La economía conductual habla de decisiones individuales y colectivas que pueden ser dirigidas, apoyándose en mensajes que ayuden a reforzarlas desde una perspectiva positiva, y no desde una perspectiva negativa o de castigo. Esa idea, la reflejan con la palabra «nudge» que significa «empujón«. Para lograr que alguien escriba, por ejemplo, en la escuela o en el liceo, más que cuestionarle que no lo haga, podríamos animarles a que se descubran a si mismos en el ejercicio de contar algo que les interesa o inquieta, para que otra persona que puede sentirse identificada con eso, lo lea.
Quiero contar hoy algunos pequeños empujones que he recibido para escribir.
A la edad de ocho años escribí un cuento. Creo que se llamó «La Casa». Tal y como si estuviera haciendo un ejercicio de escritura creativa, el personaje principal era una casa cuyas texturas intentaron ser recreadas en mis palabras tal y como una niña de ocho años podía hacerlo. En el espacio de la casa sucedían las aventuras de un grupo de niños que la visitaban en sus tardes de vacaciones escolares, y fue este espacio el que, año tras año, los vio crecer hasta su demolición algunas décadas después.
Aunque el reclamo de mi mamá sobre haber robado la idea a mi hermano, cinco años mayor que yo, de tomar una cosa como personaje de una historia breve e, incluso, tomar las célebres palabras de «En un lugar, cuyo nombre no quiero acordarme…» como inicio del texto, hoy día, con algunos libros más de lectura encima, reivindico la imitación como una forma creativa de escritura que, lamentablemente, está reñida con valores individualistas de logro y crecimiento sobre los cuales se fundan nuestras instituciones sociales por excelencia: la escuela y la familia.
Años después, en nuestros primeros días de universidad, un compañero me pidió le mostrara los poemas que escribía y, aunque no tal cosa era cierta, su empujón me animó a escribir cosas en formato de poema y con el tiempo fui mostrándoselas no sin mucha expectativa sobre su opinión. Vista desde lejos, entiendo su llamado como un recordatorio de que una actitud crítica hacia la realidad debe acompasarse con una escritura de las ideas. Escribir las cosas que pensamos, cómo las pensamos y articularlas de modo grueso, torpe al inicio, para irlas refinando poco a poco después, he aprendido es parte de lo que complementa el ejercicio analítico y crítico sobre la realidad circundante, hasta hacerlo trascender en de nuevo en obras.
Esa costumbre, la de escribir versos, aunque sin ninguna formación previa ni dedicación exhaustiva a la métrica ni la rima, me ha acompañado, de modo intermitente en los últimos veintiséis años. Y en este tiempo, muchas otras personas me han empujado gentilmente, aún sin saberlo, a escribir sobre otras cosas y en otros formatos.
Como docente y acompañante de procesos de formación de otros, vengo redescubriendo la importancia que tiene el darles esos pequeños empujones para que se permitan trascender sus pensamientos a través de la escritura. Escribir es para mi, ahora más que nunca, un acto de fe que cifra la voluntad que lo conduce en la expectativa del interés que puede despertar en el que lee.
En este acto de fe, los detonantes que activan el ejercicio de la escritura no siempre son los mismos y suelen ser estacionales: a veces ocurren y a veces no. Sin pretender dictar cátedra sobre la escritura, si diré que, como aprendiz, creo que los disparadores de la escritura nunca deben permanecer ocultos a aquellos que buscamos nos lean. Así, buscar en otros el inicio honesto en el oficio de poner en negro sobre blanco de lo que pensamos pasa, en mi opinión, por insistir en que las motivaciones de la escritura deben aparecer de forma clara, al menos en los primeros borradores. Saber por qué queremos escribir lo que vamos a escribir, ayuda a comprender no sólo el trabajo mismo de hacerlo, sino también comprendernos en nuestro rol de escribientes.
Esos pequeños empujones que otras y otros me han dado para animarme a escribir sobre lo que me inquieta creo que han sido demostraciones de que tal acto de fe se refleja en un acto de espera por leer lo que pueda tener inquietud por escribir. Entonces, y siguiendo los símiles religiosos, si escribir es un acto de fe, leer termina siendo un acto compasivo como Milan Kundera la describió: la compasión como un compartir la pasión. Esa pasión compartida termina habitando en muchos, por el piadoso acto de la lectura que conecta, sobre la vía de prosa o verso, desde aquel primer empujón para escribir, hasta la compasión del leer.