Redacción: El País/27-09-2018
En Maroua, en el extremo norte de Camerún, se confina a los menores desplazados en escuelas coránicas
Es viernes, los altavoces llaman a la oración del mediodía en las mezquitas. Grupos de hombres, jóvenes y niños se dirigen hacia ellas. En las proximidades algunos hacen las abluciones, mientras que otros ya han iniciado las plegarias y se inclinan y alzan sobre las alfombras. Es una escena que se repite en cientos de ciudades de todo el mundo cada semana. Sin embargo, en Maroua, la capital de la región del extremo norte de Camerún, falta un elemento clave de esta estampa: los mendigos que normalmente se aglutinan en las cercanías de los lugares de oración a la espera de que les caigan algunas monedas que les alegren el día al tiempo que ayudan a los fieles musulmanes a cumplir con uno de los pilares de su religión.
Igualmente, los niños tabilés, que hasta no hace mucho tiempo recorrían las calles de esa ciudad con sus latas o botes de tomate o de leche en polvo atadas con una cuerda que cruzan sobre su pecho, en busca de algo de comer o de la tasa que les impone el maestro coránico antes de volver a casa, se han esfumado. También se echan en falta los menores que antaño recorrían las calles vendiendo todo tipo de productos al caminante; desde galletas a destornilladores, pasando por ambientadores para el coche o escobillas para el wáter. Imágenes fijas de muchas ciudades africanas que en Maroua desaparecieron hace algunos años.
Las amplias avenidas y bulevares sombreados por acacias y salpicados de socavones de la cuadrícula que se extiende entre los cauces (arenales que solo se llenan de agua en el culmen de la estación de lluvias) de los ríos Ferngo y Kalio, a los pies de los montes Mandara, están limpios de estos personajes tan omnipresentes en muchas de las grandes urbes africanas. No se debe a una huelga de mendigos (como aquella sobre la que tan irónicamente imaginó Aminata Sow Fall). No, nada que ver con eso. En este caso es una de las consecuencias directas del peligro que representa la expansión de Boko Harampor el extremo norte de Camerún. El grupo yihadista que tiene sus orígenes en la ciudad nigeriana de Madiuri, a 200 kilómetros al noroeste de Maroua.
El grupo yihadista que tiene sus orígenes en la ciudad nigeriana de Madiuri, a 200 kilómetros al noroeste de Maroua
Las cicatrices que varios atentados dejaron en le bar Le Boucan y en el Mercado Central de la ciudad en 2015 ya no están visibles, aunque son muchos los ciudadanos que recuerdan aquellos días con todo lujo de detalles. En ambos casos, se utilizaron niñas que con cinturones de explosivos fueron enviadas en medio a la multitud antes de hacerlas explotar a distancia. Algunas de las medidas adoptadas por las autoridades para evitar la repetición de hechos similares fueron el toque de queda, impedir la circulación de motos por la ciudad (medio que los terroristas suelen utilizar en sus desplazamientos) y la prohibición de la mendicidad y la venta ambulante.
Tres años después de aquellos sucesos, Maroua vuelve a respirar y se siente más segura gracias, sobre todo, a la fuerte militarización de la zona y a las últimas derrotas sufridas por Boko Haram a manos de los ejércitos nigeriano y camerunés. Ahora, el toque de queda ha desaparecido, Le Boucan y otros muchos bares han retomado su actividad y las motos invaden cualquier espacio libre de la ciudad. Sin embargo, sigue prohibida la mendicidad y la venta ambulante.
La ONG no tiene ningún programa previsto para la escolarización de estos niños y niñas, solo su confinamiento
Los más jóvenes, especialmente los menos privilegiados, entre los que destacan los cientos de desplazados que han llegado a la ciudad huyendo de los ataques de fracciones de los yihadistas en busca de comida contra las aldeas fronterizas con Nigeria, se han convertido en sospechosos y son vigilados de cerca. «Hay peligro de radicalización. Por eso se les hace un seguimiento especial para evitar que se conviertan en kamikazes”, explica Ahmadou Moudadjamou, secretario general de la ONG Colectivo de Organizaciones de la Sociedad Civil Contra la Radicalización y el Terrorismo (COSC-CRT).
Su organización apoya a las escuelas coránicas a las que acuden estos niños. Es más, a través de los jefes tradicionales de los barrios de Maroua, identifican a los niños desplazados y los obligan a asistir a estos centros para controlarlos mejor.
“Aunque seguimos tanto a los niños como a las niñas, tenemos especial interés en estas porque ellas son las más utilizadas como bombas”, afirma Moudadjamou. Su organización también hace un seguimiento muy estricto de las madres, “porque no se sabe qué discurso tienen con sus hijas. Hay que prestar atención a este aspecto”. COSC-CRT ha iniciado una primera fase de sensibilización de estas mujeres, algo que se ve como complementario al trabajo con las niñas “porque podemos conseguir que estas no se radicalicen, pero las madres pueden continuar con sus discursos”.
Esta perspectiva ignora que, en la mayoría de los casos, las niñas que son utilizadas para cometer atentados no participan de forma voluntaria en ellos. No están radicalizadas y se ofrecen como mártires. Normalmente, son obligadas por los terroristas a mezclarse entre la multitud, desconocedoras (o atemorizadas) de que portan un cinturón de explosivos y de cuál va a ser su fin.
Estos programas son responsables del gran número de niñas que acuden cada día a las escuelas coránicas de Maroua. El barrio de Fassao-Doulare acoge una de estas escuelas creada para acoger a menores desplazados. El jefe del barrio se siente orgulloso de obligar a estos niños a acudir todos los días a las clases en tres sesiones: de 6.00 a 8.30, de 14.00 a 17.00 y de 20.00 a 21.00. «Una forma de tenerlos ocupados y controlados», explica.
Bajo un sombrajo fabricado con esteras de rafia y sacos de plástico que antes contuvieron fertilizante (construido por la ONG), varias docenas de niñas y niños se sientan en el suelo. Los niños están a la derecha y las niñas a la izquierda. Cada uno sujeta en la mano una tablilla de madera y recita los versículos del Corán allí escritos y que tiene que memorizar antes de que el maestro le escriba unos nuevos. Una algarabía estridente, a la que las gallinas que picotean alrededor de la clase parecen ajenas, inunda el ambiente. Chicos mayores, con látigos hechos de goma o palos, circulan entre los alumnos y golpean a aquellos que se distraen. Los niños que no tienen familia duermen ahí, sobre esas mismas esterillas de plástico en las que ahora se sientan. Antes pasarían gran parte del día mendigando por las calles con sus latas atravesadas sobre el pecho. Ahora, lo tienen prohibido, por lo que dependen de lo que sus familias puedan aportar para su alimentación, que es más bien poco, al estar desplazadas.
Son niñas y niños que solo aprenden el Corán. Que dedican años a esta tarea. Que no acuden a las escuelas públicas. Que al igual que sus maestros ignorarán el francés o las matemáticas. Que cuando lleguen a la adolescencia se darán cuenta de que se han quedado atrás en una sociedad cada día más global, que no tienen las herramientas y recursos para acceder a trabajos bien pagados. “Eso puede generales rabia y frustración, lo cual sí puede ser un elemento para su radicalización”, opina uno de los expertos del Centro de Estudios e Investigación en Paz y Seguridad de la Universidad de Maroua, que pide mantener el anonimato. La ONG no tiene ningún programa previsto para la escolarización de estos niños y niñas, solo su confinamiento y seguimiento en escuelas coránicas.
Los perjuicios y una errónea identificación de la situación pueden crear en un futuro no muy lejano un problema mayor del que se pretende evitar en la actualidad.
Fuente: https://elpais.com/elpais/2018/09/10/africa_no_es_un_pais/1536591064_368670.html