Publicado originalmente en el Blog Contrapuntos de El Pais
Hace 40 años comenzaba una de las más brutales dictaduras de la historia latinoamericana.
Las dictaduras suelen ser indulgentes sólo para definirse a sí mismas, para narrar sus supuestas conquistas estabilizadoras, su perversa y asesina vocación por el orden, su obsesión macabra por el silencio y su sepulcral pulsión para subordinar la vida al imperio del terror. Esta, la dictadura que comenzó el 24 de marzo de 1976, se autoproclamó “Proceso de Reorganización Nacional” y arrasó la Argentina, 40 largos, dolorosos y heroicos años atrás.
Las dictaduras esconden sus brutalidades, pretenden maquillarlas con eufemismos de redención y sangrientas promesas de libertad. La dictadura argentina dejó miles de muertos, 30 mil desaparecidos, centenas de niños y niñas expropiados por torturadores, por policías, militares y civiles asesinos que hicieron del secuestro de la infancia uno de sus crímenes más repugnantes, una de sus perversiones más inconfesables. La dictadura argentina dejó miles y miles de exiliados, familias destruidas, personas iguales a Ud, a mi y a cualquier otra, sumergidas en el sufrimiento y en el dolor más infinitos, si es que hay un límite o una medida para el sufrimiento y el dolor humanos. La dictadura dejó un país destruido, arrasado por el atraso, por la mentira y el oprobio, herido por la vergüenza y marcado por la ignominia, pero dispuesto a renacer, a revivir y a superarse. Un país capaz de crearse a sí mismo, a inventarse una vez más, como tantas otras, sabiendo que le podían haber robado casi todo, menos su dignidad.
Y la Argentina se reinventó, construyendo su democracia, como todas las que conocemos, incompleta, defectuosa e imperfecta, pero que supo defender en las calles, movilizando a los que siempre habían luchado para conquistarla y a los que aprendieron a defenderla, sabiendo que de ella dependía su futuro de esperanza y libertad.
No siempre es fácil ni quizás sea necesario reconocerle a un país su capacidad para superar la barbarie, para regresar del abismo del horror. Sin embargo, cualquiera que tenga la osadía de entender lo que ocurrió en la Argentina en los últimos 40 años, deberá tener también la capacidad de no perder de vista la complejidad, los intersticios y curvas, las opacidades y claroscuros del proceso de afirmación de una identidad nacional que debió reponerse del brutal genocidio comandado desde su propio Estado.
La Argentina renació y lo hizo gritando “Nunca Más”. Se atrevió a hacer lo que pocos países hicieron con sus genocidas: los juzgó y los condenó. Hizo también después, lo que muchos países hicieron con sus genocidas: los perdonó sin otra justificación que la de proclamar el triunfo de la impunidad. Más tarde, empecinada en rehacerse a sí misma, hizo lo que ningún país probablemente tuvo el coraje de hacer: deshizo la impunidad, se recompuso del nocaut que el silencio le había propinado a la verdad, y con la valentía que esgrimen los que no se conforman con el falso perdón de la historia, volvió a condenarlos. Y lo sigue haciendo, aún hoy, 40 años después, por asesinos, por expropiadores de niños y niñas, por genocidas, por haber usado el Estado como instrumento de terror, por haber violado en todos y cada uno de sus actos, la base que debe sustentar una república democrática: los derechos humanos.
No creo que la Argentina deba ser considerada mejor que cualquier otro país por hacer de la lucha por la memoria, la verdad y la justicia uno de los pilares de su nueva identidad como nación soberana. Sin embargo, si se multiplicara su ejemplo en el combate a la impunidad, podría ayudar, y mucho, a que América Latina fuera una región más justa.
La Argentina que juzgó y sigue juzgando a los genocidas y dictadores, rememora hoy los 40 años del golpe militar de 1976, en un contexto especial. Pocos seguramente imaginaron que una parte de los homenajes a la lucha contra la dictadura fueran realizados por el gobierno de un partido conservador, el PRO, formado por dirigentes que poco y nada han hecho en la lucha contra la dictadura, que ha expresado su decisión de enfrentar con mano dura las manifestaciones populares y que cuenta con el apoyo de una de las fuerzas políticas democráticas que promovió el histórico juicio a las juntas militares que comandaron la última dictadura militar, el Partido Radical de Raúl Alfonsín. Menos aún, quizás nadie haya imaginado que un día tan emblemático en la lucha por los derechos humanos, sería recordado en la Argentina por la visita del presidente Barack Obama, primer mandatario de un país que, hasta la llegada de Jimmy Carter a la presidencia, apoyó, promovió y dio la cobertura internacional necesaria a todas las dictaduras latinoamericanas. Un país que carga sobre sus espaldas la oprobiosa historia de un continente que vivió bajo la violencia de los golpes de estado y la intervención militar externa buena parte de sus más de 200 años de independencia. ¿Quién hubiera dicho que sería Barack Obama el que, ante el mundo, recordara nuestros muertos, paseando en silencio por el Parque de la Memoria, a orillas de ese río inmenso e inmutable, donde centenas de argentinos y argentinas fueron lanzados desde aviones militares con el apoyo o la complicidad de la Casa Blanca?
El gobierno norteamericano ha prometido desclasificar los documentos que ponen en evidencia las relaciones entre ese país y la dictadura argentina. El Vaticano, también. Surgirán así nuevas y valiosas evidencias acerca de cómo se construyó la arquitectura de un Estado asesino. Pruebas que servirán para hacer justicia y no olvidar. Quizás, cuando estos documentos se conozcan, el gobierno de Estados Unidos y el Vaticano pedirán perdón al pueblo argentino por la violencia cometida y porque no siempre evitaron que se llevaran a cabo las atrocidades que le costaron la vida a miles de ciudadanos inocentes. O quizás no dirán nada, aunque la información desclasificada ayudará a seguir exigiendo el necesario castigo a todos los culpables, dentro y fuera del país. Las violaciones a los derechos humanos no pueden prescribir porque, cuando lo hacen, la impunidad se institucionaliza como un perverso y macabro salvoconducto que protege a los homicidas e inmuniza a las sociedades del horror que deberían generar los delitos cometidos.
Hoy, mientras Barack Obama esté viajando a la ciudad de Bariloche, rodeada de lagos y montañas de una belleza incomparable, centenas de miles de argentinos y argentinas saldrán una vez más a la calle a gritar “Nunca Más”, Irán a la Plaza de Mayo, a las plazas de cada ciudad y de cada pueblo, junto a las Abuelas y a las Madres de la esperanza, a exigir que los golpes y las dictaduras jamás se repitan en la Argentina ni en ningún otro sitio. Marcharán, sabiendo que la justicia no es necesaria sólo para reparar las heridas, sino fundamentalmente para evitar que la barbarie vuelva a repetirse. Caminarán, juntos, tomados de la mano, abrazados, como siempre lo hicieron, soñando con un país mejor, con el país que ellos, sus hijos y sus hijas merecen. Marcharán hacia el futuro, iluminados por la memoria.
Posdata: Rindo aquí homenaje a tres grandes intelectuales a quienes he tenido el honor de suceder en la dirección del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales: Aldo Ferrer, Enrique Oteiza y Francisco Delich. Ellos comandaron CLACSO durante los sucesivos golpes de estado que tuvo América Latina entre 1967 y 1983. Hace ya 50 años, CLACSO fue creada a instancias de la UNESCO como una institución que debía contribuir con la cooperación académica y el desarrollo de las ciencias sociales en el continente. Las dictaduras e intervenciones militares impidieron que se cumpla plenamente esta función, aunque hicieron de CLACSO una organización internacional que, aprovechando su relativa inmunidad, con sus programas y acciones, permitió salvarle la vida a centenas de intelectuales que escapaban de la persecución dictatorial en sus propios países. Fueron años difíciles y peligrosos, en los que Ferrer, Oteiza, Delich y sus equipos de trabajo cumplieron una valiente e imprescindible función. No fueron, claro, los únicos. La historia de nuestras dictaduras es también la historia del heroismo de los que lucharon contra ellas, defendiendo la vida y la libertad. Nuestros países han cambiado mucho. CLACSO, también. Sin embargo, somos herederos y deudores del coraje y de la convicción con que ellos lucharon por permitirnos llegar hasta aquí. Fueron esos los años en que aprendimos que si las ciencias sociales no sirven para luchar por la memoria, la justicia y la verdad, corren el riesgo de transformarse en cómplices de la opresión. Hoy, CLACSO marchará y se movilizará, como siempre, en defensa de la democracia, los derechos humanos y la igualdad.