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Desde sus primeros pasos el movimiento estudiantil ha hecho de la democracia una impronta viva de su lucha. Por allá en la Córdoba de inicios del siglo XX la ola “reformista” convocó a una huelga general de estudiantes acompañada del pueblo para exigir una administración más democrática en la universidad: acabar con cargos vitalicios y con el carácter confesional de la formación académica, respetar las decisiones de los estamentos y darles protagonismo en las decisiones de afectación común, eso que se llamó cogobierno, y una serie de reivindicaciones que hicieron eco a lo largo y ancho de Nuestra-América.
Con el tiempo esta herencia se difundió y a la vez que se enraizaba en luchas concretas fue perfilando matices y profundizando las demandas. Fueron sumándose peleas que ya no sólo aludían a la democratización de los asuntos del gobierno universitario (la pelea por el cogobierno que aún está por ganar), sino que se fueron abriendo espacio a las peleas por el acceso democrático del pueblo trabajador a la universidad pública, que pasa por la garantía de su permanencia y estabilidad, el empuje porque la administración de los recursos públicos se dé bajo el control y la veeduría multiestamental, el impulso para que el saber de la academia desborde sus límites institucionales y salga de sí arriesgándose a producir nuevo saber emanado del contacto sociedad-universidad, la promoción de formas efectivas de poder estudiantil en nuestras instituciones de estudio y una serie de reivindicaciones que han sido englobadas bajo el proyecto de construir y profundizar la democracia universitaria.
Pese a esto en el movimiento estudiantil parece seguir viva una inconsistencia que llega como legado de las viejas fórmulas de la política que cierta izquierda recibió y aprobó sin reparo: Las reivindicaciones por la democracia carecen de correspondencia con un análisis crítico de las prácticas propias que usualmente redundan en fórmulas autoritarias que se materializan tanto en la vida orgánica de nuestros proyectos políticos como en los espacios que incluyen al mundo complejo del movimiento estudiantil.
Esta inconsistencia llega a niveles de lo absurdo. Por ejemplo, mientras se tachan las elecciones a cargos directivos (rectorías, decanaturas etc.) de la universidad como autoritarias, se construyen a puerta cerrada estructuras y cargos directivos que se autoerigen como representantes legitimas de las estudiantes sin si quiera consultarlas; mientras se exige retóricamente el protagonismo de la comunidad universitaria, se deposita una fuerza mínima en los espacios gremiales y amplios que sin permiso van germinando y posicionándose; mientras se dice defender la autonomía, con facilidad se saltan definiciones asamblearias o se sabotean aquellas decisiones que no son de la conveniencia de mi propio sector, y así podríamos dar continuidad a un repertorio común que no se salva de los ismos conservadores propios de la derecha que hemos identificado, por lo menos discursivamente, como contraria: machismos, sectarismos, mesianismos, en fin.
Hoy, en el contexto actual signado por la penetración y profundización del neoliberalismo, repensar la democracia como proyecto y como práctica cotidiana se hace más que urgente para enfrentar el progresivo desmonte de los derechos y las victorias ganadas antaño por las luchas que protagonizaron estudiantes, trabajadoras y el pueblo en general. La democracia no puede estancarse como un eslogan vacuo que nos permita ganar empatía con amplios sectores, sino debe ser una forma cotidiana de afirmación del poder de lo colectivo para decidir y orientar nuestras propias vidas, como principio de lucha que pueda prefigurar en el ahora y en nuestros propios proyectos organizativos la anhelada transformación social. En definitiva, debe ser una práctica constante de rebelión contra el autoritarismo que niega la pluralidad en los procesos de construcción, que centraliza la acción y que es, además, útil a las tendencias que quieren hacer de los derechos fundamentales una mercancía.
Nuestra reflexión final es simple: Tenemos el desafío de reconstruir un movimiento estudiantil radicalmente democrático y con un espíritu humilde y transformador para hacer de la autocrítica el móvil permanente de la lucha. Sólo así lograremos proscribir la antidemocracia que corroe hoy las luchas por la democracia.
Nota Final: Aunque la reflexión propuesta se presenta a modo general está inspirada en un hecho puntual que nos interesa señalar y rechazar públicamente: recientemente la Organización Colombiana de Estudiantes (OCE), espacio estudiantil del MOIR, convocó al V Encuentro Nacional de Representantes Estudiantiles (ENRE) de la Educación Superior con el objetivo expreso de constituir una organización gremial a nivel nacional de las estudiantes que paso a llamar Asociación Colombiana de Representantes Estudiantiles de Educación Superior (ACREES). A este encuentro sólo fueron invitadas representaciones afines y abiertamente pertenecientes a la OCE, las reuniones preparatorias se hicieron a espaldas de otras fuerzas y finalmente se autoerigieron como constructores de la organización gremial de las estudiantes, repartiéndose entre ellos los puestos directivos y de representación, definiendo, en un acto de suma ironía, principios como la amplitud y la pluralidad, la democracia, flexibilidad, independencia y representatividad.[1]
La denominada ACRES y las prácticas que hoy protagonizan fuerzas políticas como la OCE son muestra del autoritarismo y el sectarismo más dañino que ha venido destruyendo desde hace tiempo al movimiento estudiantil.
Acción Libertaria Estudiantil (ALE)
Proceso Nacional
Septiembre 2016
[1]http://lasillavacia.com/silla-llena/red-de-la-educacion/historia/acrees-57802