Por: María Luciana Cadahia
Desde hace unas semanas, a raíz de las declaraciones críticas de Lander sobre la situación en Venezuela y el papel del gobierno, se ha suscitado un debate en el interior de la izquierda latinoamericana. Intelectuales como Sarlo, Gargarella y Svampa –avalados por pensadores como Quijano, Mignolo, Walsh, Altamirano, Modonessi, etc..- salieron a respaldar la postura de Lander y redactaron un comunicado que, además de condenar la violencia de los últimos meses, hacen un llamado a profundizar la democracia en Venezuela. A primera vista no habría motivos para no estar de acuerdo con ambas premisas y celebrar el gesto de pensar públicamente lo que sucede en Venezuela desde dentro del campo de la izquierda -aunque también es cierto que resulta sospechoso poner en el centro del debate solamente a este país-. Uno de los grandes logros de la izquierda latinoamericana ha consistido en asumir el fracaso de la vía armada y violenta como mecanismo emancipatorio y la importancia de disputarle a la derecha el sentido de la democracia y las instituciones en nuestros países. Sin embargo, este comunicado fue visto con muy malos ojos por muchos de quienes han apoyado los procesos latinoamericanos de la última década –mal llamado ciclo progresista-. Figuras como Grosfoguel o Dussel han salido a denunciar la actitud de estos intelectuales, al punto de acusarlos de colaboracionistas del imperialismo. Preocupados por el retorno de la derecha en la región, algo que todos compartimos, asumen que cualquier crítica a nuestros procesos no haría otra cosa que fortalecer la avanzada de la derecha neoliberal y debilitaría aún más la lucha del campo nacional y popular.
Ahora bien, ¿no hay signos de agotamiento en la forma como se ha polarizado esta discusión? Y aquí me gustaría hacer una distinción entre polarización y antagonismo. Creo que lo primero nos sitúa en una posición identitaria. Al asumir que las posturas son irreconciliables se corre el riesgo de adoptar la actitud del polemista, a saber: elaboraré todos mis argumentos para reforzar mi posición y lanzaré todo tipo de acusaciones a quien no comulgue conmigo. El inconveniente de esta actitud -el problema de esta forma de positivizar las tensiones- es que terminamos por caer en una lógica defensiva y superficial que no modifica en absoluto el campo de fuerzas sobre el que deseamos intervenir. La actitud antagónica, en cambio, si bien asume la tragicidad de toda apuesta política -la irreductibilidad de los puntos de vista y la imposibilidad de “ponernos de acuerdo”- sabe que existe un juego de la representación que une a los dos polos en tensión. Dicho en términos hegelianos, no puedo oponerme a un otro si no comparto aquellas mediaciones por las cuales descubro esa diferencia de posición.
Por todo esto, celebro y promuevo la invitación de cierto sector de la izquierda a criticar la polarización con respecto a Venezuela, pero en un sentido muy distinto al que se ha propuesto en el comunicado. No se trataría tanto de ir “más allá de la polarización”-lo cual genera la ficción de un lugar sensato y neutral sin haber removido un ápice el nudo ciego del conflicto- como de “despolarizar” el debate. Y esto supone asumir un trabajo honesto con varios de los automatismos instalados en las distintas sensibilidades de izquierda de la región. Me parece que nuestro trauma oscila entre dos pulsiones, es decir, entre la «huida hacia adelante» y «el terror hacia lo existente». La primera, tendiente a «tirar para adelante» a toda costa, a sabiendas que el enemigo es muy grande y poderoso, corre el riesgo de empobrecerlo todo. Esto me recuerda la lógica de la mafia italiana: en ese intento por cuidar de un «nosotros» terminamos por cargárnoslos a todos, hasta que ese nosotros se convierte en una figura fantasmática sin espesura material. Podríamos decir que la lógica inmunitaria empieza a comérselo todo por dentro y las relaciones de poder acaban por obturar cualquier imaginación política. Pero me parece que también hay que trabajar la otra pulsión, esa especie de alergia inmediata hacia los proyectos populares que asumen la forma-Estado y dan lugar a experiencias de gobierno. Creo que allí se corre el riesgo de instalar la lógica inmunitaria de la paranoia, a saber: desconfiemos de toda fuerza política popular que gobierne y pongamos nuestro olfato detectivesco para vislumbrar el momento en que la causa popular es traicionada por el poder. Así, uno se sitúa en el cómodo lugar del lúcido desencantado, a la espera de encontrar el momento propicio para anunciar: “Se los dije. Esto iba a fracasar”. Creo que esta anticipación al fracaso como mecanismo de seguridad de mi propio lugar de enunciación también debe ser problematizado. Digamos que ambas paranoias intelectuales terminan por obturar las conexiones sensibles de todo proyecto emancipador. En un caso, ante la figura de un enemigo externo. En el otro, ante un enemigo interno que traiciona desde dentro la causa popular.
Lo que resulta llamativo de todo este debate –por no decir síntoma- es la tímida intervención de quienes pertenecemos a la nueva generación de la izquierda en la región. No me refiero solamente a los jóvenes militantes y académicos, sino también a los escritores, artistas y diferentes trabajadores de la cultura. Como los nuevos herederos de la izquierda latinoamericana es urgente empezar a construir una voz sobre lo que está sucediendo en la región. En cierta medida, este texto es una invitación para empezar a construir esta voz en colectivo. Y esto me lleva a una serie de preguntas sobre las que me gustaría reflexionar aquí: ¿La nueva izquierda latinoamericana se identifica sin más con esta forma de polarizar el debate? ¿Hay algo que nuestra generación pueda hacer para encauzar la discusión hacia lugares que todavía no han sido pensados? ¿Cómo vamos a asumir este legado y de qué manera nos vamos a posicionar? Nosotros no vivimos los convulsionados años 70’, muchos nacimos con el retorno de las democracias en el Cono Sur y crecimos en la fiesta neoliberal de los 90’. El proceso nacional y popular de los últimos años nos encontró muy jóvenes y nos obligó a reconfigurar nuestros sentidos comunes sobre el rol del Estado, las instituciones, los movimientos sociales, la democracia y el sentido de la emancipación colectiva. Si bien las generaciones anteriores nos dieron las pistas para leer todo lo que estaba pasando por fuera del ethos neoliberal que nos había constituido ¿no supone esta experiencia epocal un tipo de sensibilidad política diferente a la de nuestros predecesores? Por supuesto que esta diferencia no tiene por qué significar una ruptura o polarización –lo cual reiteraría aquello que me gustaría poner en cuestión aquí- sino la posibilidad de comprender que nuestras propias biografías nos sitúan en una posición distinta. Y esto significa empezar a reflexionar sobre el lugar de enunciación que estamos configurando de manera tímida y dispersa. Me parece que si bien somos herederos de esta polarización entre autonomistas –defensores de la autonomía horizontal de los movimientos sociales como el verdadero lugar de la emancipación- e identitarios- convencidos de que la identidad gubernamental de los procesos nacionales y populares no deben recibir ningún tipo de crítica -, creo que estamos en condiciones de remover estos sentidos comunes y hacer un aporte reflexivo a la discusión.
Aunque es importante repensar la escalada de violencia en Venezuela y la necesidad de profundizar los mecanismos democráticos mencionados en el comunicado, no comulgo con el lugar de enunciación desde el cual el comunicado asume la crítica al régimen bolivariano. Se deja ver allí un tufillo liberal de élite, tan desgastado como la posición de sus detractores. Seguir insistiendo en que la causa de la crisis en Venezuela se debe a la figura del líder autoritario, la opresión a la autonomía de los movimientos sociales y el rechazo a pensar por fuera del extrativismo patriarcal y estatal, es seguir repitiendo un libreto que distorsiona la lectura del campo de fuerzas geopolítico y regional -por no decir que comulga con la sensibilidad liberal de derecha-.
Resulta un poco paradójico que, ante los momentos críticos de las experiencias del campo nacional y popular en la región, este comunicado asuma las premisas de la lógica liberal representativa, muy cercana a la narrativa de las transiciones democráticas de los 80’ en el Cono Sur. Narrativa que tuvo por finalidad neutralizar las prácticas y procesos emancipadores de los años 60’ y 70’. Llama profundamente la atención que intelectuales interesados por construir un pensamiento alternativo a la lógica occidental –aunque tenga mis reparos con esta estrategia- terminen firmando un comunicado de estas características. Y creo que esto descansa en cierto vicio muy arraigado en nuestro ethos latinoamericano, a saber: la forma del gran fracaso. Una tendencia a la bipolaridad que oscila entre la creencia de que estamos haciendo algo completamente excepcional y por fuera de cualquier lógica conocida y el pesimismo generalizado de que todo se ha echado a perder de manera radical. Esta oscilación entre el gran entusiasmo y la gran derrota es una forma de sensibilidad que nos tiene atrapados y sobre el que pivotea la polarización que acabo de mencionar. La cuestión sería cómo salir de este círculo vicioso, sin caer en este otro vicio tan arraigado: la autocrítica. E sa exégesis de la “autocrítica”- tan cristiana, tan narcisista, tan retorcidamente autocomplaciente- y que nos impide estar más atentos a esas conexiones sensibles que el campo nacional y popular no deja engendrar una y otra vez. Estos últimos años de producción intelectual y política latinoamericana nos ha dado las herramientas para descubrir los tipos de racionalidades y sensibilidades que se han ido tejiendo alrededor de nuestras gubernamentalidades populares. Allí está la clave para descubrir los límites y posibilidades de esta vocación republicana-plebeya de ampliación popular de derechos y generar las condiciones para un uso social del capital-económico, simbólico, político, etc-. Claro que Venezuela necesita más democracia pero no habremos dado ni un paso si volvemos a caer en la lógica de la gran derrota. Es en lo mejor de nuestro legado republicano y emancipatorio del siglo XIX, en nuestras experiencias populistas de principio de siglo, en las actuales experiencias nacionales y populares de la región donde vamos a hallar la lógica material sobre la cual radicalizar aún más nuestras democracias. Pero tampoco habríamos dado un solo paso si no podemos crear las condiciones críticas para poder pensar preguntas como:
1. ¿Por qué no podemos construir una voz para decir que Lenin Moreno es un giro al centro consensualista y liberal sin ser acusados de traición a la causa popular?
2. ¿Por qué no podemos construir una voz para decir que la tendencia identitaria argentina termina por agotarse en sí misma?
3. ¿Por qué no decir que la miopía del MAS no deja verles las opciones que todavía tienen de generar nuevos aires y mostrarse renovados de cara a las próximas elecciones en Bolivia?
Pero también:
4. ¿Por qué no asumir que hay algo sospechoso en la pulsión de castigo a la situación de violencia generalizada en Venezuela sin poner esa misma pasión para hablar de Brasil, México o Colombia?
5. ¿Por qué no hacer un manifiesto regional que ponga todas las fichas de poder sobre el tablero y no las clásicas afirmaciones del líder autoritario y de la traición hacia lo popular?
6. ¿Por qué no partir de la consiga “fracasa mejor” en vez de instalar la postura del “te dije que íbamos a fracasar”?
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=227819&titular=el-significante-venezuela-y-la-nueva-generaci%F3n-de-izquierda-latinoamericana-