a todos las habilidades necesarias para desarrollarse en el mundo actual. Se utiliza el término exclusión y no deserción, al considerar que desde esta perspectiva el sistema tiene una responsabilidad sobre los alumnos para disminuir el riesgo de abandono.
El complejo y multidimensional concepto de exclusión nos obliga a abordarlo desde una nueva perspectiva. Ya no son solo las razones socioeconómicas, geográficas o cognitivas las que afectan la problemática, sino que es necesario ubicar al alumno en el centro del sistema educativo y analizar su complejidad. Lo cierto es que el mundo, en constante cambio, cuestiona las aulas. Alumnos y docentes protagonizan un déficit de sentido. La escuela exige un cambio estructural y una verdadera transformación. Al ubicar al alumno en el centro del sistema, se puede analizar la permanencia desde tres variables que inciden: aprendizajes, emociones y expectativas. Desde esta perspectiva comienza a tomar relevancia el aula y lo que ocurre dentro de ella.
El aprendizaje tiene un rol preponderante en las escuelas. Sabemos que hoy el término “calidad educativa” está en boca de todos. Sin embargo, el concepto calidad también se ha modificado socio-históricamente y no implica lo mismo hoy que hace dos siglos. El mundo de hoy, milleniano y en continuo dinamismo, posee un conocimiento e información al alcance de todos. Es en este contexto donde lo estático, pasivo y rígido, tantas veces propio de la escuela, pierde sentido y el modelo de educación tradicional queda obsoleto. La sociedad del conocimiento comienza a reclamar habilidades y competencias que exigen nuevos enfoques pedagógicos, modernos e innovadores. Ya no se trata de un aprendizaje memorístico y enciclopedista sino la importancia de un saber hacer, aplicar conocimientos, resolver problemas y comprender para hacer frente a los desafíos de un futuro cambiante. El aprendizaje unidireccional se corre para darle lugar a un aprendizaje interaccional, con el alumno como coautor de sus propios aprendizajes.
Pero, ¿qué pasa cuando esto no sucede? Ocurre una desconexión entre lo que reclaman tanto el mundo como los propios alumnos, y la educación. El déficit de sentido de alumnos y maestros comienza a ganar espacio en las aulas y aumentan las posibilidades de exclusión y fracaso. Es así que, uno de los mecanismos para garantizar que los alumnos permanezcan en las escuelas es generar aprendizajes significativos, que adquieran valor y sentido en la vida de los alumnos, que les permitan creer que pueden transformar e intervenir la realidad en la que viven. Si el mundo y la escuela están conectados, asistir y permanecer comienza a tener sentido. A lo anterior se le suma el clima en el aula. El éxito de los alumnos no depende solo de factores cognitivos sino de los emocionales, que son esenciales para buenos aprendizajes. Cognición y emoción se interfieren, superponen y enriquecen constantemente.
La escuela tradicional, eminentemente racional, no dejaba ingresar las emociones al aula y estas se constituían como algo externo al aprendizaje. Sin embargo, las investigaciones demuestran que la experiencia emocional de lo que se vive en las aulas atraviesa a los alumnos. Cuando esta es negativa, las posibilidades de aprendizaje disminuyen y aumentan las posibilidades de fracaso y exclusión. Si, por el contrario, son positivas, favorecen el rendimiento y los aprendizajes se arraigan sólidamente. Sonia Fox (2013), menciona la necesidad de pasar a una educación lógico-emocional donde lo emocional no solo ingrese sino que de un lugar y se trabaje durante toda la trayectoria. Es por eso que para asegurar que los niños asistan a las escuelas y alcancen su máximo potencial se debe apuntar a una educación integral donde se logre un buen clima escolar propicio para el aprendizaje, de respeto, que dé lugar al error y con expectativas altas en los alumnos.
Las investigaciones demuestran que se genera en los alumnos un efecto Pigmalión, cuando el docente cree en ellos, ellos confían en sus propias capacidades. Cuando los docentes creen que todos pueden aprender y apuestan por sus alumnos, asistir a la escuela constituye un espacio de confianza donde vale la pena estar. Las percepciones de los alumnos con respecto a su futuro también cobran un lugar fundamental. La escuela demanda para los alumnos un esfuerzo y un tiempo que los alumnos debieran percibir que valen la pena invertir. Cuando un título no garantiza la posibilidad de ascenso social, terminar la escuela empieza a perder sentido. La inversión que significa para los alumnos deja de justificarse. Al respecto, Melissa Kearney y Phillip Levine buscan correlacionar la deserción en la escuela secundaria de chicos con bajos recursos con la brecha de desigualdad en sus contextos. Demuestran empíricamente que a mayor desigualdad, mayor es el nivel de deserción escolar. El estudio, realizado en Estados Unidos, demuestra que en estados muy desiguales socioeconómicamente un 25% de alumnos no termina en 4 años su escolaridad secundaria. A su vez, en Estados menos desiguales sólo ocurre esto en un 10% de los alumnos. Lo que queda plasmado es la relevancia de las percepciones y expectativas de los alumnos a la hora de permanecer en las escuelas. Las conclusiones sugieren que los alumnos toman decisiones educativas basadas en percepciones sobre el potencial de desarrollo futuro. Si perciben que el beneficio de permanecer en la escuela es bajo, no tienen suficiente incentivo para esa permanencia considerando el costo de oportunidad de «no estar», escaso. Esto demuestra la necesidad de trabajar en un sistema educativo que genere expectativas en el futuro de los alumnos, y además, en las autopercepciones y valoraciones de los propios alumnos, para lograr confianza en ellos mismos y optimismo para su vida futura. Aprendizajes, emociones y percepciones, nos muestran la necesidad de una escuela que brinde sentido a los alumnos. Apuntar a la verdadera inclusión requiere que, tanto políticos como sociedad, reflexionen sobre el tipo de educación que estamos brindando y avancen hacia una adaptación del modelo de escuela de hoy a uno donde los alumnos motivados quieran pertenecer y sientan que tiene sentido estar ahí, que terminar la escuela signifique una posibilidad de acceder a nuevas oportunidades en el futuro y una vida más plena.
Fuente: http://www.reduca-al.net/noticias