“Un enorme desafío por delante: cómo disminuir gradualmente el alto porcentaje de estudiantes de bajo rendimiento hasta acercarnos al promedio OCDE. El éxito dependerá de las políticas; de su calidad y pertinencia, de su diseño e implementación”.
La UNESCO, por ejemplo, promueve activamente una agenda educacional para el 2030, luego de cumplirse el año pasado el plazo acordado en 2000 para las metas del milenio. El objetivo fundamental de la nueva agenda sería asegurar equitativamente una educación de calidad para todos y oportunidades para aprender a lo largo de la vida. Propone que los países del mundo garanticen al menos diez años de educación obligatoria y gratuita, provista sin discriminación de ninguna especie, al término de los cuales todos los jóvenes logren los aprendizajes fundamentales, incluyendo un conjunto de destrezas de base definidas y evaluadas según estándares nacionales. Asimismo, acceso equitativo (no necesariamente gratuito) para que jóvenes calificados prolonguen sus estudios en el nivel terciario, el cual debe proveer oportunidades relevantes y diversificadas de formación. Además, los jóvenes y adultos deberían poder acceder y completar una educación o capacitación técnico-vocacional pertinente para el mundo del trabajo, así como disponer de oportunidades de aprendizaje a lo largo de la vida.
¿Son realizables estas metas mundialmente durante los próximos tres quinquenios?
Es poco probable. Hay todavía 57 millones de niños en edad de cursar la primaria y 69 millones en edad de cursar la secundaria en su tramo obligatorio que no asisten al colegio. Hay más de 750 millones de adultos (mayores de 15 años) que no saben leer ni escribir. Y entre quienes asisten a la escuela, lo veremos luego, una mitad o más de los estudiantes no supera, a los 15 años, el umbral mínimo de competencias cognitivas esperadas para su edad.
Con todo, puede decirse que el objetivo fijado por la UNESCO para 2030 es un anhelo de civilización y justicia que ayuda a orientar las políticas y los esfuerzos de los países. Por ejemplo, pone como condición que los países del mundo destinen un 6% del PIB a la educación y un 20% del presupuesto del gobierno para este fin, junto con priorizar a los grupos más desfavorecidos.
¿Cómo está Chile en relación con estos desafíos?
Un reciente informe (2015) de la OCDE y la CEPAL describe nuestro panorama educativo así: la matrícula en Chile supera el promedio regional latinoamericano en todos los niveles y se ubica próxima al promedio de la OCDE; la tasa de retención en primaria y secundaria se halla por encima del promedio OCDE; igualmente, la equidad del acceso según estatus socioeconómico es sustancialmente mayor que el promedio regional, especialmente en los niveles secundario y terciario, y lo mismo respecto a la igualdad de género. Adicionalmente, Chile obtuvo el puntaje más alto en la prueba PISA de matemática entre los países latinoamericanos, aunque bastante por debajo del promedio OCDE y con una significativa diferencia entre hombres y mujeres, y entre los estudiantes de los quintiles más rico y más pobre.
En cuanto al gasto comparativo, Chile se ubica entre los países con más alto gasto de la OCDE en relación al producto (de hecho, superior a la meta proclamada por la UNESCO para 2030), pero con un evidente desequilibrio en favor del gasto en el nivel terciario en relación con los niveles primario y secundario.
Todo esto muestra el lado positivo del panorama. Sin embargo, miradas las cosas más minuciosamente, uno descubre fallas, brechas e insuficiencias que modifican esa percepción positiva. Como señala la propia OCDE en un reciente estudio, “en 2012, 52% de los estudiantes de Chile tuvo un bajo rendimiento en matemáticas (media OCDE: 23%), un 33% en lectura (media OCDE: 18%), un 34% en ciencias (media OCDE: 18%), y un 25% en las tres materias (media OCDE: 12%)”.
Este es el lado negativo de nuestra escena educacional. Revela, en términos porcentuales, que el doble o más de alumnos chilenos en comparación con la OCDE no logra el nivel básico de conocimiento que se requiere para participar plenamente en una sociedad moderna. A esto se agrega el factor inequidad: un estudiante socioeconómicamente desfavorecido tiene una probabilidad seis veces mayor de tener un bajo rendimiento que un estudiante favorecido.
De modo que tenemos una base positiva para avanzar, pero un enorme desafío por delante: cómo disminuir gradualmente el alto porcentaje de estudiantes de bajo rendimiento hasta acercarnos al promedio OCDE. El éxito dependerá de las políticas; de su calidad y pertinencia, de su diseño e implementación.
¿Posee el Gobierno un plan a la altura del desafío? Definitivamente no. Las reformas de la administración Bachelet no apuntan a disminuir el bajo rendimiento. No hay una agenda (prioridades, hitos, instrumentos y recursos) con tal propósito para este cuatrienio. Más grave aún es la ausencia de una estrategia sustentable para los próximos 15 años. Al contrario, las propuestas y decisiones gubernamentales han introducido ruido en el sistema y creado desconfianzas e incertidumbre.
Quizá una visión menos parroquial y un debate más atento a la experiencia e ideas internacionales y a la evidencia comparativa puedan enriquecer nuestro propósito nacional y sentar las bases para un nuevo acuerdo educacional.