Por: Carmelo Marcén
Los árboles, los bosques, son auténticas aulas en las que aprender sobre la vida, sobre las relaciones. La conservación de estos ecosistemas va más allá de conservar un bonito paisaje.
Los bosques son aulas de naturaleza. Multitud de seres vivos conviven y compiten en complejas redes tróficas auxiliados por la luz y el agua. El seguimiento global de sus ritmos -la noche es diferente allí al día, las estaciones se atropellan-, así como el particular de los que lo componen -desde la diminuta bacteria o el hongo descomponedor que exhibe sus setas, hasta el árbol más insigne- es un libro abierto en el que siempre se aprende. Apetece darse una vuelta por los distintos bosques del mundo para entender sus voces y silencios. Por más que Hansel y Gretel, o Pulgarcito, conocieran un bosque de negrura y de abandonos. Durante mucho tiempo representaron lugares sagrados habitados por dioses, o allí donde los druidas o los nomos se encontraban. Ahora ya no.
Todavía cubren hoy -más o menos desarrollados y conservados- casi un tercio de la superficie del planeta. Tienen unos beneficios evidentes, como bien saben quienes viven cerca: alrededor de 1.600 millones de personas -que sostienen con ellos parte de su economía y dulcifican el día a día- y los animales, plantas y otros seres vivos que en ellos se acomodan (casi el 80% de las especies conocidas). Además extienden sus beneficios sociales y ecológicos por todo el mundo. Procuran materias primas imprescindibles para ciertas tareas constructivas o de consumo, protegen el suelo y evitan la desertificación, atemperan el clima y limpian el aire. Pero muchos -los bosques de Amazonía entre ellos- desaparecerán de aquí a 300 años, según leímos recientemente en la revista Nature. De ahí que la FAO pidiese hace un par de meses a los gobiernos de América Latina la reducción de la deforestación.
Por eso, todos debemos implicarnos en su conservación y mejora. Ha pasado mucho tiempo desde que el regeneracionista español Joaquín Costa, en una carta dirigida a los niños de una pequeña escuela de pueblo con motivo de la fiesta del árbol de 1904, abogaba por la dendrolatría (amor por los árboles); que ya practicaron antes Tolstoi con aquel roble en Guerra y paz o un poco más tarde Machado en su A un olmo seco. A pesar del tiempo transcurrido todavía es necesario volver a levantar la voz para reclamar su valor. La pomposa declaración del año 2011 como Año internacional de los bosques por la ONU se apoyaba en el reconocimiento de que estos ecosistemas y su ordenación sostenible contribuyen significativamente al desarrollo, a la erradicación de la pobreza y al logro de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM).
Hoy muchos niños, niñas y jóvenes de nuestras escuelas siguen plantado árboles coincidiendo con el 21 de marzo, su día mundial. Para animarlos tal vez les sirva el empuje afectivo de la lectura del cuento El hombre que plantaba árboles de Jean Giono, que narra cómo un incansable pastor logró crear un bosque, aunque tardase cuatro décadas. También pueden implicarse con sus profesores en iniciativas como la de Escuelas amigas de los bosques de Greenpeace.
•http://www.greenpeace.org/espana/Global/espana/report/bosques/un-paseo-didactico-por-los-bos.pdf