Por: Raúl Zibechi
Aunque gane las presidenciales en 2018, como lo indican las encuestas, y eluda el encierro en una celda, el expresidente Lula no tiene condiciones económicas y políticas para revivir el “milagro” que le permitió mejorar la situación de los pobres sin tocar a los ricos. Su hipotético gobierno no contaría con las bases empresariales, militares y sociales que dieron vida al proyecto Brasil-potencia. |
Lo que mantiene al gobierno de Temer es la respiración asistida de dos partidos: el suyo (PMDB), maestro en los malabares de una gobernabilidad trucha; y el socialdemócrata de Fernando Henrique Cardoso (PSDB), que, increíblemente, sostiene a un gobierno corrupto con el pésimo argumento de que si cae las cosas serían aun peores.
Sin embargo el propio Cardoso tomó distancia del gobierno, dando marcha atrás a declaraciones hechas apenas tres días antes, y le exigió “un gesto de grandeza” a Temer para que renuncie y anticipe las elecciones generales (Brasil 24/7, 17-VI-17).
Resulta evidente que la política brasileña atraviesa una situación sumamente compleja, y sobre todo imprevisible. Dos factores de poder, como la cadena Globo y el ex presidente Cardoso, demandan la salida del presidente que lucha denodadamente por permanecer en el cargo contra viento y marea. Lo peor es que puede conseguir llegar al fin de su mandato, algo que habla muy mal de la clase política norteña.
Tres son las razones que explican una crisis política que parece no tener fin: el pantano económico del que no se ve la salida, las continuas denuncias de corrupción que van a más, y el renovado activismo de la sociedad brasileña. En este panorama, las encuestan dicen –de forma consistente en los últimos meses– que Lula es el político más popular de Brasil, que ganaría la primera vuelta y aun el balotaje, contra todos los demás políticos.
Así las cosas, vale la pena indagar qué chances tiene Lula de repetir la presidencia y de hacerlo de forma más o menos exitosa, luego de los agudos cambios que ha experimentado la sociedad desde junio de 2013, cuando 20 millones de brasileños, en 353 ciudades del país, se lanzaron a las calles contra la represión policial y la desigualdad, bajo el último gobierno del Partido de los Trabajadores (PT).
La segunda cuestión es cómo podría un hipotético gobierno de Lula relanzar la economía, que bajo su mandato vivió un período de excepcionales precios de los commodities (soja, minerales y alimentos), que ahora se han hundido evaporando los anteriores superávits comerciales y los balances de cuentas de la federación.
¿Volver a 2003?
El gobierno inaugurado el 1 de enero de 2003 tuvo una fuerte base parlamentaria en la que, a lo largo de las dos presidencias de Lula, contó con más de 15 partidos a su favor. La habilidad política de Lula en un momento en el cual la sociedad pedía cambios en la aplicación de las recetas neoliberales privatizadoras, estuvo en la base de ese amplio respaldo parlamentario.
Era una base muy heterogénea, prendida con alfileres, ya que suponía entregar parcelas de poder a partidos esquivos y corruptos, como el Pmdb, de Temer. Esos barros trajeron lodos que fueron regados por la crisis económica de 2008, hasta convertir la gobernabilidad lulista en una ciénaga hedionda.
Pero lo principal del gobierno de Lula no giraba en torno a las alianzas parlamentarias, sino que se fundaba en un proyecto de largo aliento apoyado en un trípode que parecía sólido: alianza con la burguesía brasileña, desarrollo de un proyecto industrial-militar para garantizar la independencia de Estados Unidos, y una paz social asentada en políticas contra la pobreza que permitieron a 40 millones de brasileños su integración social a través del consumo.
La primera pata implicaba utilizar los cuantiosos fondos del banco estatal de desarrollo (BNDES) para seleccionar a las empresas que Lula llamó “campeonas nacionales” y lanzarlas al mercado mundial con la marca Brasil-potencia. Ellas fueron un puñado de firmas de la construcción (Camargo Correa, Odebrecht, OAS, Andrade Gutierrez, entre las más conocidas), procesadoras de alimentos (como JBS), algunas grandes del acero (Gerdau), además de la petrolera estatal Petrobras, que llegó a figurar entre las primeras del mundo.
La palanca estatal (y de los fondos de pensiones controlados por sindicatos) lubricó fusiones, capitalizaciones y obras públicas (en Brasil y sobre todo en Sudamérica) que permitieron el despegue de estas “campeonas”. Los cientos de obras de infraestructura de la región (siguiendo los lineamientos del COSIPLAN, ex IIRSA), fueron financiadas por el BNDES con la condición de que se contratara a empresas brasileñas para su ejecución.
La segunda pata implicaba una alianza con las fuerzas armadas, que se consolidó en 2008 con la publicación de la “Estrategia nacional de defensa” –que propuso la creación de una potente industria militar–, y los acuerdos con Francia, también en 2008, para la construcción de submarinos convencionales y nucleares. Se trataba de modernizar a las tres armas para defender a la Amazonia verde y la azul –o sea los cuantiosos yacimientos petrolíferos off shore descubiertos por Petrobras en la década de 2000.
Poco importaba que la estrategia de defensa fuera una reedición apenas maquillada de los ambiciosos planes expansionistas de los militares conservadores liderados por el geoestratega Golbery do Couto e Silva, implementados por la dictadura militar instaurada con el golpe de 1964.
La empresa seleccionada por el Ejecutivo para construir los astilleros donde se harían los submarinos fue Odebrecht, sin que mediara licitación alguna. Se propuso también que creara un área militar para desarrollar otros proyectos, que iban desde cohetes hasta aviones de combate, ya que la ex estatal Embraer se mostraba remisa a colaborar con algunos proyectos que implicaban la cooperación con la fuerza aérea rusa.
Un sociedad diferente
La tercera pata de la gobernabilidad lulista estaba lubricada por el plan Bolsa Familia, que llegaba a 50 millones de personas y fomentaba el consumo de los sectores populares. La pobreza cayó más aun que durante el período de Cardoso, pero las familias se endeudaron: en 2015 su endeudamiento con la banca consumía el 48 por ciento de sus ingresos, más del doble que en 2006.
La crisis hizo que buena parte de esas familias volvieran a caer en la pobreza, y la ilusión del consumo se desvaneció, dejando un reguero de resentimientos que fue aprovechado, inicialmente, por las derechas.
Percibiendo que la desigualdad seguía creciendo y que no tenían futuro en un país que se desindustrializaba para exportar soja, carne y minerales, millones de jóvenes se lanzaron a las calles en el invierno de 2013, en plena Copa de las Confederaciones que debía colocar al país en la vidriera exitosa de la globalización. La represión fue la única respuesta del PT, justificada con el peregrino argumento de que “le hacen el juego a la derecha”.
En los años siguientes quedó en evidencia que junio de 2013 no era apenas una despistada golondrina. En ese año se registró el récord de huelgas, superando incluso los guarismos de 1989 y 1990, cuando el movimiento obrero tuvo su pico de activismo, a la salida de la dictadura. Pero ahora eran las capas más pobres de los asalariados las que irrumpían en la vida colectiva, como los recogedores de basura de Rio de Janeiro, casi todos negros y favelados.
La pregunta del millón
¿Cómo podría Lula reconstruir un proyecto de gobierno cuando las tres patas que sostuvieron su anterior gestión se vinieron abajo? Las denuncias de corrupción despatarraron a sus “campeonas nacionales”, que se encuentran a la defensiva, en particular Odebrecht, que era, a la vez, el sostén de su proyecto industrial-militar. El daño infligido torna imposible que vuelva sobre sus pasos en ambos casos.
Pero lo más significativo es que la paz social que había conseguido con sus políticas sociales la han quebrado los beneficiarios de éstas al comprobar que aquello era insuficiente si no se atacaba la brutal concentración de riqueza en uno de los países más desiguales del mundo. El “milagro lulista” consistió en mejorar la situación de los pobres sin tocar los privilegios de los ricos. Apenas desvanecido, los de abajo salieron de sus barrios para comprobar la mala calidad de la educación y los servicios de salud, el pésimo transporte público y el racismo imperante en la sociedad que se revitalizaba apenas “invadían” espacios nuevos, como las salas de espera de los aeropuertos.
Al quiebre de las tres patas de la gobernabilidad petista habría que sumar otros tres hechos: la economía atraviesa su peor momento en un siglo, con tres años seguidos de recesión; no hay recursos para sostener una nueva onda de ascenso social de los más pobres, sumado al hecho de que las familias sufren un fuerte endeudamiento.
La tercera es la brutal polarización social. El racismo, que es una marca fundacional e institucional de Brasil, se ha intensificado hasta extremos inimaginables años atrás. Las principales víctimas son las mujeres y los jóvenes negros y, por lo tanto, pobres.
El lema de la campaña electoral de 2002, “Lula paz y amor”, sonaría como una burla grotesca en estos momentos. Ya no hay margen político para atender la pobreza sin realizar reformas estructurales. Gobernar para los de abajo supone, en las condiciones actuales, pelear contra los de arriba. ¿Será Lula capaz de tomar el camino de la lucha de clases, que no transitó ni siquiera cuando era sindicalista?