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Como ya es tradición, el martes 8, el presidente Peña Nieto convivió con los niños ganadores de la Olimpiada del Conocimiento Infantil. La ceremonia en Los Pinos se denomina Convivencia Cultural. En ésta, el Presidente y el secretario de Educación Pública, festejan a los niños más aplicados del país.
Hace unos años comentaba con una colega el valor de ese ceremonial. Ella pensaba que no debería existir, que lo ideal sería que todos los niños se desempeñaran bien, que todos caminaran al mismo ritmo, que no hubiera diferencias, que todos fueran destacados.
Es un ideal imposible de alcanzar, pienso. Cuando se quiere emparejar el desempeño de los estudiantes de manera artificial, por lo general es hacia abajo. Recuerdo de mis años de primaria, cómo nos incomodaban los niños aplicados, más si eran niñas. Quizá no lo reconocíamos como envidia, pero pienso que eso era lo que sentíamos; nos burlábamos de ellos y no pocas veces eran el blanco de la inquina de los más gandallas. “Aquí todos somos iguales”, parecía ser la consigna. Pero en el fondo siempre hemos rendido culto al individualismo.
El ritual de la Convivencia Cultural encomia dos tendencias que para algunos son antípodas. Por una parte, es un reconocimiento al esfuerzo de niños y maestros por hacer bien su labor. A los primeros por su dedicación al estudio, cumplir con horarios y tareas y, en consecuencia, obtener buenas calificaciones. A los segundos, por poner atención —a veces demasiada— a los niños que sobresalen.
Por otra parte, es un incentivo —“son un ejemplo”, les dijo el secretario de Educación Pública, Aurelio Nuño— para seguir por esa ruta, una invitación a ser mejores. Es un aplauso a la noción de competencia, a ser diferentes al resto de sus compañeros. Destacar, parece decir el mensaje del ceremonial, es una virtud.
Para mí no hay contradicción. No es cierto que todos seamos iguales. Hay diferencias en comprensión, lucidez, tiempo dedicado al trabajo (el holgazán existe), esfuerzo individual y, claro, en capital cultural. Quienes tienen más ventajas de origen disfrutan de mayores posibilidades de sobresalir.
No niego que haya una restricción de clase social. Las desigualdades sociales y culturales se reproducen. Por décadas, en la ceremonia que ideó Jaime Torres Bodet a comienzos de los 60, sólo eran premiados niños de clase media. Pero buena parte de esa clase migró a la escuela privada. Hoy, pienso, en las áreas urbanas (no en las marginales) hay cierta homogeneidad en el origen de clase social de los alumnos.
En los años 90, si no me equivoco, gracias a la insistencia del entonces subsecretario de Educación Básica, Olac Fuentes Molinar, se instituyó que en estas olimpiadas se incluyeran categorías y se seleccionara a los niños que obtuvieran los mejores desempeños en educación indígena (bilingüe y bicultural), en los cursos comunitarios del Consejo Nacional de Fomento Educativo (los pobres entre los pobres) y en Telesecundaria. No es el paraíso, pero es un reconocimiento a la pluralidad social y, sin que se les mencione, a los rezagos que padece el sistema educativo mexicano.
Para un niño de 12 años, entrar a Los Pinos era un verdadero privilegio. Me refiero a los tiempos de presidencialismo exacerbado y con una población menor a la tercera parte de lo que tenemos hoy. Quien saludaba al Presidente —y tenía la foto dándole la mano para demostrarlo— se trasmutaba en una celebridad, más aún si provenía de una ciudad pequeña. Eran foco de adulaciones y de orgullo de su familia y maestros de su escuela, aunque también había quienes los envidiaban más que antes de la premiación.
Hoy, quizá nada más sus familias festejen los 15 minutos de gloria de los campeones de esta olimpiada. ¡Pero de que lo merecen, lo merecen!
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