Dado el desamparo que se extiende en Brasil y en la humanidad actual es urgente rescatar el sentido liberador de la utopía. De hecho, vivimos en el ojo de una crisis del orden político y del tipo de democracia que tenemos, y aún más: de una crisis de civilización de proporciones planetarias.
Toda crisis ofrece posibilidades de transformación, así como de riesgo de fracaso. En la crisis, el miedo y la esperanza, las expresiones de rabia y de violencia real o simbólica se entremezclan, especialmente en este momento crítico de la sociedad nacional, y en el plano internacional debido a los 40 focos de guerra y al hecho de que ya estamos dentro del calentamiento global.
Necesitamos esperanza. La esperanza se expresa en el lenguaje de las utopías. Estas, por su misma naturaleza, nunca se van a realizar plenamente. Pero nos mantienen caminando. Lo dijo muy bien el escritor irlandés Oscar Wilde: «Un mapa del mundo que no incluya la utopía no es digno de ser mirado, pues ignora el único territorio en el que la humanidad atraca siempre, partiendo de nuevo hacia una tierra aún mejor». Entre nosotros observó acertadamente el poeta Mario Quintana: «Si las cosas son inalcanzables… / no es motivo para no quererlas / Qué tristes los caminos si no fuera por / la mágica presencia de las estrellas».
La utopía no se opone a la realidad, pertenece a ella, porque esta no está hecha solo de lo que es dado, sino de lo que es potencial y que algún día podría transformarse en dado. La utopía nace de este trasfondo de virtualidades presentes en la historia, en la sociedad y en cada persona.
El filósofo Ernst Bloch acuñó la expresión principio-esperanza. Por principio-esperanza, que es más que la virtud de la esperanza, él entiende el potencial inagotable de la existencia humana y de la historia que nos permite decir no a una realidad concreta, a las limitaciones espacio-temporales, a los modelos políticos y a las barreras que limitan el vivir, el saber, el querer y el amar.
El ser humano dice no porque primero dijo sí: sí a la vida, al sentido, a una sociedad con menos corrupción y más justa, a los sueños y a la plenitud ansiada. Aunque siendo realista no entrevea la plenitud total en el horizonte de las concreciones históricas, no por eso deja de desearla con una esperanza que no decae nunca.
Job, casi a las puertas de la muerte, podía gritar a Dios: “aunque Tú me mates, aún así espero en Ti”. El paraíso terrenal narrado en el Génesis 2-3 es un texto de esperanza. No se trata del relato de un pasado perdido que añoramos, sino que es más bien una promesa, la esperanza de un futuro a cuyo encuentro estamos caminando. Como comentaba Bloch: «el verdadero Génesis no está al principio sino al final. Sólo al terminar el proceso evolutivo serán verdaderas las palabras de las Escrituras: “Y vio Dios que todo era bueno”». Mientras evolucionamos todo no es bueno, sólo perfectible.
Lo esencial del cristianismo no reside en afirmar la encarnación de Dios, otras religiones también lo han hecho, sino en afirmar que la utopía (lo que no tiene lugar) se volvió eutopía (un lugar bueno). Hubo alguien en quien no solo fue vencida la muerte, lo que ya sería mucho, sino que ocurrió algo mayor: todas las virtualidades escondidas en el ser humano, se hicieron realidad. Jesús de Nazaret es el “Adán novísimo” en la expresión de san Pablo, el hombre oculto ahora revelado. Él es solo el primero entre muchos hermanos y hermanas; nosotros le seguiremos, completa san Pablo.
Anunciar tal esperanza en el sombrío contexto actual de Brasil y del mundo no es irrelevante. Transforma la eventual tragedia de la política de la Tierra y de la humanidad, debido a la disolución social y a las amenazas sociales y ecológicas, en una crisis purificadora.
Vamos a hacer una travesía peligrosa, pero la vida estará garantizada y Brasil, así como el Planeta, todavía se regenerarán y encontrarán un camino de esperanza que nos abra un futuro esperanzador.
Los grupos portadores de sentido, las filosofías, los partidos con propuestas sociales bien fundadas y principalmente las religiones y las Iglesias cristianas deben proclamar desde lo alto de los tejados esta esperanza.
Para los cristianos, la hierba no creció sobre la sepultura de Jesús. A partir de la crisis del viernes de la crucifixión, la vida triunfó. Por eso la tragedia no puede escribir el último capítulo de la historia ni de Brasil ni de la Madre Tierra. Este lo escribirá la vida en su esplendor solar.