Autor: Gonzalo Chávez
Recomiendo leer este artículo a cuatro ojos, preferentemente padres e hijos. En ciertos periodos del año debo desarrollar ciertas habilidades de psicoanalista. Con frecuencia recibo amigos y padres de familia, con sus respectivos retoños, en búsqueda de orientación profesional. Me tomo muy en serio estas reuniones, pero infaliblemente, el mozalbete o la joven no están de acuerdo con que sus padres lo lleven a la universidad a hablar con un profesor sobre el tema, por lo que me ven como a un zombi entrometido.
Generalmente, los progenitores están genuinamente preocupados, porque el susodicho no quiere nada con nada, y está embarcado en formar una banda de rock pesado rumano o ha abrazado, fervorosamente, el movimiento de defensa de las abejas mozambicanas hermafroditas en peligro inminente de extinción. Por supuesto que el buen padre desea que el muchacho(a) sea un licenciado exitoso de bien planchado terno.
Indefectiblemente, los encuentros comienzan con un volapié sin anestesia. “Mi hija(o) está perdida. No sabe qué va a estudiar”. Obviamente, el hielo del ambiente se hace pedazos, pero lo peor aún está por venir y encenderá un feroz invierno en la miranda del joven, con la siguiente afirmación: “Más aún, este chico, no sabe qué va a hacer de su vida”. Por supuesto, el adolescente, con lo poco que le queda de niñez e imaginación, inmediatamente proyecta su vida, y se ve debajo de un puente municipal en ruinas tirado en el canal del olvido, devorado por gigantes moscas extraterrestres y me mira, nublado por la vergüenza, en busca de salvación. Pues ahora bien, vestido de súper héroe instantáneo, me lanzo al rescate y exclamo con los brazos en alto: ¡Gracias al bendito cielo que su hijo no tiene la más remota idea de lo que va a estudiar!. Si a los 18 años él supiera, con claridad meridiana, que va a hacer el resto de su vida, a mí me preocuparía muchísimo. Siempre respondo que la duda es un signo de salud mental en todas las etapas de la vida, pero sobre todo en la juventud. Sin embargo, ahora son los padres los que me ven no solo como a un zombi metiche, sino como a un zombi asesino nazi y depredador de futuros luminosos. Pero pasada la tormenta, comparto mi experiencia de más de 25 años de profesor y escribidor de domingo, como lo hago hoy con Usted amable lector.
Genuinamente, ofrendaría mi libro más querido de macroeconomía y mis discos de vinilo de Emerson, Lake and Palmer, para volver a sentir la sensación, de enorme libertad y sano miedo, que se produce cuando uno da el primer paso para elegir una carrera. Comenzar una profesión es una aventura maravillosa. Es un ejercicio de chocolate sublime de pasión. Confieso sin ningún rubor que descubrir una vocación no es una tarea sencilla. Uno no despierta un bello día de invierno y descubre que quiere ser economista, médico, abogado, ingeniero, administrador, antropólogo, ingeniero financiero o profesional de los negocios internacionales. Un primer buen paso es saber, que es solo que uno nunca sería, en mi caso, ni en mi tercera reencarnación me dedicaría a la medicina. Conozco gente que ni el día del huiro sería economista.
Segundo, es un mito el amor a primera vista con la carrera, más bien, conocida el área general, ciencias sociales en mi caso, más bien es un enamoramiento lento, saboreando cada materia cursada y a veces odiando, con la misma intensidad, al profesor y a la materia de Cuentas Nacionales. Ciertamente, son años de estudio sembrado de dudas e inseguridades. Es, como aprender a tomar buen vino, sorbo a sorbo, degustando todos los recovecos del tinto, hasta descubrir que si uno vino al mundo y no toma vino, ¿a qué vino?
Por lo tanto, una pasión profesional es construida en dosis homeopáticas. Digo más, creo que uno no es economista, administrador o sociólogo cuando termina su curso. En realidad, se “está” economista o ingeniero en cuanto uno mantiene la llama de la indignación intacta frente a los problemas de nuestra sociedad, y cultiva el virus de la inquietud intelectual buscando una constante actualización e innovación en la profesión. Pero sobre todo, se “está” economista o médico si uno “ama de pasión” el trabajo que hace. Lo mismo debe ocurrir para otras profesiones.
Tercero, a una temprana edad, las dudas son buenas y se van disipando, poco a poco, con información y experimentación. No se disuelven con una charla con su seguro servidor, siempre encantado de recibirlos o con cinco días en el trabajo de papá. La deliciosa enfermedad de la juventud sólo se cura con el tiempo, cuando se cura. En los mejores casos, el mal persiste por toda la vida. Por eso es recomendable elegir una universidad que ofrezca un programa flexible de materias en los dos primeros años, así un cambio de carrera no es costoso ni desde el punto de vista financiero ni desde la perspectiva del tiempo.
Cuarto, la diversificación de intereses es muy buena. En mis primeros años de estudio de economía estuve seducido seriamente tanto por la sociología como la historia, y la ciencia política me coqueteó descaradamente. Debo reconocer que fui presa fácil, cedí a las tentaciones y tomé muchas materias de estas otras ciencias. Esta experimentación enriqueció mi formación.
Me arrepiento de no haber cursado más materias de filosofía, emprendimiento, creatividad o tecnología. En mis épocas estas últimas materias recién se comenzaban a impartir, ahora existen muchas más posibilidades. Así que, hay que aprovechar estas oportunidades, porque ahora uno estudia no sólo para buscar trabajo, sino para crear empleos para otros, pero sobre todo para ser una buena persona. Así que padres e hijas, recuerden a que, como decía Ken Robinson, si no estamos preparados para equivocarnos, nunca se nos ocurrirá nada original.
Fuente: https://www.eldia.com.bo/index.php?c=Opini%F3n&articulo=%A1Socorro!-No–se-que-estudiar-&cat=162&pla=3&id_articulo=203041